Los sueños de un muchacho de pueblo han inspirado a muchos cineastas. Y no sólo en esta parte del mundo, en la que se puede suponer que abundan las almas soñadoras, sino también en el norte poderoso. Tomemos por ejemplo dos películas que a su manera y dentro de sus respectivas y remotas pertenencias (una del omnipotente mundo de Hollywood, la otra del cine nacional), abordan el tema de los sueños pueblerinos, con particularidades que las emparentan bastante: “Cowboy de Medianoche” de John Schlesinger, y “Soñar, soñar” de Leonardo Favio.
Todo por dos, pero no pesos. Porque supongo que mucho más que eso habrá gastado John Schlesinger y otro tanto (menos, por cierto) el genial cineasta argentino Leonardo Favio (maestro de maestros), a la hora de filmar sus respectivas películas. Una de 1968, la yanqui, otra de 1976, la nuestra. Aquella, nominada a siete Oscar de los cuales ganó tres (mejor película, mejor director y mejor guión adaptado). Ésta, condenada al oprobio de la crítica en su tiempo, hoy considerada “de culto”, luego del ridículo barniz intelectualoide que a veces matiza algunas expresiones artísticas. “Cowboy de medianoche” (bautizada en estos pagos como “Perdidos en la noche”, quizá para que no creyéramos que se trataba de un western nocturno), basada en la novela del mismo nombre de James Leo Herlihy, “Soñar, soñar”, basada en la frondosa imaginación del “muchacho soñador” nacido en Luján de Cuyo bajo el nombre de Fuad Jorge Jury, que escribió el guión en tres días, a partir de la historia de un tipo que cruzó una vez, y que hacía un número artístico simulando ser ventrílocuo con un enano escondido en una maleta.
Todo por dos
El muchacho soñador de pueblo. Uno, Joe Buck (oriundo de Texas), el otro, Carlitos Irrazábal (empleado municipal de algún pueblo perdido en el interior del país). Es decir, Jon Voight y Carlos Monzón.
El amigo ocasional que le promete llevarlo hasta el éxito. Uno, “Ratso” Rizzo (oscuro noctámbulo de Nueva York), el otro, Mario “el Rulo” (artista vagabundo con un fonógrafo al hombro, ofreciendo mediocres números de fonomímica por los pueblos). Es decir, Dustin Hoffman y Gianfranco Pagliaro.
El sueño de conquistar la gran ciudad. En el caso de Joe Buck, para ser un “gigoló” sobre cuyos pies caigan las damas más acaudaladas de Nueva York. Por el lado de Carlitos Irrazábal, para treparse a las marquesinas del espectáculo (“Ya una vez me sacaron en el diario, con foto y todo, mire. Ve, aquí dice: ´Al vecino Carlos Irrazábal lo pateó un equino´. Ve, con foto y todo, porque me pateó un caballo. No… si a mí siempre me gustó esto de ser artista”).
El sueño de salvarse, de embocar una alguna vez. “Ratso” Rizzo, desde su endeblez física y a pesar del escepticismo anclado en la triste mueca de su rostro, permitiéndose imaginar un paso al frente apadrinando a Joe Buck. Y Mario “el Rulo”, llevando a Carlitos a los castings, pero tratando de que lo elijan a él.
La ciudad de los sueños. Nueva York y Buenos Aires. Una más impiadosa que la otra.
Candidez y picardía
Tanto en una como en otra película (las cuales, por si no quedó claro, no están siendo comparadas), queda reflejada la ingenuidad del que sueña un destino de grandeza, y la picardía del que lo apuntala pero busca cada tanto sacarle una ventaja, aunque también en los dos casos, con una maldad que a veces inspira ternura. En las dos historias se da la misma relación fraternal entre el ingenuo y el vivo, entre el cándido y el atorrante (aunque en Nueva York no creo que haya trabajado la firma A. Torrans, cuyos caños servían de refugio a los vagabundos porteños y originaron el término), entre el inocente y el piola. Y en los dos casos el recorrido es el de un par de trashumantes surcando anónimamente la gran ciudad en busca de un éxito al que no le pegan ni de casualidad.
La valija de Joe Buck, de Texas a Miami
“Perdidos en la noche”, según dicen los que realmente saben, marcó una época en el cine norteamericano. Sobre todo por la visión descarnada que ofrece de una ciudad en la que conviven personajes de todo tipo, y en la que, a medida que transcurre la historia, el soñador de Texas va tomando conciencia del sitio al que ha llegado. Y tanto las escasas pertenencias como los sueños que cargó en su particular valija (tapizada con cuero de vaca) se van ensuciando y mellando en ese particular camino que recorre junto a un ladrón de poca monta como “Ratso” Rizzo, y que terminan llegando en micro a Miami. Otra de las joyas del film: el tema de Harry Nilsson, “Everybody’s talking”, que integra la banda sonora.
Leonardo Favio, siempre el mismo
Recuerdo la calificación de las películas que hacía la revista Gente, poniendo tantas letras de su propio nombre como si fueran estrellas o puntos (no sé si aún la hace). Así, GENTE, GENT., GEN.., GE… o G…. implicaban una escala descendente de calidad cinematográfica. La primera vez en mi vida que vi una calificación ….. (o sea, ausencia total de letras) fue con “Soñar, soñar”. Y como mi único contacto con esas películas era ese, o sea lo que decía la revista Gente, lo tomé como una verdad revelada. Gracias a Dios tenía sólo 10 años en ese entonces, y el tiempo me dio la oportunidad de ir conociendo a ese mágico artista popular argentino. Y entender también que aquella ignominiosa calificación de su película tenía que ver seguramente con que en 1976 elogiar a un peronista no hubiera sido “políticamente correcto”. En fin… La percepción que la crítica y los espectadores argentinos tienen de las cosas parece pendular desde el desprecio a la sublimación, vaya a saber a partir de qué mecanismo social. Pero Leonardo Favio siempre fue el mismo. Por suerte, para la cultura popular argentina.
“Soñar, soñar” es una hermosa película. Con pasajes memorables, a saber: Gianfranco Pagliaro atándole los ruleros a Monzón, y éste entrando a la Municipalidad el día siguiente con los rulos al viento ante la mirada de todos. La escena donde Mario “el Rulo” se baja del colectivo en pleno centro de Buenos Aires al grito de “Carmen, Carmen…”, y resulta que Carmen es… (no, a veces la dan en Canal 7, no quiero romper la magia de esa escena). Y la permanente disputa entre Mario “el Rulo” y un enano al que le desea “ojalá crezcas y se te termine el negocio…”. Y es tan grande Favio que para mí logra la mejor actuación de Monzón en el cine. Qué se yo, a mí me resulta creíble el personaje. De última es materia opinable.
El porqué de las similitudes
Que Favio debe haber visto la película de Schlesinger, no caben dudas. Pero de allí que se haya inspirado en ella para su historia de “Soñar, soñar”, no puedo ni sospecharlo. Además, imaginación y creatividad siempre le han sobrado. Por otra parte la historia de Mario “el Rulo” y Carlitos Irrazábal es bien argentina. Así que respondiendo al interrogante de este subtítulo, digo con autoridad: no sé.
Lo que sí sé es que mirar cualquiera de las dos películas me resultó un ejercicio saludable para la mente y para el corazón. Corazón, ese músculo que parece bombear los sueños. Sueños, esas ilusiones que tanto Schlesinger como Favio, han sabido filmar.