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Los Simuladores: un mundo con lógica propia

Un amigo me comentó, allá por el 2002, que había empezado un programa de televisión en Telefé que le parecía muy bueno. Innecesariamente desconfiado de esa posibilidad, me mostré incrédulo. El tiempo le daría la razón a mi amigo, y yo, lejos de sentirme contrariado por aquella desconfianza inicial, preferí utilizar esa energía en algo más positivo: convertirme en un fanático de dicho programa, a punto de considerarlo lo mejor –por lejos- que ha dado la televisión argentina en su historia.

Me refiero a “Los Simuladores”, un clásico de nuestra pantalla chica, ideado por el brillante Damián Szifrón, y protagonizado por el cuarteto de personajes más heterogéneos y aceitado de la ficción nacional: el multifacético Emilio Ravenna (Diego Peretti), el periodista devenido en investigador Gabriel Medina (Martín Seefeld), el ex combatiente encargado de la técnica y movilidad Pablo Lamponne (Alejandro Fiore), y el cerebro del grupo, Mario Santos (Federico D’Elía).

A riesgo de resultar anacrónico, escribiendo sobre una serie que terminó hace quince años, esta crónica no constituye un análisis especializado de la laureada historia, ni el desmenuzamiento de su contenido -tratando incluso, como hicieron algunos personajes mediáticos, de cuestionar la originalidad de la idea (algunos acusaron a Szifrón de pergeñar un camuflado plagio de Brigada “A”)-, como así tampoco emprender la descripción caracterológica de sus personajes. Es simplemente un detalle de sensaciones, pareceres y opiniones que brotan en mi teclado luego de ver nuevamente las dos temporadas disponibles en Netflix (ambas en un lapso de tres días).

Cada episodio es un lujo de guión, de producción y también de actuación. Pero si tuviera que hacer un repaso rápido de los capítulos a mi criterio más salientes (o por lo menos, aquellas historias que me parecieron mejor logradas) me vienen a la memoria rápidamente tres: “Los impresentables”, cuando una joven siente vergüenza de presentar sus padres a la acomodada familia de su novio, “El matrimonio mixto”, episodio en el cual los Simuladores tratan de despejar el panorama de preconceptos y prejuicios religiosos entre dos familias, una católica y otra judía, en pos de ayudar a una pareja de novios, y “El último gran héroe”, capítulo en el que se adosa a la historia del grupo el personaje de Franco Milazzo, participante de un falso reality show que luego seguirá como personaje con historia paralela a los casos puntuales que se irán resolviendo. Estupenda participación de Santiago Bal en ese episodio.

Luego, si tuviera que enumerar aquellos pasajes que me provocaron el pico de carcajadas –al punto incluso de sufrir súbitos accesos de una incontrolable tos- quizá coincida con la mayoría de los seguidores de la serie –que son muchos y no sé si reciben algún adjetivo identificatorio-, y recuerde particularmente tres. El inolvidable párrafo de Cacho Espíndola al presentar a su hijo Javito en el cumpleaños de su consuegro (“así como lo ve, con esa cara de b….., se clava cinco p…. por día”), las dos celebradas composiciones poéticas de Medina (una en el zoológico y otra en la juguetería del señor Simón), y la bizarra presentación del sobrino de Satanás en la fiesta de Millenium TV, personificando al personaje de “La Criatura”, quien profiere ante las damas de beneficencia un eructo interminable.

Probablemente en este último caso se resuma buena parte del secreto de “Los Simuladores”. No fue un programa cómico, pero hacía reír. Y en situaciones como las descriptas y en tantas más, hacía reír mucho. Macedonio Fernández decía que “el humor es sorpresa intelectual”, y Alejandro Dolina refuerza la idea en “Crónicas del Ángel Gris”, apuntando que “el humor es como la sal: la comida sin sal es desagradable, pero mucho peor es comer sal sola”. Además, cuanto mayor sea la adustez de un contexto, mucho más graciosa resultará la conducta que se salga del mismo (volviendo al eructo de “La Criatura”). Entonces Szifrón y sus coguionistas supieron siempre dotar a la ficción de un ambiente serio, un entorno formal, un contexto si se quiere hasta dramático, para que lucieran destellantes los arrebatos humorísticos, los inolvidables gags, las legendarias intervenciones hilarantes (“¿No hay un piquito para mí?”, preguntaría Jorge Velazco, directivo de “la Lechera S.A.” en su segunda aparición en la serie). Como ejemplo de este intento explicativo del humor “simulador”, ¿puede resultar algo más gracioso que el tour de jubilados a Las Toninas que emprende Medina para distraerse?

Las actuaciones de los cuatro protagonistas son lo suficientemente sólidas y reconocidas como para ahondar mucho en ellas. Sólo me atrevería a aportar que las caras de Lamponne, las excentricidades de Santos, la versatilidad de Ravenna y la desopilante sensibilidad de Medina (con una segunda temporada memorable), ya forman parte de la antología de la televisión argentina. Pero también son destacables algunas actuaciones unitarias que dejaron huella. Tal el caso de César Vianco como el estafador Franco Milazzo, o el de Alejandro Awada como el detective privado Marcos Molero, o el de Pepe Monje como el policía Loyola. También Gabriel Goity como Jorge Torelli, el falso Plotkin de “El Pacto Copérnico”, que le valiera un Martín Fierro a la mejor participación especial masculina en ficción, al igual que a Luis Luque por su actuación en “Z9000”. Y muchos aportes más, como el de Ricardo Morán y su increíble Hombre Abeja en el episodio titulado “El Vengador Infantil”.

Otro apartado lo merece la exquisita, ecléctica y trabajada musicalización. En la banda musical de “Los Simuladores” pueden convivir Piazzolla, Paolo Conte (un italiano que de sólo escucharlo, en nuestro país se asocia a la serie de Szifrón), Gilbert O’Sullivan, los Beatles, Frank Sinatra, ABBA, Mozart, Supertramp (inolvidable escena de la fuga hacia Ezeiza de Osvaldo Santoro en “El testigo español” con “Good Bye Stranger” de fondo), Michael Jackson, Bonnie Tyler (“I Need a Hero”, cortina del falso reality con el que “embocan” a Milazzo), Ennio Morricone, Sandra Mihanovich (“Puerto Pollensa” en los auriculares de Medina), Beethoven, Bach, The Doors y hasta el “supercalifragilisticoespialidoso” de Mary Poppins (icónica escena de los cuatro viajando hacia Entre Ríos, alternando la música según quien maneja).

Algunos pasajes célebres se han viralizado en la era de las redes sociales, como el alegato de Máximo Cozzetti (alter ego de Ravenna) en el juicio al manager de modelos Manuel Garriga (Jean Pierre Noher), eje central del capítulo “El debilitador social”. El texto de Ravenna en esa secuencia muestra la filosa, profunda y penetrante visión del guionista hablando de la crueldad del capitalismo y su necesidad de “mentes débiles a las cuales empujar al consumismo”. Esa profundidad queda también expuesta en la catarsis del propio Ravenna parado en la cornisa del edificio donde se lleva a cabo la gala de Millenium TV, metiendo el dedo en la llaga para desmitificar la supuesta carrera ascendente a la que son estimulados los empleados de algunas grandes y monopólicas empresas multinacionales.

Cada fanático tendrá su propio ranking de escenas inolvidables, de personajes legendarios (la pintoresca Brigada B, concepto luego aplicable a cualquier grupo de personas que hacen un trabajo en reemplazo de los que acostumbran hacerlo), de frases inmortales, de capítulos preferidos y de referencias a clásicos del cine. En lo que creo que todos podremos coincidir es en decir que ver “Los Simuladores” es entrar en un universo distinto. En un mundo con una lógica propia en la que cualquier atisbo de inverosimilitud argumental se cae por el propio peso de la mística del programa. El escritor norteamericano Orson Scott Card ha dicho que “todas las historias son ficciones: lo que importa es en qué ficción crees”. Los fanáticos de “Los Simuladores” creemos en la ficción de Santos, Ravenna, Medina y Lamponne que nos propone Szifrón.

El celular suena con las primeras notas que Piazzolla tiró en el pentagrama de “Citté Tango”. “Sí… está bien… voy para allá”. “Allá” es donde queda el mundo de “Los Simuladores”. Un mundo cuyo big bang lo eclosionan cuatro hombres en sobretodo, caminando sobre el empedrado y bajo la lluvia. Un mundo en el que todo está bien, y si no lo está, ellos harán un presupuesto del que los beneficiarios pagarán exactamente el doble, por la logística y la mano de obra. Luego, el problema estará arreglado cuando aparezca Santos con un habano y pregunte: “Disculpe… ¿fuego tiene?”.

Pablo Rozadilla

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