Por Pablo Rozadilla
11.10.2017/ 20.30 Dice Alejandro Dolina, con esa fina y a la vez profunda ironía que lo caracteriza, que el éxito de los mundiales de fútbol se basa en el odio entre los pueblos. Esa necesidad chauvinista de sentirse superior, mejor o por encima del país rival, ya sea vecino en la geografía o enemigo en la historia. Por eso los mundiales convocan a su platea televisiva a sectores de la comunidad que solamente cada cuatro años se sienten atraídos por la pelota. Aparecen allí entonces las vuvuzelas, los gorros arlequines, las pinturas celestes y blancas en los rostros, las cábalas, las picadas con cerveza y las promociones de las casas de electrodomésticos. Y si bien la Eliminatoria no abarca en su desarrollo toda esa convocatoria, el partido decisivo ante Ecuador tuvo todos los ingredientes necesarios para configurarse en una categoría similar. Se trataba de la puerta misma que, o bien se abría definitivamente camino a Rusia, o bien se cerraba originando vaya a saber qué clase de hecatombe.
La carga de todo ese espectro pasional que implica la ansiedad de tanta gente, que comprende la puja emocional de millones de personas, que involucra tanta necesidad de satisfacción individual a partir de un espectáculo deportivo, recae siempre sobre los futbolistas. En todas partes del mundo, pero sobre todo en aquellos países que se ven desbordados por esa pasión. Y sobre todo en el nuestro, donde esa pasión parece ser exponencial al resto del universo. Semejante mochila, encima, en el caso de la selección nacional, está puesta en la espalda de un solo futbolista. Ni más ni menos que por obra y gracia de ese mismo futbolista, que supo destacarse tanto del resto de sus compañeros, que se las ingenió tan hábilmente para ser el mejor de su época y uno de los mejores de todas las épocas, que la mochila, en vez de repartir su carga entre por lo menos los once que salen a la cancha, se clavó enterita sobre sus hombros.
Entonces Messi –por supuesto, de él hablábamos- tuvo que portar en la noche definitoria, una mochila que contenía: la posibilidad de quedarse afuera de un mundial después de 48 años, la presión por la llamativa falta de gol de la selección en esta Eliminatoria, los vaivenes institucionales de la AFA, los cambios de tres entrenadores en poco tiempo, los bajones futbolísticos de muchos de sus compañeros (que encandilan en todas partes del mundo pero a veces parecen oscurecerse con la albiceleste), la altura de Quito y sus bemoles, las suspicacias por la definición que podía darse en otros escenarios, la amenaza de lapidación que la corporación periodística blandía en sus manos para azotar sin piedad a esta generación de futbolistas en caso de una eliminación, la subsistencia del reproche por las tres finales perdidas en los últimos años, la eterna e improductiva comparación con Maradona, y varias cosas más que agregaban peso a esa imaginaria mochila. Como esas que siempre salen a relucir cuando las cosas van mal: que no canta el himno y no paga todos sus impuestos. Aunque el himno casi siempre se toque sólo en su parte instrumental antes de los partidos, y aunque el fisco gambeteado no sea el nuestro (y la maniobra no lo tenga como responsable principal). En fin…
Con toda esa carga salió al césped de Quito este muchacho rosarino. Y encima a los pocos segundos, le agregaron peso a su mochila: gol de Ecuador. En el momento preciso, en la situación adversa que lo requería más que nunca, a la hora señalada, se sacó la mochila de encima a base del único argumento imposible de refutar: el talento. En tiempos donde el prestigio deportivo, político o social de una figura pública parece estar a tiro de meme, Messi sigue esquivando no sólo rivales sino también el facilismo y la ligereza propia de ciertos mecanismos de la aldea global.
A veces la historia suele presentar casualidades. O no. Así como un notable artista argentino con reconocimiento internacional, fue y sigue siendo objeto de discusiones (aunque hayan pasado más de 25 años de su muerte), Messi rinde examen en cada partido para eludir no sólo rivales, sino también para sacarse de encima la polémica. Aquel artista argentino tenía el mismo nombre del escenario donde Messi realizó su última proeza: Atahualpa.