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“El Viaje de Goyo Gandulla” – Capítulo 7: NURIA

(Tiempo aproximado de lectura: 19 minutos).

Boludo… qué cagada -se lamentó Petaca al salir del antro que oficiaba de despacho del encargado.

¿Qué cagada qué cosa? -preguntó Goyo, casi gritando, en medio del caos de gente que iba y venía por los pisos de El Rulero.

Te tiró onda la francesa -Petaca le explicaba gritándole también, pero al oído.

¿Te parece? Yo no creo.

Sí, boludo. Yo lo vi, no me lo contó nadie. La francesa no saluda a nadie. Ni hablando, ni con la mano, y mucho menos responde con un beso. Y a vos te lo dio, y se te quedó mirando, y hasta te encontró parecido al Flaco Spinetta, que yo no me había dado cuenta, y es cierto.

La muchedumbre ondeante de los semicírculos del bar se asemejaba a la estela que va dejando en el mar una moto de agua. Petaca iba adelante y detrás suyo Goyo, que empezaba a sentirse culpable de algo que él no había generado.

¿Vos me estás jodiendo, Peta? Decime que es una joda de principiante que me hicieron vos, el Suru… y capaz que la piba también.

Ninguna joda, Goyo. Cero joda -se dio vuelta en medio de la escalera y le hizo el cero con el índice y el pulgar de la mano izquierda.

Pero yo no le tiré onda ni nada. Apenas me paré y la saludé con respeto. ¿Vos decís que no tendría que haberle dado un beso?

No, vos no tenés nada que ver. Vos no hiciste nada. Vos estabas ahí, la mina te vio, y le gustaste. Me di cuenta. Y el Suru también, le vi el gesto cuando la francesa te devolvió el beso y te dijo eso de que sos parecido a Spinetta.

Petaca terminó su slalom esquivando gente y salió a la vereda, donde cientos de personas pugnaban por ingresar, como si en el interior de ese reducto hubiera algo interesante, algo que no fuera gente que ya había logrado ingresar a un lugar donde nada interesante estaba ocurriendo.

Che… pero… ahora me siento mal, Peta. Capaz que no tendría que haberle tirado el beso a la mejilla. Te juro que ni la miré, casi. Vi que era una chica joven, pelo lacio lindo, ojos celestes, buena presencia… lindas patas, la verdad.

Ah… menos mal que no la miraste -razonó Petaca.

Sí, bueno… la observé, pero te juro que no le tiré onda ni la miré haciéndome el langa. Fui respetuoso, la miré y nada más. Pero… perdoname. ¿Cuál vendría a ser la cagada? Porque apenas salimos de la oficina del Suru vos dijiste “qué cagada”. ¿Cuál sería la cagada que la mina me tire onda?

El Suru le va a contar al macho de la francesa.

¿Vos decís? ¿Tan botón va a resultar el Suru?

No, pero… sino le cuenta, el macho se va a terminar enterando, y eso para el Suru va a ser peor.

No entiendo nada, Peta. ¿Me explicás?

Afuera, la noche era más fría que un rato antes, cuando Petaca y Goyo ingresaron a ese bar. Petaca miraba para ambos lados, como buscando a alguien o a algo. Goyo no entendía mucho, por no decir nada. Hasta hace un rato era una noche tranquila. Su primera noche en España. Su primer día. Su primer sábado. Y ahora, uno de sus amigos romeños anclados en Valencia, se mostraba preocupado por una situación que Goyo no alcanzaba a comprender. Sólo había saludado con un beso a una chica.

Vení, Goyo. Vamos a aquel bar a hablar tranquilos -indicó Petaca.

Este nuevo bar, ubicado enfrente de El Rulero, era verdaderamente un bar, y no un caos inexplicable e inentendible. Ambiente tranquilo, de luz tenue, con varias mesas ocupadas pero en las que reinaba una conversación discreta. No había mozos vestidos de vikingos, ni oleadas de personas pugnando por un lugar.

Eh, Peta… perdoná que te lo pregunte otra vez. ¿Esto no es una joda, no? Porque me parece excesivo todo. Tus comentarios, la forma en que saliste del Rulero ese, tu preocupación. ¿No es joda?

No, Goyo. No. No es una joda. Es en serio. Y en cierta forma es mi culpa.

Bueno. Ahora entiendo menos que antes.

Sí, porque te hice entrar al pedo en esa oficina. Todo para sacar chapa que yo conocía al encargado. Nunca pensé que esta piba te iba a tirar onda. No porque vos no te lo merezcas, pero no asocié una cosa con la otra.

¿Qué cosas? -preguntó Goyo.

A vos y a la mina.

Dicho sea de paso… hay dos cosas que todavía no sé.

– ¿Qué van a ordenar? -preguntó el mozo que se acercó a la mesa.

Yo una Coca. ¿Vos Goyo?

También. ¿Pepsi no tienen?

No, sólo Coca -aclaró el mozo con gesto amable pero escueto.

Bueno, dos Cocas entonces -confirmó Petaca.

En este bar las personas podían dialogar sin gritar, aunque algunas soltaban medidas pero sonoras carcajadas. Sin embargo ninguna de ellas se desconectaba de sus compañeros de mesa. No trasponían esa frontera de intimidad, dejándose llevar por apariencias o diálogos provenientes de las otras mesas.

Perdón. Me hablaste de dos cosas que no sabías. ¿Cuáles son? -retomó la charla Petaca, mientras su gesto de preocupación se disipaba pero lentamente.

Sí. Primero… ¿por qué le dicen la francesa si la piba es más argentina que el mate? Lo deduje apenas abrió la boca.

Sí, es argentina. Porteña. De Parque Patricios, para más datos. Le dicen la francesa porque estuvo en París un tiempo, y cuando llegó acá los empleados del Rulero creían que era francesa, pero la piba es argentina, sí. Aunque el nombre, Nuria, es más bien gallego, la piba es argentina. ¿Cuál es la otra?

¿Quién es el macho? ¿Putin?

No, no es Putin. Pero tiene la misma nacionalidad y es un poco más pesado que Putin. Yo te diría, para que te dés una idea, que sería preferible que te tire onda la mujer de Putin antes que esta mina.

Eeeehhh… ¿para tanto?

Sí, escuchá esta historia.

Vladimir Dimitri Dasáyev. Nacido en Astracán, Rusia. 49 años. De origen humilde, en virtud de su coraje, arrojo y estado físico, fue subiendo escalones en la estructura de una de las corrientes más peligrosas, temidas y osadas de la mafia rusa: los Vori y Zakone, los “ladrones en la ley” surgidos en la época zarista. Los tentáculos de esta vertiente mafiosa se extienden a todas las esferas del poder, ya sea política, económica, empresarial, financiera y hasta deportiva. Dimitri, alias Dasa, fue atravesando todos los estadíos de la jerarquía mafiosa hasta llegar a “brigadier”, un rango que puede parangonarse con el “caporegime” de la Cosa Nostra siciliana, ya que ambos manejan un grupo de hombres, los que a su vez responden a una jerarquía superior.

Dasa -dijo Petaca, mirando a los ojos a Goyo.

¿Estás resfriado?

No. Dasa… es el nombre del macho de Nuria.

¿Dasa? ¿Y es muy pesado? -preguntó Goyo con cara de miedo.

Muy. Es uno de los capos de la mafia rusa. Narcotráfico, delitos bancarios, secuestros extorsivos… lo que te imaginés.

¿Y Nuria es su esposa, su novia… o su amante?

Es una de sus tantas parejas. Estos tipos tienen más que un harén. Y las celan a un nivel que vos no podés concebir.

Ajá. Listo. Ni se me ocurre darle bola. Listo. Ya está. No pensaba darle bola, pero ahora menos que menos. Listo. No hay problema. Mensaje recibido. ¿Ahora podés cambiar esa cara de cagazo que tenés?

Vos no entendés, Goyo. O mejor dicho, no sabés.

¿Qué cosa no sé?

No sabés quién es el tipo, y no sabés cómo es la mina. Esta piba, cuando le gusta un tipo, no para. No la detiene nada. Esta piba te va a ir a buscar.

¿Adónde? ¿Sabe dónde viven ustedes?

No, pero lo va a averiguar. Y te va a encontrar.

Y yo no le voy a dar bola. Listo.

No funciona así, Goyo.

Pero la puta madre… ¿Cómo funciona entonces? Una mina me quiere voltear. Yo no quiero. Se lo hago saber y punto. Listo. Se terminó. Y si don Dasa se entera de algo, yo le explico que no pasó nada.

Mirá. Te explico para que tengas conocimiento. Nuria se calienta con los celos de Dasa, y por lo que tengo entendido, a Dasa lo calienta el perfil de atorranta que tiene Nuria. Entonces es un morbo recíproco que se genera. Y en ese morbo, los únicos que la pasan bien son ellos, y los únicos que la pasan mal son los tipos como vos que quedan en el medio. ¿Entendés, Goyo?

Pero yo no voy a quedar en el medio de nada, Peta. Ya te dije, no le voy a dar bolilla. Por más que me vaya a buscar a Roma… me refiero a Roma nuestro pueblo… por más que me persiga hasta abajo de la cama, yo no pienso darle bola. Pero che… ¿apenas la saludé y ya me persigue la mafia rusa? Dejémonos de joder…

Aunque no lo creas, es así.

No, dejame de joder, Peta. Aparte… ¿por qué estás tan seguro que me tiró onda? Si solamente me dijo que yo era parecido a Spinetta. ¿Eso te da la pauta que me va a querer coger? Yo no lo entiendo. ¿Y si le preguntás al Suru? Capaz que él te dice que nada que ver, que no es para tanto.

No hace falta, Goyo. Ya le vi la cara.

¿La cara… tan expresivo es?

Mirá. ¿Escuchaste hablar de Paco Rivas? El caso tuvo mucha repercusión, capaz que en Argentina se conoció la noticia…

No, ni idea, Peta. ¿Paco Rivas? No, contame -respondió Goyo con una mezcla de fastidio y hartazgo. A ver…

Según narró Petaca, Paco Rivas era un joven valenciano, cercano a los treinta años. Un joven bien parecido que tocaba la guitarra en un tablado flamenco para ganarse la vida, pero a la par era el líder de una banda de rock cuyo repertorio abarcaba fundamentalmente un tributo a dos míticas formaciones rockeras, esto es Led Zeppelin y Deep Purple. La banda de Paco se llamaba -poco ingeniosamente- Led Purple. Nuria, que por entonces trabajaba en “San Petersburgo”, uno de los restaurantes propiedad del Dasa en España, lo vio tocar en un festival a beneficio, y al término del show fue “a por él”. El muchacho, lejos de negarse a la seducción de ella, aceptó el convite romántico, cautivado por la figura sensual, la mirada sugestiva y la voz dulce de la argentina de Parque Patricios. Luego de un par de salidas, apenas, en la rutina de Paco empezaron a pasar cosas raras: se le cortaba la luz del departamento donde vivía de manera repentina y sospechosa, encontraba manchas de sangre en el pasillo de su piso, lo seguían dos hombres misteriosos por la vía pública, cuando iba caminando le caían huevazos sorpresivos desde algún edificio cercano, y algunas menudencias más por el estilo. Lejos de vincular esos extraños sucesos a su romance con Nuria, inocentemente él se los comentaba a ella, quien parecía entrar en éxtasis al escucharlos. Paco, a su vez, le contaba a sus compañeros de banda, tanto de los hechos extraños que le pasaban como también del efecto que la narración de esos hechos provocaban en Nuria.

Oigan… que esa chavala se enciende cuando le narro lo de las persecusiones, los huevazos y toda esa mierda. Está loca, pues… pero qué bien le sienta esa locura. Que esta Nuria me está volviendo loco también a mí…

Petaca contaba que al cabo de un mes de romance, Paco Rivas iba a experimentar un suceso inenarrable. No por sus características espectaculares, sino porque jamás podría contarlo. Luego de un show de Led Purple, y cuando caminaba de madrugada hacia su departamento en Extramurs, Valencia, Paco fue visto por última vez con vida. Nunca se supo su paradero. Luego de una intensa búsqueda, la Policía de la Generalitat Valenciana lo dio por desaparecido. Nuria fue citada a declarar como testigo, pero fue muy poco lo que aportó. Los amigos de Paco la señalaron como alguien que podía saber mucho más sobre el paradero del desaparecido joven, pero la justicia española, sospechosamente, jamás volvió a molestarla. De un día para el otro Nuria viajó a Madrid, regresando a Valencia recién muchos meses después. Tenía el cabello más largo, se vestía de una manera diferente, y comenzó a trabajar en “El Rulero” -Dasa era amigo del propietario argentino-, demostrando claramente que no le pesaba en absoluto su historia con Paco. Al contrario, cuando alguien osaba preguntarle por el tema, ella directamente le hacía referencia a su vínculo con Dasa.

Tú, argentina… Que soy amigo de Paco Rivas. ¿No sabes nada de él? Digo, porque se te ve muy alegre… quizá tuvisteis noticias de él -le reprochó un amigo de Paco al verla una noche atendiendo las mesas de “El Rulero”.

No, no tuve noticias… De quien sí tengo noticias es de Dasa. ¿Quieres hablar con él? Pues, si necesitas una entrevista yo te la consigo.

La historia de Paco Rivas narrada por Petaca era por demás de contundente, e ilustraba de manera certera el poder de Dasa, y por ende, el perfil de Nuria, quien lejos de sentirse incomodada con la situación, era capaz de hacer frente a cualquier clase de reproche social que pudiera caer sobre ella.

Ok -resopló Goyo. Lo tengo claro. Mejor ni arrimarme a Nuria.

Petaca Navarro se sumió en un silencio de resignación. Estaba visto que Goyo Gandulla no terminaba de comprender cabalmente la situación en la que se veía envuelto. Parecía una historia de serie nórdica de Netflix, pero era la más pura verdad. Sin dudas una buena dosis de mala suerte le había dado una inesperada bienvenida al muchacho recién llegado de Estación Roma.

No, Goyito. No tenés que esperar que ella se te arrime. Mejor huir de Nuria antes que eso suceda. Porque si se te arrima va a ser tarde. ¿Entendés?

No sé, Peta. ¿No llevo un día en España y ya tengo que escaparme? Ponete en mi lugar. Es todo muy extraño.

Sí, te entiendo Goyo. Te entiendo. Pero entendeme vos a mí: si yo no te advierto de la situación, me lo puedo llegar a reprochar mucho el día de mañana. Tuviste mucha mala leche, indudablemente. Pero ahora ya está.

¿Ya está qué, Peta?

Si querés seguir con vida, tenés que rajar, Goyo.

Dos cosas pasarían en el primer domingo de Goyo Gandulla en Europa: en primer lugar, los amigos Petaca y Oveja acercarían posiciones. Mejor dicho, en la práctica lo harían. Es que dadas las circunstancias imprevistas que ubicaban a Goyo en el centro de la mira, tuvieron que unirse en pos de solucionar el problema planteado. Y en segundo lugar, Goyo Gandulla decidió que debía marcharse de Valencia mucho antes de lo pensado. Y no iba a ser por un convencimiento al que arribaba en aras de la situación con Nuria. Más bien, se empezó a fastidiar por la obcecación de Petaca y la Oveja. Es más, creyó que a los datos objetivos, Petaca y la Oveja le agregaban una cuota de “acting”. Llegó a pensar que en realidad muchas ganas no tenían de “bancarlo” allí.

Goyo… yo sé que esta historia te parece exagerada e irreal. Pero creéme que Petaca no exagera. Nosotros te entendemos, pero entendenos nosotros a vos. ¿Qué podrían llegar a pensar tus viejos, Leticia, Pichi, Amanda, si a vos te pasa algo y nosotros, pudiendo evitarlo, no lo hacemos? ¿Eh? -preguntó la Oveja, mientras comían una picada en el departamento de Petaca.

Sí, está bien. Los entiendo. Pero… a mí lo que me cuesta no es creer la historia que me cuentan de Nuria, del ruso y del Paco no sé cuánto. A mí me cuesta creer que me crean tan pelotudo a mí.

Es que no es así, Goyo. ¿Otra vez te lo tengo que explicar? -saltó Petaca. No te creemos pelotudo a vos. Sabemos quién es la mina y cómo se maneja. Y lo de Paco Rivas fue el caso que terminó peor. Pero hay otros casos que sin terminar así, resultaron más que incómodos para los que quedaron en el medio. Pibes que se tuvieron que mudar, que se fueron del país, que debieron dejar sus estudios… ¿Qué vamos a esperar? ¿A ver cuál es tu suerte… si es la de uno de esos pibes o es la de Paco?

No, no. Está bien, muchachos. Mañana mismo me voy de acá. Me da bronca, pero no quiero incomodarlos. Tampoco me voy a quedar para causarles bardo a ustedes dos. De entrada los “salé” con la Traffic, y ahora ésto…

Nada que ver, Goyo. Lo de la Traffic ya estaba de antes -razonó Petaca. Y ésto de la mina, bueno… quizá es mi responsabilidad…

Lo de la Traffic también -tiró al pasar la Oveja, recibiendo una mirada fulminante por parte de su socio – amigo.

Quizá es mi responsabilidad, pero qué me iba a imaginar que la piba te iba a tirar onda a vos, que recién llegás de la concha del mono…

Concha del mono de donde vinieron ustedes también. ¿O los parieron en la Fuente de la Cibeles a ustedes? ¿Eh? Está bien, no se preocupen más. Mañana mismo me voy a la mierda. Hoy si quieren.

No te pongas así, Goyo… en serio. Es por tu bien -cerró Petaca una conversación que a esa altura se ponía más que tensa.

Caía la tarde en Benetúser. Laura, la madre de Petaca, regresaba luego de un fin de semana de paseo en Madrid. Petaca le había pedido a Goyo que no le contara nada a su madre sobre el tema.

Ella no tiene idea de nada, Goyo. No somos adolescentes, pero es mejor dejarla afuera de esto. Va a pensar que nosotros andamos en cosas raras -pidió Petaca. Y si fuera posible, tampoco creo que sea conveniente que lo sepan tus viejos. Aunque en ese terreno no podemos meternos, vos sos grande.

Sí, soy grande. Es cierto. Pero parece que no tanto como para saber cuidarme. Igual ya está. Arranqué torcido en el viejo mundo.

¿Y adónde pensás irte? Yo en tu lugar pegaría la vuelta -opinó la Oveja.

No. Volverme ni en pedo. No sé. Tenía pensado seguir viaje por Italia. Creo que se los comenté. Pregunto, ¿los tentáculos del ruso éste… llegan hasta Italia también?

Los tentáculos de este tipo llegan a todos lados. Pero el país más peligroso es éste. Además de Rusia -dijo Petaca. Acá tiene inversiones conocidas, y es donde mejor sabe moverse la mina. Italia es una muy buena opción.

¿Y en Italia tenés a alguien? -preguntó la Oveja.

No. A nadie. Bah… que yo me acuerde no hay nadie. Pero eso no importa. Tengo resto como para pasar algunos meses. Algo voy a encontrar.

Seguro Goyo. Sos un pibe muy bicho -opinó Petaca.

Bueno, más o menos. Parece que tan bicho no soy. No me di cuenta que la piba esta me tiraba onda. A propósito. ¿Quién es esta mina? ¿Cómo cayó en Valencia y cómo se relacionó con el ruso este, el mafioso?

Mirá… -la Oveja se acomodó en la silla. Bien bien no tenemos todos los detalles, pero… la historia más o menos es así…

Nuria Encarnación Emeal llegó a Madrid procedente de Parque Patricios en el verano de 2016. Tenía por entonces 20 años. Era hija de una gestora con oficina en la City porteña y pocos escrúpulos, y un reducidor de autos robados que ocultaba su verdadera actividad bajo la pantalla de un taller mecánico ubicado en Bánfield, especializado en la preparación de autos de carrera. Alentada por una amiga que ya estaba en Madrid trabajando de moza en un bar, Nuria decidió probar suerte en España. Aunque en realidad desde muy joven tuvo en claro que su objetivo de vida era bien distinto: buscar un tipo con poder y dinero al cual seducir. Había intentado anteriormente ese camino con un político del Conurbano bonaerense, pero amén de haberlo conquistado parcialmente, ese dirigente iba demasiado rápido en pos de acumular poder y dinero, y debido a su ambición frenética fue involucrado rápidamente en un sonoro caso de corrupción y tráfico de influencias, siendo arrestado durante unos meses, lo que le valió una caída en desgracia muy temprana. Ese traspié ahuyentó a Nuria y a varias personas que como ella buscaban guarecerse bajo la protección de un político en ascenso que prometía llegar lejos, pero terminó quemándose muy pronto. Una vez en España, comenzó a trabajar de camarera en “Bodega Unamuno”, un tradicional bar de vermouth y tapas cercano a la Puerta del Sol, propiedad de Antonio “El Majo” González, un asturiano que no escatimaba esfuerzos en mostrarse afín a cuanto mafioso le pasara cerca, que por cierto eran muchos en aquel reducto madrileño. Nuria, la sensual porteña de Parque Patricios, sabría identificar rápidamente cuál de esos oscuros personajes era el que más podía amoldarse a las características del hombre que buscaba. Enseguida se fijó en un fornido y poco risueño especímen, de origen ruso, a quien apodaban “Dasa”. A su olfato de mujer diligente para la seducción, le agregó una pequeña pero fructífera investigación entre los clientes del bar. Resultó que ese ruso con aspecto de guardaespalda, era una figura en ascenso dentro de la poderosa mafia de Moscú. Convencida de ello, fue tras su conquista, lográndolo con especial destreza -facilitada por el conocimiento que “Dasa” tenía del idioma español- al cabo de varias noches, luego de las cuales comunicó su cese de actividades como camarera a “El Majo”, para marcharse con “Dasa” a su bunker de San Petesburgo. A “Dasa” no le hizo falta brindar demasiadas explicaciones. Una vez en San Petersburgo, de inmediato Nuria decodificó el exacto lugar que ocuparía en la vida del mafioso ruso: sería una de sus varias amantes, quienes vivirían sin necesidades ni inconvenientes aunque siempre cumpliendo alguna función dentro de las actividades legales que “Dasa” había ido montando de manera paralela a sus negocios clandestinos. Asimismo en algunas oportunidades serían comisionadas como “topos” para infiltrarse en esos oscuros emprendimientos que eran la fuente de mayores ingresos para “Dasa”, convirtiéndolas en una especie de espías de su estructura. En el cumplimiento de esos roles, las amantes irían deambulando entre las distintas ciudades donde las actividades se desarrollaban. Hoy serían camareras en un bar de París, mañana oficinistas en una empresa portuaria de Tallin, luego ayudantes de cocina en un restaurante gourmet de la Costa Azul, y más tarde -en el caso de Nuria- jefa de camareras en algún reducto de España. El trato de “Dasa” con sus amantes era casi cavernario. Apenas si las saludaba, ya estaba encima de ellas para saciar su voraz apetito sexual, pasando luego, como si fuera un señor feudal del medioevo, a ordenarles distintas clases de tareas. Nuria era la excepción a la regla: con ella el ruso tenía algo especial. El encanto de la argentina, además de físico, era intelectual. Ella sabía ganarse ese trato deferente con porteña sagacidad y humor de la misma procedencia. Por eso las demás amantes la odiaban sin disimulo pero con recato, ya que no podían darse el lujo de desafiar la autoridad. Nuria era la única que podía permitirse bromear con “Dasa”, y esa afinidad la fue ganando en base a sus atributos femeninos, a su desenfado sexual, a su predisposición para correr los límites en cualquier ámbito que fuera. Una de esas fronteras que Nuria podía cruzar, era la de la crueldad: con tal de alimentar el morbo, fueron montando con “Dasa” el juego perverso de los celos. Ese juego que iría creciendo en intensidad, características y logística, hasta llegar a casos como el de Paco Rivas, en Valencia.

Estación del Norte, principal terminal ferroviaria de Valencia.

El lunes muy temprano por la mañana, Petaca y la Oveja acompañaron a Goyo a la Estación del Norte de Valencia. Allí el muchacho de Estación Roma tomaría un tren que lo depositaría primero en Barcelona, donde debería combinar con otro que lo pasearía por buena parte de Francia, luego Suiza, hasta llegar a la capital italiana al día siguiente, en horas del mediodía.

Un garrón, Goyito. Creéme que no hubiéramos pensado jamás esto. Hace menos de tres días que llegaste y ya te tenés que ir. Pero es por tu bien. Ya lo vas a entender -dijo Petaca con una mano en el hombro de Goyo.

Yo sé que pensás que estamos exagerando. Pero cuando vaya pasando el tiempo, vas a entender que esto es lo mejor. España está muy jodida, Goyo. Europa está muy jodida. Todo muy podrido -la Oveja hablaba con resignación.

Así parece, ¿no? No se den manija. Tampoco tenía intenciones de quedarme mucho tiempo acá. No quería joderlos. Menos ahora con este tema.

A medida que el tren se alejaba de Valencia, Goyo observaba por la ventana los paisajes cambiantes que se desplegaban ante sus ojos, sintiendo una mezcla de alivio y ansiedad por lo desconocido que le esperaba en Roma. El traqueteo constante de los rieles parecía marcar el compás de su huida, mientras su mente se llenaba de recuerdos de su vida en Argentina, de sus horas en El Maple, de sus ilusiones de adolescente, de sus sueños de joven y de su expectativa por este viaje que apenas comenzar ya le jugó cartas impensadas. Jamás hubiera esperado apenas algunos días atrás que lo aguardaban los impredecibles eventos que lo habían llevado a esta situación límite. Durante el trayecto, Goyo buscó entablar conversaciones con otros pasajeros, compartiendo historias y experiencias que le ayudaban a distraerse momentáneamente de la amenaza que lo perseguía. La camaradería efímera que surgía en el vagón le recordaba la importancia de la conexión humana en medio de la adversidad, y le daba fuerzas para seguir adelante en su travesía hacia destinos más tranquilos. Las horas se sucedían lentamente, marcadas por las paradas en diferentes estaciones, donde Goyo observaba con cautela a su alrededor, temiendo ser descubierto por hipotéticos perseguidores. Cada vez que el tren se ponía en marcha de nuevo, sentía un alivio momentáneo, sabiendo que cada kilómetro recorrido lo acercaba un poco más a su destino final, donde esperaba encontrar la paz que ahora anhelaba. Finalmente, al llegar a la estación de Roma, la Términi, Goyo bajó del tren con el corazón lleno de gratitud y determinación. Suponía que había logrado escapar del peligro imprevisto de la mafia rusa y ahora se encontraba en una ciudad desconocida pero llena de posibilidades. Con paso firme y la mirada puesta en el futuro, se adentró en las calles de Roma, listo para comenzar una nueva vida lejos de las sombras de su inminente pasado. Cargando su modesto equipaje comenzó a vagar por Roma. Era mediodía y el ruido del tránsito mezclado con los característicos gritos de los romanos al hablar, no lo dejaba pensar con claridad. ¿Adónde ir, para qué lado rumbear, por dónde canalizar su ansiedad de viajero desviado de su destino inicial? Se sentó en un lugar muy especial y decidió que debía llamar a sus padres. No les contaría los entretelones de su intempestiva salida de Valencia. No quería preocuparlos desde tan lejos. Pero les contaría la verdad: les diría que estaba en Roma. Roma la capital de Italia, claro.

Hola má… -saludó Goyo, sentado en uno de los bordes de la Fontana di Trevi, mientras a su alrededor cientos de personas arrojaban monedas a la fuente y se filmaban o sacaban fotos al hacerlo.

Hola Goyi… qué alegría verte… ¿Cómo van esos días en Valencia? ¿O todavía están en San Sebastián? -saludó emocionada Rosita.

No, mami. Ni Valencia ni San Sebastián. Estoy en Roma.

¿Qué decís, nene? ¿Cómo en Roma? ¿Roma… nuestro Roma? -consultó desorientada su madre, creyendo que la llamaba desde la otra cuadra.

No, mami, jajaa… estoy en la verdadera Roma. La Roma de Italia. Mirá -Goyo giró su celular para que a través de la videollamada su madre identificara el legendario sitio donde estaba.

¿Y qué hacés ahí? ¿Por qué estás ahí? ¿Y Petaca y la Oveja? ¿Están con vos? No entiendo, Goyi… y me estoy empezando a poner nerviosa.

Tranquila, má. Está todo bien. Estoy en Roma pero no porque me haya pasado nada. Pintó venir para acá y me vine.

¿Cómo pintó? Hablame bien, nene, que tu madre es una mujer de otra época. ¿A qué te referís con que pintó?

Se dio la oportunidad. Enganché una promoción en los trenes y me vine para acá. Petaca y la Oveja andan con problemas. Se les fundió la Traffic y no pudieron viajar a San Sebastián. Están un poco peleados entre ellos, nada grave, pero preferí venirme para acá a conocer un poco. Valencia es muy lindo pero no hay mucho para ver. ¿Papi? ¿Está ahí en casa o está haciendo algún flete?

Está en el bar, a esta hora dónde podría estar. Pero no sé, me sorprendiste con que estás en Roma. ¿En serio no pasó nada grave en Valencia?

¿Y qué cosa grave va a pasar? No, quedate tranquila. Te mandan saludos tanto Laura como Alejandra. A vos, a la abuela, a todos…

Bueno, gracias, agradecele los saludos. ¿Porque vos ahora volvés a Valencia, no? -preguntó intrigada Rosita.

No sé, má. Voy a ver si consigo algo acá en Italia. Me dijeron que en el sur hay changas en gastronomía. Capaz que pruebo suerte en Nápoles o más abajo todavía. Sicilia puede ser. De paso conozco.

En las calles empedradas de Roma, Goyo se adentraba en un mundo donde lo cotidiano se entrelazaba con lo extraordinario. Bajo el cálido sol italiano, las sombras de los edificios antiguos parecían susurrarle secretos milenarios. Las piedras gastadas por siglos de historia resonaban con sus pasos, como si la ciudad misma le diera la bienvenida a un viaje único y mágico, y hasta algo aliviador. Al doblar una esquina, se encontró con una fuente centenaria donde el agua fluía con un murmullo melodioso. Al acercarse, vio reflejada en el agua la imagen de un anciano de mirada sabia que le sonreía enigmáticamente. Sin poder apartar la vista, Goyo sintió cómo el tiempo se detenía a su alrededor, como si la fuente fuera un portal a un mundo donde los sueños se entrelazaban con la realidad. Caminando por las estrechas calles del Trastevere, Goyo se topó con un mercado lleno de colores y aromas exóticos. Los vendedores gritaban sus ofertas mientras las especias perfumaban el aire, creando una sinfonía de sensaciones que embriagaba sus sentidos. En medio del bullicio, una anciana le tendió una rosa blanca, sus ojos brillaban con una luz que parecía provenir de otro mundo. Así, entre callejones llenos de historia y plazas donde el tiempo parecía detenerse, Goyo se sumergió en un viaje donde lo real y lo mágico se entrelazaban en una danza fascinante. Roma, con sus secretos ancestrales y su aura de misterio, se convertía en el escenario perfecto para que el joven descubriera que, en ocasiones, la magia reside en los rincones más inesperados de la vida. Impregnado de una paz que no esperaba, Goyo sintió que estaba a salvo. No entendía bien a salvo de qué, pero indudablemente estaba a resguardo. Por un lado, de la mafia rusa. Porque aunque sonara novelesco y altisonante, en realidad había tenido que huir prácticamente de madrugada de una ciudad donde anhelaba pasar momentos gratos con dos amigos romeños. Nunca imaginó verse inmiscuido en el juego erótico de una porteña y un ruso. Ni en sus más fantasiosas imaginaciones pudo haber elucubrado semejante pieza ficcional. Pero se trataba de un argumento real. Y ahora estaba allí, en medio de una ciudad tan legendaria, tan emblemática, tan mítica.

Giovane… ¿non è interessato a fare un toru sul forum? -le sugirió un hombre de unos cincuenta años, a la vez que le extendía un folleto.

Perdón… no hablo italiano -respondió Goyo.

Tu sei argentino, mi sembra.

Sí, soy argentino. ¿Se me nota mucho?

¿Che cosa? Non capisco.

El sol empezaba a pegar en las inmediaciones de la Fontana di Trevi, haciendo que la temperatura escalara algunos grados en la fría mañana romana. En las callejuelas se mezclaban los rostros curiosos y distendidos de los turistas -con lógica mayoría de japoneses- con los gestos tensos y rutinarios de los habitantes de la capital italiana, inmersos en su rutina diaria.

Digo que si se me nota mucho que soy argentino -repitió Goyo modulando las palabras, como si de esa forma su interlocutor italiano iba a poder entender más cabalmente un idioma que no conocía.

Argentina… Maradona… Messi -soltó el guía de turismo, tratando de empatizar de alguna manera con ese potencial cliente.

Jaja… Italia… Del Piero… Francesco Totti -devolvió gentilezas Goyo.

Te está ofreciendo un tour por el Foro Romano -dijo una voz femenina que Goyo sintió como un estiletazo a sus espaldas.

Al darse vuelta la vio, y creyó ver un espejismo, un fantasma, una aparición: era Nuria. Sí, la mismísima Nuria. Tan real como el sol que la iluminaba de manera cenital.

FIN DEL CAPÍTULO Nº7

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