20.04.2025
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Laura era una sobrina de Stefanía. Era hija de su único hermano, que vivía en Milán, centro neurálgico de la economía italiana. Ese hermano se llamaba Vicenzo, y trabajaba en una de las empresas automotrices más importantes de la ciudad. Al parecer la relación de Vicenzo con Stefanía no era de las mejores que se puedan concebir entre hermanos, aunque al lado de la relación que mantenía con don Luiggi era casi idílica. Los cuñados habían discutido una vez en los años ochenta, por motivos políticos. Desde entonces Vicenzo -que enviudaría años más tarde- no pisó nunca más la finca de Castelnuovo del Garda. Por su parte Stefanía solía visitar Milán dos o tres veces por año, para visitar a su ahijada, precisamente Laura. Quien siempre en épocas de recolección del durazno venía a “Pesca Sanguinante” a colaborar con sus tíos. No en la recolección propiamente dicha, sino en el trabajo cuasi administrativo que implicaba la contratación de los recolectores. Estos últimos estaban sindicalizados, y muy a su pesar, don Luiggi debía respetar ciertas reglamentaciones y costumbres relacionadas con la actividad. Una vez había intentado imponer sus propias reglas, pero su intento de “desregulación unilateral” desembocó en la quema de una porción importante de durazneros.
La sobrina del matrimonio propietario moraba en la casa principal de la finca. Era una estudiante crónica de profesorados inconclusos. Un año empezaba historia, al siguiente geografía, luego inglés -duró tres años-, y ahora deambulaba sin rumbo cierto por la licenciatura en turismo. Tenía casi treinta años, era de estatura mediana, contextura esmirriada, pelo castaño, nariz respingada y ojos vivaces. No era demasiado atractiva, aunque no podía decirse de ninguna manera que era fea. Era una linda muchacha, aunque tímida, de carácter retraído y poco sociable. Lucía un vestuario demasiado simple, casi masculino. Hablaba en un tono muy bajo, apenas un peldaño por encima del silencio. Y si bien casi nunca se reía, cuando lo hacía su rostro se iluminaba de manera abrupta. Tenía una sonrisa muy especial. Quizá la hacía muy especial esa constante seriedad que la precedía y la continuaba.
– Come sono arrivati qui? -preguntó Laura al falso Paco, al día siguiente de establecerse en la finca.
– In cerca di lavoro -contestó con simpatía el único de los dos argentinos que manejaba aceptablemente el idioma.
– E proprio qui, in un posto così remoto?
– Stavamo andando a Verona e il posto ci è piaciuto -el falso Paco, si bien respondía con educación y amabilidad, se fastidió tempranamente con Laura, ya que no le gustaban para nada esos arranques de curiosidad que, como contrapartida, sus tíos no habían demostrado casi nunca.
Con quien empatizaría rápidamente Laura, sería con Goyo. A pesar que apenas si se entendían en el saludo, Laura mostraba una predisposición especial para hacerse entender y a su vez para comprender lo que Goyo intentaba comunicarle utilizando palabras sueltas y señas, sobre todo señas a las que les agregaba sonidos. Eso le causaba gracia a Laura, que era en esas ocasiones cuando sacaba a relucir esa sonrisa tan pintoresca -casi giocondesca- que la caracterizaba. De eso se dio cuenta rápidamente el falso Paco, con su habitual olfato, y se lo comunicó a su compañero mientras sacaban unos trastos del galpón, cuya reorganización marchaba a paso seguro.
– La gringa me parece que te tira onda, Goyo.
– ¿Qué decís, boludo? Para mí es torta -conjeturó Gandulla.
– No. Me parece que le gustás. Apenas abrís la boca ya se sonríe. Y conste que la gringa ésta no se debe reír ni con las películas de Adriano Celentano. Pero cuando el que habla sos vos, no sé… se le ilumina la cara.
– No sé, pero no la toco ni con una caña. No es fea, ojo… pero no la toco ni a medias con Dios. Tengo un escabeche bárbaro pero… paso. Aparte no quiero kilombos con don Luiggi. Si estuviera buena, entrarle y correr el riesgo de que don Luiggi y Stefanía me quieran asesinar, sería un kilombo justificado. Pero no… paso, paso.
– ¿Y qué sabés si el gringo no la entrega? La que puede “arquerearla” un poco es la tía, pero el gringo… hasta debe tener ganas de clavársela él.
– No seas boludo. Este gringo es muy legal. Mirá si se va a querer culear una sobrina de la jermu. Si fuera argentino vaya y pase. Pero es italiano.
– Claro. Los italianos no miran la mujer del prójimo. Están muy cerca del Vaticano. Son todos santos…
– Jajaaa… este gringo no debe pensar en ponerla, haceme caso. La debe garchar a la mujer casi como un trámite.
– Mirá vos. Ahora sos analista sexual -bromeó el falso Paco.
Sin embargo, Goyo paulatinamente empezó a darle la razón a su compañero. Poco a poco, día a día, fue visualizando señales que lo encaminaban a verificar la aseveración del falso Paco. Primero fue Stefanía, quien se mostraba más empática con él que antes, a partir de pequeños detalles, como queriendo congraciarse con el “elegido” por su ahijada. Y después la misma Laura, que empezó a arreglarse un poco más, a poner más esmero en su vestimenta, e incluso lucía suavemente maquillada los fines de semana, cuando en el resto de los días no tenía el mínimo atisbo de pintura en su rostro. Y ahora no sólo que sonreía cuando Goyo hablaba, sino que le había agregado a eso un contacto físico antes inexistente. Un contacto mínimo, es cierto. Pero cada vez que le hablaba de cerca, cerraba sus frases con un leve paso de mano sobre alguno de los húmeros de Goyo, ante la mirada sugestiva del falso Paco.
Mediaba el mes de mayo y la primavera en el Véneto empezaba a ser más agradable que nunca. Los días eran siempre un poco más cálido que el anterior. Uno de esos días, después de una intensa jornada de trabajo, Goyo caminaba alrededor del galpón mientras el falso Paco dormitaba. Era viernes a la hora de la siesta. Laura salió de la casa principal de la finca, con una manzana en una mano y un pequeño papel en la otra. Tenía puesta una remera verde intenso, un color que nunca acostumbraba a usar, y en su rostro se preanunciaba su tímida sonrisa.
– Goyo… ¿Quieres acompañarme a dar una vuelta al pueblo esta noche? -leyó Laura con cierta dificultad el texto escrito en el papel.
– Eh… no sé qué decirte, Laura. Me tomaste por sorpresa -respondió Goyo, desconcertado. Te agradezco la invitación -el argentino separaba en sílabas su respuesta, tratando de hacerse entender-, pero estoy un poco cansado.
– ¿Cansado? Non capisco -dijo Laura.
– Eh… -Goyo rastreaba en su mente el poco italiano que había aprendido-. Stanco? Creo que es stanco.
– Bene -atinó a decir la chica, que mutó su sonrisa por una mueca de tristeza, lo que de alguna manera conmovió a Goyo.
– Tante grazie… Eco? Molto agradechido per la sua invitazione -Goyo trataba de no decepcionar a la joven, por quien si bien no sentía una atracción recíproca, sabía una buena persona. Un altro giorno… vamos… altro giorno iremos -y hacía una seña con la mano derecha señalando hacia el pueblo.
Laura quedó afligida y pensativa. Goyo se sintió un poco apenado. Es que sino hubiera sido porque el falso Paco insistía con las medidas de seguridad a la hora de ir al pueblo, hubiera aceptado el convite de la joven. No tenía nada de malo, no implicaba el inicio de una relación más cercana. Y como no le podía contar sobre aquellas medidas de seguridad -mucho menos sobre el motivo de las mismas-, optó por contraofertar una caminata entre las filas de durazneros.
A partir de ese día se profundizó una relación de afecto mutuo entre Laura y Goyo. Una relación que sin llegar al plano puramente físico, estrechó el vínculo entre ellos. Solían caminar por la finca en los momentos de descanso, y los sábados a la mañana caminaban ida y vuelta hasta la entrada, distante del casco principal unos trescientos metros. El idioma era un obstáculo cierto, pero Goyo se las ingeniaba para hacerse entender, mientras Laura se ayudaba en el manejo del castellano traduciendo en su celular. Y así fueron congeniando una paulatina amistad.
– El lunes empieza la recolección. Ya están contratados casi todos los recolectores. Recién me contó Laura -dijo Goyo.
El falso Paco estaba tomando una taza de café en la nueva cocina del galpón. Le habían colocado una subdivisión con tabiques de madera, y don Luiggi había dispuesto una mini heladera, una pequeña mesada de acero inoxidable y un anafe eléctrico. El falso Paco estaba un poco tenso porque temía que la interacción con los recolectores presentara alguna situación desagradable.
– ¿Cómo que te comentó recién? Si todavía no salimos del galpón…
– Me mandó un WhatsApp. Tiene una aplicación que traduce lo que…
– ¿WhatsApp? -repreguntó el falso Paco, sin dejarlo terminar la frase a Goyo.
– Sí. ¿Qué tiene de malo?
– No, está bien. Es decir que le diste el celular.
– Y… se supone que sí. Sino cómo mierda va a hacer para mandarme un WhatsApp -ironizó Goyo con algo de fastidio.
– Y además quiere decir que instalaste el WhatsApp.
– Sí, pero con la única que puedo chatear es con ella. A mi vieja la llamo al fijo y al Dani Peralta le tengo prohibido pasar este número a nadie. Es mi amigo, no me va a cagar. Ni a propósito ni sin querer.
– Los dos de Valencia también eran amigos tuyos -el falso Paco metió el estilete, dejó la taza y empezó a prepararse para otro día de trabajo.
– No vas a comparar, boludo. Daniel es mi hermano.
El falso Paco estaba aprestándose a salir, pero se detuvo un instante, pensativo. Se dio vuelta, y poniendo su mano derecha en el hombro izquierdo de Goyo, ensayó una sincera disculpa.
– Está bien, Goyo. Perdoname. En serio. A veces me paso de rosca. Vengo de vivir mucha presión. Entendeme.
– Lógico que te entiendo, boludo. Soy el único que te puedo entender. Estuve metido en el mismo kilombo que vos, y si bien fue durante menos tiempo, yo también sentí esa presión. Pero relajate un poco. Ya pasaron varios meses.
– Sí, tenés razón -reconoció el falso Paco.
– ¿Sabés una cosa? Digo, para ejemplificarte la presión que sentí.
– Decime Goyo.
– Fue mi cumpleaños y ni me acordé.
– ¿Cuándo fue tu cumpleaños? ¿Ayer?
– ¿Ayer? Jajaja -se rió fuerte Goyo. Ayer… el 11 de febrero, boludo.
– ¿Cómo no me dijiste?
– No te digo que me olvidé.
– Ya sé, pero… por qué no me lo dijiste cuando te acordaste.
– Cuando me acordé estábamos acá, gil. Ni me acuerdo que día era y lo que menos me importaba era mi cumpleaños.
Las primeras luces del alba comenzaban a iluminar los campos de Castelnuovo del Garda, donde los durazneros se extendían en hileras ordenadas, cargados de frutos dorados. La llegada de los recolectores era un ritual que se repetía cada temporada, un desfile de camiones que traían a hombres y mujeres de diversas localidades, todos con un propósito común: la recolección del durazno. El trabajo comenzaba temprano. Con canastas en mano y sonrisas en los rostros, los recolectores se dispersaban entre los árboles. Cada uno conocía su tarea: seleccionar los duraznos en su punto óptimo de madurez, aquellos que cederían al tacto pero que aún mantenían su firmeza.
En el comienzo del camino de entrada, Laura, cuaderno en mano, iba chequeando el ingreso de las personas contratadas, preguntándoles el nombre y tildando a cada uno de ellos en sus anotaciones. Al término de la jornada, les pagaba.
El aire estaba impregnado de un dulce aroma, mezclado con el sonido del roce de las hojas y el murmullo de las conversaciones. Las variedades de duraznos en la región eran diversas: desde el Flordagem hasta el Royal Glory, cada tipo tenía su propia temporada y características. Los recolectores, familiarizados con estas diferencias, trabajaban con destreza, asegurándose de no dañar la fruta. “Devi stare attento,” decía uno de ellos mientras colocaba un durazno en la canasta con delicadeza: “un colpo ed è rovinato“. A medida que avanzaba la mañana, el sol ascendía en el cielo, calentando el ambiente y haciendo brillar las gotas de rocío en las hojas. Las canastas se llenaban rápidamente, reflejando la abundancia de “Pesca Sanguinante”. En cada pausa para descansar, conversaban compartiéndose quizá historias sobre cosechas pasadas y anhelos por una buena temporada. La recolección no solo era un trabajo, era una celebración del esfuerzo conjunto. Al final del día, cuando las canastas estaban repletas y los camiones listos para partir hacia el mercado, había una satisfacción palpable en el aire. Los recolectores sabían que su esfuerzo no solo alimentaba a sus familias, sino también a muchas otras que esperaban disfrutar del dulce sabor del durazno de Castelnuovo del Garda.
En medio de todo ese universo de optimismo mancomunado, el único protagonista que mostraba un rostro de inconformismo era el falso Paco. Pasaban los recolectores dejando los cajones al costado del camión que él y Goyo cargarían, y a cada uno lo seguía con una mirada de creciente sospecha.
– Estos gringos… no termino de sacarles la ficha.
– Pará, Paco. Es el primer día que vienen. Hay tiempo para desconfiarles. Al menos dales una semana -ironizó Goyo.
– No sé… hubo un par que me miraron dos o tres segundos más de lo recomendable. ¿Tan fisonomistas van a ser?
– A lo mejor eran putos -cerró Goyo, riéndose.
Las semanas fueron pasando, llevándose consigo el tiempo de la recolección, y, a la vez, el tiempo de descuento en el partido que jugaban Goyo y el falso Paco. Una vez concluida la recolección no les quedaría mucho por hacer en “Pesca Sanguinante”. Aun no habían conversado de ello con don Luiggi, pero se los había dado a entender en el momento de comenzar las reformas en el galpón.
– Mañana se va Laura -comentó Goyo.
– ¿Ya? -se sorprendió el falso Paco.
La pizza que les había traído Stefanía se esfumó rápidamente, habida cuenta del apetito que les despertara una jornada intensa de trabajo.
– Sí, tiene que empezar unos cursillos en la facultad.
– ¿Y el laburo que hace ella, quién lo va a hacer?
– Es apenas una semana y algunos días. Dijo que Stefanía se va a arreglar -aseguró Goyo, ya recostado en su litera.
– ¿Stefanía? Si no sabe hacer la “o” con el culo -especuló el falso Paco.
– Tampoco le están encargando las negociaciones de paz en Medio Oriente. Tiene que anotar y pagar.
El día que se volvió a Milán, Laura tenía un brillo especial. Al menos eso fue lo que creyó percibir Goyo. El muchacho de Estación Roma había tejido una simpática amistad con la chica, pero el día de la despedida sintió que algo distinto estaba naciendo entre ellos. O al menos eso fue lo que creyó sentir. O quizá, fue lo que necesitó sentir, después de mucho tiempo viviendo de una manera jamás imaginada. Su viaje soñado por el viejo continente se había transformado en un raid de traiciones, escapes y aislamiento.

– Stai lasciando, Laurita -Goyo iba mejorando ostensiblemente su italiano, gracias -precisamente- a su reciente amiga.
– Esatto, amico argentino. Verrai a trovarmi a Milano?
– ¿Trovarmi? Ir de visita, sería…
– Esatto.
– Esatto… Cercherò di andare -dijo Goyo y acarició suavemente la mejilla izquierda de Laura, que quedó como paralizada ante el gesto.
Fue un diálogo breve a la sombra de uno de los dos castaños ubicados en uno de los laterales del galpón, previo al comienzo de la zona de los durazneros. Los recolectores iban y venían con las cestas, pero ellos dos se sentían solos. Ahí mismo Goyo sintió un impulso, un envión de sensibilidad que lo abarcó de golpe. Tomó el rostro de Laura con delicadeza y le estampó un beso en la boca. Un beso suave pero lo suficientemente intenso como para dejar secuelas emocionales en ambos.
– Ti aspetto a Milano, Goyo -dijo Laura, bajando el mentón para mirarlo a los ojos con más intensidad.
El último día de recolección en la finca de Castelnuovo del Garda, el falso Paco se levantó con un presentimiento desagradable. No era la primera vez que le pasaba en los dos años y meses que llevaba en Italia. Solía ocurrirle que por la noche soñaba cosas feas, y a la mañana se levantaba con un pesimismo extremo. Si bien es cierto no había forma de ser optimista en ese contexto, el tiempo estaba pasando y ya el peligro de ser localizados por la Camorra, si bien no había desaparecido, al menos se iba extinguiendo como las brasas de una fogata nocturna ya entrada la madrugada.
– Cambiá esa cara, loco. Ya está, hoy termina la recolección, en un par de días nos vamos a la mierda. Nos subimos a un tren o a un colectivo, nos vamos a alguna ciudad con aeropuerto, y hasta Argentina no paramos -se entusiasmó Goyo.
– No sé, Goyo. Te juro que por momentos me contagia tu optimismo. Y por momentos me entusiasmo yo también. Me pongo a pensar y me digo “ya está, los tipos estos, los del clan Secondili, tienen miles de kilombos como para pensar en dos perejiles, ni se deben acordar de nosotros”. Después me acuerdo de algunas historias que escuché estando adentro y cambio de opinión.
– Sí, Paco, ya sé. El peligro ahora son los “contratistas”.
Así llamaban el falso Paco y Goyo en su argot interno a aquellos individuos que, sin formar parte de los clanes napolitanos, realizan trabajos especiales por encargo de ellos, o incluso sin encargo, toda vez que enterados de alguna fuga, operan como una especie de “cazarrecompensas”: van tras los fugados, los cazan y los ofrecen al clan a cambio de una retribución que se pacta en el momento.
– Sí, los contratistas. Y los recolectores buchones -agregó el falso Paco. No me gustaron dos, ya te lo dije. Y qué casualidad: justo son los dos que no vinieron en esta última semana.
– Pará, che. No seas paranoico. Porque te miraron dos entre cincuenta no tenés que hacerte la película. Y te miraron un par de veces, nada más. Ya te dije, para mí eran trolos. A propósito… un poco pinta de bufa tenés -bromeó Goyo.
– Sí, avisá… cualquier cosa menos bufarreta. Aparte… con que te mire uno, y una sola vez, es suficiente. Es más, ni cuenta te podés dar que te miraron. Si te van a botonear, no te lo van a decir.
– ¿Pero vos los miraste bien? Parecen robots. Estos gringos lo único que saben hacer es laburar. Están programados para eso. No les dá para otra cosa. La delación exige inteligencia y estos tipos, con todo respeto por el noble trabajo de la recolección de duraznos, tienen cualquier cosa menos inteligencia.
– A veces no sé si sos crédulo, boludo… o las dos cosas, Goyo.
Varias cosas estaban llegando a su fin: el mes de agosto, la recolección de duraznos y la estadía de los dos argentinos en la zona rural del Véneto. Goyo acomodaba sus -a esa altura- pocos efectos personales en la mochila como quien se dispone a viajar a un destino paradisíaco. Al fin y al cabo, Estación Roma lo era. Increíblemente lo era. Ese pueblo del que casi había escapado apenas ocho meses antes, huyendo de la mediocridad, hoy representaba el mismísimo paraíso al que no veía la hora de llegar.
– Don Luiggi me dijo que mañana nos lleva hasta la estación. Y de paso antes pasamos por el banco y nos paga -informó el falso Paco.
– Buenísimo. Encima que nos vamos nos llevamos unos morlacos.
– Siempre nos pagó acá, no sé porqué mierda ahora se le ocurre ir al banco. Yo no veo la hora de subirme a un tren o a un micro y salir de acá.
– ¿Cuando decís acá te referís a la finca? -preguntó Goyo.
– No, me refiero a Italia.
La despedida con Stefanía fue tan fría como lo fue el trato con ella durante toda la estadía en “Pesca Sanguinante”, excepción hecha del lapso en el cual le dispensó a Goyo una cierta simpatía, tratando de allanarle el camino a su ahijada. Una vez que Laura dejó la finca, el trato de Stefanía con Goyo volvió a ser casi burocrático.
– Immagino che lo faranno Milano -supuso don Luiggi, una vez que cerró la tranquera de la finca y se subió nuevamente a la Sporting para rumbear hacia el pueblo.
– Esatto -apenas contestó el falso Paco.
– Sono felice di averti conosciuto, spero che tu sia fortunato -agregó Luiggi. Se vuoi puoi venire l’anno prossimo.
– Grazie -respondió Goyo, mirando de reojo al falso Paco, que le devolvió una mirada cargada de incredulidad y escepticismo.
La mañana se presentaba gris y melancólica, con nubes pesadas que cubrían el cielo como un manto de incertidumbre. El aire, fresco y húmedo, traía consigo un leve aroma a tierra mojada. Las calles, habitualmente bulliciosas, parecían vacías, como si la localidad contuviera la respiración. Un faro distante parpadeaba débilmente, su luz luchando por atravesar la bruma. En una esquina, un viejo café permanecía cerrado, las sillas apiladas con desdén, testigos mudos de un día que prometía ser largo. Algo en el ambiente parecía presagiar que no solo el clima era incómodo: un misterio oculto aguardaba entre las sombras del Véneto.
– Prima andrò all’ufficio assicurazioni -avisó don Luiggi que pasaría por el seguro.
– Per cosa stai andando lì? -al falso Paco lo inquietó un tanto ese movimiento imprevisto, pues no veía la hora de abandonar Castelnuovo.
– Devo presentare la documentazione in banca.
– Capisco -respondió el falso Paco, que iba en el asiento trasero de la camioneta, mientras Goyo hacía las veces de acompañante.
Todo sucedió en pocos minutos. Aunque según lo recordaría Goyo durante toda su vida, bien pudieron ser segundos y también horas. Porque el tiempo perdió toda lógica: pareció esfumarse como agua entre los dedos, pero asimismo pareció detenerse allí, en pleno Véneto.
– Scendi, Goyo, e chiedi la documentazione a Giorgio. Lui sa già quale -indicó Luiggi sin bajarse de la Sporting.- Bene -obedeció Goyo la última orden del hombre que les había dado trabajo y refugio hasta hacía instantes. La oficina estaba ubicada en un local de dimensiones amplias, con vidriera a la calle. Era la edificación anterior a la esquina, donde se erigía otra de arquitectura barroca, sede del correo. Goyo se bajó, entró al local del seguro y le pidió la documentación de Luiggi Donatti a la joven empleada que lo atendió. – Un attimo te l’ho già dato -pidió la empleada.- Bene -respondió Goyo, que permaneció unos instantes con la vista clavada en la retirada de la joven, muy atractiva por cierto, que subió con elegancia una escalera de madera hacia el entrepiso. De pronto, el silencio de la oficina y la quietud de Castenuovo del Garda se rompieron en pedazos. Un estruendo sacudió a Goyo, que estaba de espaldas a la calle. Cuando se dio vuelta, vio a un hombre de estatura mediana, pelo castaño oscuro, pantalón claro y remera bordó, con una escopeta en la mano, mientras don Luiggi se había bajado de la camioneta y caminaba hacia atrás, temerosamente, como rogando piedad, en dirección contraria a la oficina.
– Dov’è l’altro… ti ho chiesto dov’è l’altro -gritaba a los cuatro vientos el hombre del arma, y su grito retumbaba en la quietud de la esquina.
Goyo Gandulla estaba envuelto en un estupor hipnotizante. Miraba sin entender lo que pasaba. Veía al hombre del arma girando hacia ambos lados en busca de alguien. Veía a don Luiggi que apenas balbuceaba vaya a saber qué cosa y retrocedía cada vez más lentamente. Pero no veía al falso Paco, hasta que lo orientó la voz de la empleada que vino desde el entrepiso.
– Hanno ucciso un ragazzo… nell’a maquina.
En ese preciso instante Goyo consiguió salir del estupor y pudo comprender cabalmente la situación que se había desencadenado. El hombre del arma, el de la remera bordó, había disparado sobre el falso Paco, cuya cabeza, inmóvil, asomaba por la luneta salpicada de sangre. Y a quien buscaba ese hombre -“Dov’è l’altro“-, era a él. A Goyo. En el mismísimo instante que se dio cuenta, el hombre giró hacia su izquierda, y lo vio por la ventana de la oficina del seguro. Y fue entonces que Goyo Gandulla puso en movimiento mecanismos de defensa que no suponía tener tan aceitados. Pero hay circunstancias en la vida que ponen a prueba esos dispositivos quizá inconscientes del ser humano. Se dio vuelta como un rayo, miró hacia el otro lado del mueble recepción de la oficina -“mostrador” le diría el Maplecito-, y vio que en el fondo había una puerta que daba a un patio trasero. Saltó el mueble y corrió en busca de esa puerta, de ese patio, de ese hemisferio al que debía huir si quería dejar atrás el otro, el hemisferio que no quería ni mirar, porque si se daba vuelta, la inminencia de la muerte estaría representada por aquel hombre de remera bordó empuñando la escopeta que había matado al falso Paco, y que ahora iba tras él con frenética determinación y la más mínima resistencia.
– Sta arrivando qui -gritó con terror la chica desde el entrepiso. Porta un fucile, aiutami per favore…
Como un refucilo, Goyo salió al patio de la oficina. Un patio minúsculo, con un cantero de plantas y algunas macetas, que daba a otra propiedad desconocida. Al menos desconocida para un joven de Estación Roma, distante a casi doce mil kilómetros de Castelnuovo del Garda. Trepó por encima de esas macetas y raspándose pecho y abdomen por completo contra el revoque de las macetas y paredes, dio a un techo de chapa bastante endeble que supuso el final de sus días, aun sin la necesidad de ser ejecutado por su perseguidor. Para su sorpresa, el techo estaba lo suficientemente firme como para soportar su rápido tránsito. Al llegar al extremo del tinglado, se sentó y vio que un tapial de ladrillos se le ofrecía, generoso, para desfilar con cuidado sobre él y sacarlo al predio de un taller mecánico o algo parecido. Goyo entonces se tiró, a suerte y verdad. Y sin mirar hacia atrás -en realidad no le hizo falta porque sintió ruido de manotazos a la chapa que supuso eran del hombre de la remera bordó intentando subirse al techo-, desfiló como un equilibrista por el tapial -se acordó de Oscar Wallenda cruzando el cielo de Nueva York- y se zambulló luego a una montaña de piedras tipo carbonilla, enterrándose hasta los tobillos.
Hundido en las piedras como si fuera una ciénaga de barro, giró instintivamente la cabeza hacia el techo. Pensó que su verdugo lo alcanzaba. Pero no lo vio corriendo sobre las chapas, como imaginaba.
– Ayyy… Maledizione, mi sono rotto le caviglie -escuchó el lamento que venía desde el patiecito de la oficina del seguro.
Aparentemente el hombre de la remera bordó, el de la escopeta asesina en mano, no había podido subirse al techo del taller y se quejaba de una lesión en el tobillo. Goyo se dio vuelta y vio que sólo un portón al final del terreno lo separaba de la calle opuesta. Un par de hombres parados en la entrada del taller lo miraron, tiesos, inmóviles, blancos de miedo. Arrancó su carrera hacia el hesmiferio de la salvación y en sus primeros pasos patinó. El piso estaba humedecido por la tenue llovizna del día, y las suelas de sus zapatillas se habían desgastado demasiado en los meses de la recolección. Se incorporó como pudo y siguió, rumbo a lo desconocido. No sabía para qué lado quedaba la estación de trenes y colectivos, y además, dedujo con lucidez instantánea que si había un lugar donde iría a esperarlo su perseguidor -e incluso algún acompañante- era precisamente la “Stazione”. En su alocada carrera trataba de pensar cómo seguir su huida. Dobló en una esquina de edificios semi modernos, y al visualizar el final de la cuadra, vio un camión que le pareció conocido. Efectivamente, era uno de los camiones que solían ir a buscar cajones de duraznos a “Pesca Sanguinante”. Corrió hasta ese camión aun barajando la posibilidad que el conductor del mismo podría ser uno de los posibles delatores. Pero la suerte estaba echada.
– Ciao ragazzo… cosa ci fai qui? -dijo Florin, un simpático rumano que salía de un bar y se aprestaba a subir a su camión.
– Ho perso il treno e volevo chiederti se mi portavi -preguntó Goyo absteniéndose de informarle su destino, ya que a cualquier lugar que se dirigiera Florin, Goyo iría, pues lo que buscaba era huir lo antes posible de ese pueblo.
– Vado a Milano, per te va bene?
– Benísimo -respondió Goyo, que si había un lugar en el mundo adonde quería ir en ese momento era precisamente Milán.
La llovizna se había convertido en una lluvia copiosa, y mientras Florin se acomodaba en su asiento, Goyo ya estaba sentado en el del acompañante, tratando de no demostrar la enorme ansiedad que lo consumía. A medida que el camión avanzaba, miraba hacia todos lados y rezaba por no localizar en ninguna esquina a aquel hombre de la escopeta. Aún no había tenido tiempo para tomar real conciencia del pésimo saldo de aquella mañana en el Véneto. Florin se encargaría de refrescarle la memoria.
– E il tuo compagno? Dove stai?
Una daga emocional se hundió en el pecho de ese muchacho argentino inmerso en una pesadilla sin fin. El amigo providencial que le había ofrecido la vida en medio de tanta angustia inesperada, yacía -casi seguro muerto- en el asiento trasero de la Fiat Campagnola Sporting de don Luiggi. Vaya a saber el revuelo que se habría armado en esa esquina. Pero aun Goyo no podía darse el lujo de la tristeza. Imploraba por dentro que Florin no pasara cerca de la escena del crimen, ya que seguramente se detendría, sea por simple curiosidad o por ver a don Luiggi en el lugar.
– Il mio compagno stava andando a sud, a Napoli -mintió Goyo.
La ruta hacia Milán consumía sus primeros kilómetros, y aun sumido en una profunda angustia, Goyo tuvo la suficiente agudeza mental como para proceder a una maniobra doblemente necesaria. Su mochila había quedado en el asiento de la Sporting, pero afortunadamente llevaba siempre su celular en el bolsillo del pantalón. Lo sacó, buscó el contacto de Laura, lo memorizó con la misma regla nemotécnica que utilizaba para recordar los números -de dos en dos-, y luego abrió la ventanilla.
– Che cos’è? -le preguntó a Florin, indicándole el lado izquierdo de la ruta.
– Immagino che i pannelli solari -contestó el rumano.
Y mientras lo distrajo con eso, Goyo revoleó el celular por la ventanilla. Si sus perseguidores lo iban a rastrear, al menos ahora no la tendrían tan fácil.
FIN DEL CAPÍTULO Nº14