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Marca Registrada, Restaurante “El Encuentro”

Historia del Restaurante “El Encuentro”: Cien años de los Gaitán.

10.03.2019 El restaurante “El Encuentro” abrió sus puertas en el año 1978. Por sus mesas y manteles pasó gran parte de la sociedad nicoleña, también famosos actores, deportistas, políticos y músicos. Un sin fin de historias quedaron congeladas en el tiempo, pero no son más valiosas que la historia de la familia Gaitán, propietarios del lugar. Una vida dedicada a la gastronomía de San Nicolás, Pablo Gaitán trae consigo en la memoria la historia del lugar y su familia.

De Escobar a La Emilia.

Pablo Gaitán con el mate en la mano alza la vista y mira hacia la historia. Recuerda sin dificultad la frase que le dijo su abuelo Hugo Gaitán en la cocina del restaurante.

-Este laburo de la gastronomía es un laburo complicado, si no te divertís, vas muerto.

El memorable Restaurante “El Encuentro” abrió sus puertas a la luces una ciudad opulenta durante 30 años. Marcó un tiempo en la sociedad de San Nicolás de los Arroyos.  Pero para poder enriquecer el corolario de su historia, no podemos dejar de remontarnos al origen de la familia  propietaria que lo llevó adelante: Los Gaitán.

La historia de la familia se remonta a Escobar, el pueblo que corona la fiesta nacional de la flor. En la plaza principal de esa ciudad hay una estatua y un monolito. En el frío mármol blanco se inscribe un nombre: Eugenia Cruz de Tapia, abuela de Hugo Gaitán. El relato oral de quienes cuentan la historia, no trae consigo los méritos que Eugenia acometió en vida para que su nombre se alce todavía después de muerta.  Lo que sí se sabe es que los parientes que aún viven en Escobar, guardan una semejanza de rasgos extraordinaria a Eugenia. También que Eugenia se casó con un terrateniente y cuando heredó devolvió una gran cantidad de tierra a una comunidad de originarios.

El padre de Hugo Gaitán era sindicalista en un frigorífico donde trabajaba, allá por los años 20. Por cuestiones políticas aparece muerto con dos tiros en una zanja.  Hugo, sus cuatro hermanos y su madre, se van a vivir a la casa del hermano del muerto. En la casa vivía la familia del tío y ahora Hugo, sus hermanos y su madre. Se criaron todos juntos en Escobar. Crecieron allí, hasta que en 1940, desde un pueblo llamado La Emilia, llegan noticias de trabajo.

-Abre una fábrica textil nos vamos-

Los dos hermanos más grandes de Hugo comentan a la familia que partirían a los pagos de San Nicolás, para alojarse en La Emilia y conseguir trabajo. Y así fue.  Ni bien se instalan buscan al resto de la familia: a Hugo, sus dos hermanos y su madre la viuda. La familia del tío que los adoptó queda en Escobar.

En La Emilia

Pasa el tiempo y los Gaitán son parte del pueblo de La Emilia. El trabajo en la textil era bien pago y abundante, poco a poco la familia empieza a acomodarse. Cada vez que los hermanos iban a comer al arroyo con su madre, se acordaban de los primos de escobar, que tanto los ayudaron, los acogieron después de la desgracia que cayó sobre su padre, el sindicalista, hombre de trabajo y de ideales. La viuda llevaba siempre una foto de su marido en el bolso. Cada vez que desplegaba el mantel a orillas del arroyo, al rato sacaba del bolso una foto de su marido que dejaba al descuido sobre el mantel. Hasta que un día reciben una carta escueta y contundente: había muerto el tío, aquel que los había acogido a todos, el hermano del padre de Hugo. Los hermanos no dudan. Como si la vida fuera un círculo o irrisoriamente devolviera lo que uno da, los hermanos Gaitán y la viuda, mandan a buscar a los hermanos y a la que debutaba como viuda. La vida se daba vuelta, pero cada cual supo cumplir su papel a la altura de los acontecimientos. Así es como la familia Gaitán por parte del padre de Hugo y del tío de Hugo llegan a San Nicolás, más precisamente a trabajar a la fábrica textil La Emilia.

Hugo Gaitán y la gastronomía.

Hugo Gaitán creció feliz en La Emilia, al calor de su trabajo como tejedor en un telar de la fábrica textil de los Cordova. En la rutina laboral, se cruzaba con la hermana mayor de los Ricardini. Cuando se encontraban, Hugo caía en cursilerías de hombre enamorado, recurría siempre a que él era el menor de los Gaitán y ella la mayor de la familia. Así, entre coincidencias cursis, miradas furtivas y el calor de la primera cita, fueron poniéndose de novio. Arcione Olga Ricardini trabajaba como “costurera invisible” en la textil. Su trabajo consistía en revisar los zurcidos de las telas y trabajar sobre los puntos que se levantaban, sacarlo y volverlo a coser para que el zurcido fuera impecable.

Entre los dos fue creciendo el amor y la idea de casarse,  pero el sueldo de ambos no alcanzaba para levantar una casa, formar una familia y consolidar las deseadas nupcias. Entonces Hugo comienza a trabajar como mozo en la cantina-restaurante de La Emilia, donde tiene su primer contacto con la gastronomía. Un hombre de apellido Azaro, era amigo de la familia Gaitán y siempre iba a comer al Club de La Emilia. Veía cotidianamente a Hugo desplazarse en el oficio de la gastronomía, en la cantina restaurante, pero no sólo como mozo. Se movía con carisma y siempre miraba todo el oficio en su totalidad, aprendiendo cada secreto, tanto en la escena de servir como en la que se sucede en la trastienda de la cocina. Azaro un día le dijo “vos tenes pasta para el rubro Hugo” y en esa sentencia lo marcó para siempre.

Hugo y Olga se casan.

El viejo Ricardini, el suegro de Hugo y padre de Olga, era propietario de un almacén de Ramos Generales  en barrio  La Papelera. Una suerte de barrio de La Emilia donde antiguamente funcionaba una fábrica de papel que finalmente se prendió fuego.  El viejo era comerciante y pudo ahorrar un dinero. Al costado del Ramos Generales construyó algunas habitaciones para alquilar, la mayoría de las veces a inmigrantes que venían a trabajar a la textil o a la Papelera. Una de esas habitaciones era alquilada por un italiano llegado a la Argentina durante la segunda guerra mundial. Los cuervos de la memoria no son benévolos con él y su nombre es arrojado al olvido, es recordado como “el petiso”.

El tano, el petiso era albañil, y con su oficio construyó varias casas del lugar. En Italia había quedado la mujer y una hija a quien el “tano” traería después de construir la casa. Logra comprarse el terreno, pero antes de escribir la carta que daría la buena nueva a su mujer y a su hija en Italia, recibe una carta por parte de su mujer. En esa carta su esposa le comunicaba que ya no vendrían a Argentina, que se había vuelto a casar, que se olvidara de ella y de su hija. El tano cayó en un hondo silencio que lo redujo a trabajar, sin más ambiciones que vivir en la pensión. El terreno quedaría ahí, a merced del tiempo.

La futura esposa de Hugo Gaitán, Arcione Olga era la hija más grande de Ricardini, y tenía la misma edad que la hija del “tano” que quedó en Italia. Cuando sus ojos miraban a Olga veían a su hija. La vio crecer, corriendo por los pasillos de la pensión, era la única que lograba arrancarle una palabra o una sonrisa al italiano. Cuando Olga le dijo al extranjero que se casaría con Hugo Gaitán, lloró como si se casara su hija. Así que de regalo de bodas les regaló el terreno que había comprado para levantar la casa para su familia que nunca más volvió a ver. Como el viejo era albañil, también les construyó la casa y con el tiempo, ya anciano se fue a vivir con ellos.

El 4 de enero de 1946 nace el hijo de Hugo y Olga, Omar Gaitán. Omar y el “tano” compartieron habitación y tuvieron una relación de nieto y abuelo. Omar siempre recuerda el chancho, el burro y los dos perros que el tano tenía como mascota. Omar tenía 20 años, estaba en la colimba cuando le llegó la noticia que su abuelo, “el petiso”, “el tano” se había muerto. Hasta el día de hoy los restos del extranjero residen en la bóveda de la familia Gaitán

Mientras tanto Hugo seguía trabajando en la fábrica textil y en la cantina restaurante del Club de La Emilia como mozo, pero ya Olga no. Olga trabaja en la concesión del restaurante del Hotel Londres de San Nicolás, ubicado en calle Garibaldi y Alma Fuerte, un histórico Hotel, de una fachada imponente y con historias particulares, entre las que más se recuerdan rondan dos nombres que marcaron fuertemente la historia de América: Eva Perón y el Che Guevara.

Restaurante del Hotel San Martín.

En diagonal al Hotel Londres antiguamente funcionaba la Estación de Colectivos, donde en el pretérito del tiempo se erguía el Mercado Norte de la ciudad, más precisamente en la intercepción de calle Garibadi y Alma Fuerte. Mientras tanto Hugo ya había emprendido otro negocio con un medio hermano de su esposa, Eduardo Mollieví y otro hermano Ricardini. Había abierto una especie de comedor al paso frente a lo que en aquellos tiempos se llamaba la Estación de Servicio ERFEL, en Savio y Pombo. Aquel negocio prosperaba muy bien, se estaba construyendo Somisa y  el bar o bufet al paso era la última posta hasta barrio Somisa. Entonces Hugo deja de trabajar en la textil y como mozo del restaurante del Club de La Emilia. Un buen día aparece la oferta de poder estar al frente de la concesión del restaurante del hotel San Martín, ubicado en calle Garibaldi y 25 de mayo. Cuando Hugo acepta se asocia con Eduardo Mollevi y  con el gallego Domenech quien era el cocinero. Olga también deja de trabajar en el hotel Londres y se suma al nuevo proyecto.

Hugo y Eduardo dejan el bar al paso de la ERFEL  y sus dos partes pasan a mano del joven Omar Gaitán, el hijo de Hugo y de Olga, el joven de 20 años recién salido de la colimba y quien hacía unos meses había perdido a su abuelo del corazón, el tano, el petiso. Olga también deja la concesión del hotel Londres y va a trabajar con su esposo al Hotel San Martín. Ahora Omar también hace su contacto con la gastronomía, al igual que su padre Hugo y su madre Olga Ricardini. Omar había conocido a Mabel Fió. Ya estaba con un trabajo estable y ganando dinero. Los parientes le regalaron los muebles, le armaron la fiesta. La boda era un hecho. Con el bar al paso de la ERFEL, Hugo y Mabel construye su nido de amor que tenía 200 metros cuadrados y para aquel entonces era la única casa del pueblo de dos pisos.

En los años prósperos de la fábrica nacioanl Somisa, San Nicolás no dormía, los comercios trabajaban de lunes a lunes. Era una ciudad luminosa, habitada por extranjeros, repleta de bares y cabaret. En el Hotel san Martín se alojaban los ingenieros y técnicos que venían de otros países a trabajar a la fábrica Somisa. También almorzaban y cenaban en el restaurante del Hotel. Para Hugo, Olga y el Gallego era un problema cuando llegaban las fiestas de fin de año, porque el restaurante cerraba y los extranjeros que allí vivían no tenían donde comer. Entonces Hugo se los llevaba a cenar a su casa el día de navidad y fin de año. Entre los comensales siempre iba un Japonés de nombre Khan Ishikawa. Hugo confundió la h por la u y lo llamaba Cuan, que con el tiempo terminó siendo Juan, y con el paso de las navidades Juansito. A medida que pasaban los años el japonés manejaba mejor el español. Fue en una sobremesa de noche buena, que uno de los Gaitán le pregunta si alguna vez pensaba volver a su patria, con su familia. El japonés habló con el español que pudo.

– Japonés no tener familia, ser huérfano, haberse criado en orfanato, después estudiar ingeniería- Se hizo un silencio largo que el mismo Juansito se encargó de romper con un chiste y un brindis bien a los argentino. Una noche Juansito viaja a Bs As a una fiesta en la embajada Irlandesa. Allí conoce a una inglesa que será luego su esposa. Para casarse le pide a los Gaitán que lo adopten como hijo, y así representar el papel de los padres. Se casarón con la inglesa en la iglesia de La Emilia.

Restaurante El Encuentro.

Al restaurante del Hotel San Martín iba a comer siempre el dueño de la fábrica ACINDAR, Acevedo de apellido. Hugo y sus socios no sabían que ese hombre era el dueño de  la fábrica ubicada en Villa Constitución. Una tarde Acevedo le ofrece a Hugo Gaitán y sus socios trabajar en el bufet de la fábrica. En un principio le dice que gracias pero les era imposible. Omar tenía la costumbre de pasar a cenar con sus padres después de trabajar en el bar de la ERFEL. Hugo le comenta a su hijo lo sucedido, Omar le dice a su padre que está loco, -¡cómo le vas a decir que no!- Omar busca ayuda en Eduardo Mollieví, uno de los socios de Hugo y se va a trabajar al bufet de la fábrica Acinadar. Omar deja entonces el bar al paso de la ERFEL y queda a cargo en su totalidad el tío Ricardini.  En el restaurante del Hotel San Martín quedan trabajando entonces Hugo, su esposa Olga y el gallego Domenech.

A Omar le iba muy bien en el bufet de Acindar. Facturaban  por mes lo que valía un Ford Falcón en aquellos tiempos. Seguía manteniendo la rutina de ir a comer al hotel San Martin con sus padres, pero en vez de venir de zona sur, del bar de la ERFEL, ahora venía de zona norte, de Acindar. Omar tenía una amistad con un detective privado de apellido Reynoso que tenía su oficina en la esquina de Italia y Pellegrini, donde se levantará finalmente el Restaurante “El Encuentro”. El detective Reynoso y Don Lancha eran los dueños de esa esquina donde en aquel tiempo funcionaba una Whiskería. En una de esas habitaciones tenía su oficina el detective. Un buen día Lancha muere y la viuda quiere vender el lugar. Entonces Reynoso le ofrece la esquina a Omar Gaitán. Se lo cmenta a sus padre y éstos decidieron ayudarlo. Después de 18 años no renovaron entonces el contrato con  el Hotel San Martín. Omar compra la esquina para montar el Restaurante que hasta ese momento no tenía nombre. Hugo y Olga pasan a trabajar con su hijo y dejan el hotel San Martín, el gallego Domenech continuó su camino y de vez en cuando aparecerá a comer ni bien se inaugura el flamante restaurante, que al momento de la inauguración no tenía nombre. Se lo puso una periodista del Diario El Norte mientras les hacía una nota a Omar y a Hugo.

“Este nuevo lugar será un encuentro con sus antiguos clientes” Sentenció la periodista sin saber que estaba poniendo nombre a un restaurante que marcó una época de la historia de San Nicolás.

Las memorias de Pablo Gaitán.

Llegamos como ladrones a la puerta del restaurante, o lo que fue el restaurante El Encuentro. La noche envolvía nuestros cuerpos sigilosos. Cuando Pablo giró las llaves en la cerradura, oímos el tintineo retumbar en el salón vacío. Creo que Pablo se angustió por eso, abrió la puerta y antes de dar un paso se detuvo. Largó un suspiro helado.                                                                                         

-Bueno, vamos- dijo como si entráramos a un confesionario o a cumplir una misión de alto riesgo. En ese momento comprendí, que la intrépida idea de ir a terminar la crónica del Restaurante en el local vacío, cocinar a la luz de la velas el plato  “Lomo a lo Hugo I”, era para mí una simple aventura, en cambio para Pablo no era tan sencillo. En ese local vería fantasmas que yo no, de seguro me pondrá sobre aviso de algunos.                                                                                                         

Entramos a tientas y después de chocarnos varios elementos, prendimos la linterna del celular. Atravesamos el lugar, pasamos la barra y entramos a la cocina, Pablo caminó casi de memoria, yo me quedé atrás y cuando giré la cabeza vi las luces de neón que entraban por la ventana, me cegaron aún más. Pablo se percató y volvió con la luz del celular hasta mí, y me guió a la cocina como un ángel al juicio final. Mi compañero todavía no había emitió palabra alguna, y llevaba una seriedad de velorio.                                                                                       

 -¿Todo bien Pablo?- le pregunté y entre la luz del celular boca arriba en la mesada, vi que me miró pero sin contestarme. Después de que sacó varias cosas de la mochila y las distribuyó sobre la mesada finalmente habló.                                                                                                                                                         –

-Tranquilo amigo, hasta la semana que el comprador firme unos papeles más, este restaurante es todavía de la familia-                                                                                                                                                                               –El local querrás decir- le contesté sin ser prudente de herir susceptibilidades.  Sin mirarme y prendiendo la tercer vela me interpeló.                                                                                                                                                        

-Menos mal que el periodista sos vos- me dijo de forma irónica y la quinta vela que colocó sobre una estantería vieja de madera, amplió el espectro de luz.  Pude ver que los objetos que Pablo sacó de su mochila eran utensilios de cocinas y los materiales para cocinar el plato. La atmósfera variaba entre sombras y la luz amarilla que irradiaban las velas. Nuestras sombras crecían y se movían según una leve ventisca, que sólo podían percibir las débiles llamas. Era realmente un contexto dantesco. Hasta por momentos pensé que había llevado mi oficio de escribir crónicas hasta los alcances del absurdo o la locura, entonces quise irme. Pero era tarde, Pablo ya había encendió la hornalla de una vieja cocina que quedaba sin trasladar y en ese momento colocó una olla encima de la flama.                             

Pablo estaba cocinando de espaldas cuando me pidió que destape el vino blanco, enseguida ubique la botella de Echart Privado que se erguía entre el mundillo de cosas muertas que yacían sobre la mesada. No llegué a herir el corcho con la punta del destapador que Pablo dijo:                                               –

-Escucho ruidos extraños desde hoy, quizás sean mis abuelos.- Si fue un chiste o no, hasta el día de hoy no lo sé. El miedo me distrajo de la acción de destapar la botella, lo hice de forma inconsciente, serví dos vasos y me quedé parado al costado del cocinero, con más ganas de irme que de preguntar. En se momento la luces de un patrullero circularon dentro del local y desaparecieron.   Pablo me miró.

-Siguieron.- Se sonrió y le dio un sorbo al vaso. El comentario sobre fantasmas, agudizó mi sentido auditivo y comencé a escuchar ruidos que antes no. Una gotera, un grillo, el techo que crujía. De pronto tronó casi sobre nosotros el ruido de una tasa que se hacía añicos contra el piso.   Desde la cocina vimos a un niño de unos seis años parado sobre un cajón de Coca-Cola, preparando café en una vieja cafetera apoyada en una punta de la barra de despacho.  Una luz caía sobre él, como lo hacen las luces sobre un artista en un escenario, aislándolo de toda oscuridad.  

Crecer en el restaurante del abuelo.

-Tenía seis años cuando el restaurante inaugura en agosto de 1978. No me acuerdo de la noche inaugural, pero me veo subido arriba de dos cajoncitos de Coca-Cola chicas, haciendo café en una cafetera que estaba en la punta de la barra de despache. A los 9 años me metieron adentro de la cocina, no a cocinar, sino a lavar las copas y los platos pequeños de postre. Luego fui ayudante de cocina. A los 14 años empiezo a trabajar atrás de la barra, de mozo en la barra. Alcanzaba la bebida, los fiambres, los platos a los mozos. Pasé de estar en la trastienda a estar adelante del restaurante, ahí ya ves otra realidad, ahí te topas con el cliente. A Los 16 años salgo adelante de la barra, a reponer las mesas-

En el local donde funcionaba el restaurante cocinamos el plato que un maestro de cocina llamó Hugo I (primero), en homenaje a Hugo Gaitán, el abuelo de Pablo. La escena es un enjambre de luces y sombras que dibujan las llamas de las velas. Pablo estira la mano para alcanza los bifes de lomo de carne y tumba sin querer el vaso. No lo vio. Sin limpiar el líquido derramado, enciende el horno, pone los bifes en una bandeja y los mete a cocinar. Putió y se sirvió más vino.

-El primer maestro en la cocina que empecé a observar fue al el chileno” Márquez. Le gustaba la bebida en demasía. Veía poco, muy poco, usaba esos anteojos culo de botella. El tipo cocinaba por olfato, los anteojos se le empañaban, entonces olfateaba los platos y se daba cuenta si tenía demasiada pimienta o la salsa estaba agria o si el bife estaba muy jugoso. En su defecto sino era probar con una cucharita. Una tarde el chileno llama a mi abuelo y le dice que quiere que yo trabaje con él en la cocina, porque le prestaba atención y tenía memoria, en ese entonces se trabajaban de memoria todos los platos, no se usaba “comandas”. En restaurante entraban 120 personas sentadas y había que memorizar los platos cuando los mozos cantaban las mesas. Fui entonces así ayudante de cocina-.

Pablo continúa con la acelga y apronta la crema. Afuera la noche crece y nuestros cuerpos aprensivos en un local vacío, intentan llevar adelante una experiencia que no tiene el rostro que pensamos. En lo personal  puse el cuerpo a la escritura y pensé que tendría más un tinte de aventura y no de locura. Por su parte Pablo se había dejado llevar por las emociones de las primeras entrevistas. Quiso sorprenderme y a su vez homenajear a su abuelo, sin saber que la melancolía abría la puerta del local vacío. Bullía la olla con la acelga, nosotros bebíamos el vino blanco en silencio. Hasta que Pablo finalmente habló.

 -Aprendí que la cocina tiene secretos, que es arte y oficio, cada cocinero que pasaba dejaba un plato nuevo y la carta se agrandaba, podía ser un plato de innovación de él o uno que había aprendido en otro lugar de trabajo. Uno de los cocineros inventó el plato “Hugo I”.-

Pablo apura el vaso y empieza a preparar la crema de choclo y las bombas de papa. Le digo si necesita ayuda, no me contesta. Voy por mis cigarrillos alumbrándome con la luz de la pantalla del celular, recuerdo el lugar de la mesa donde los dejé. Casi voy a tientas y prendo el encendedor cuando supuse el paquete cerca.

-Había dos turnos en el restaurante. El primero desde las 8 de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y el segundo desde las 5 de la tarde hasta las 2 de la mañana. Durante el primer turno se preparaban las salsas, las ensaladas, se cortaba la carne, se amasaba se dejaba todo en preparación y se servía a las 12 del medía día. Durante el segundo turno se cocinaba y se despachaba. A las 9 de la noche el lugar empezaba a vivir, se llenaba, no siempre, pero los fin de semanas a veces hacíamos dos veces y la totalidad del salón, estamos hablando de 240 platos”

Parece que el banquete está listo. De la calle llegan sonidos de un viento violento. Gotas gruesas caen pesadas sobre las ventanas y le techo del lugar. Despejamos la mesa. Servimos los vasos de vino blanco hasta el bordo, distribuimos el pan. Pablo trae los platos servidos. Nos sentamos pero al momento de probar, pega un chistido.

-Momento, falta algo.- Se levanta entre la mesa y se pierde en la oscuridad. Queda una voz suspendida en el aroma de la comida.

-Fue un restaurante que frecuentaba la clase media para arriba, porque lo rodeaba el mito de que era un lugar cajetilla y caro, en verdad teníamos los precios igual o muy parecido a los Restaurante El trébol, donde iban comer los trabajadores. Se formó una mística alrededor del lugar, pasaron unas parvas de famoso actores, deportistas o políticos. Después mi padre alquiló el lugar, funcionó otro restaurante y actualmente asistimos a la venta del local. En aquel momento no abundaban los restaurante o los lugares donde vos te podías sentar a comer, hoy en día te hacen un sándwich o te sirven un “carlito” o algún o plato hasta en bares al paso.-

Pablo regresa con queso cremoso y decora el plato con algunas bolitas.

-Son apenas para gratinar- dice y se sienta a comer. El palto es delicioso y junto al calor del vino blanco se disipó todo temor. La sobremesa fue la parte más productiva para mí crónica. Pablo no quiso que levantemos los paltos de la mesa, me dijo que él volvería mañana con el día. Salimos afuera y entre la tensión y el vino,  me pesaba la cabeza. Me hundí en ese pensamiento cuando me trajo de vuelta a la vereda la voz de un niño que decía:

-Llegamos al local, vamos a entrar, voy a cocinar para tu crónica el Pato con el nombre del abuelo Hugo-.

Juan Lucas Andrín

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