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El miércoles 25 de enero de 2019 Goyo Gandulla se subió a un avión de Aerolíneas Argentinas y se marchó rumbo a España. Sus padres Rosita y Coco lo despidieron en la puerta de la casa de Estación Roma, temerosos de transitar por Buenos Aires, algo que no habían hecho jamás en su vida. Una sola vez le encargaron un flete a Coco para llevar un ropero a Ramos Mejía. Y al llegar a la altura de Lima, en Zárate, fue tal el pánico que lo abordó que se lo dejó a un fletero de la zona.
– Oiga, colega. Tengo que llevar este cargamento a Ramos Mejía hoy sin falta, pero me está fallando la camioneta. Se lo subcontrato a usted, ¿qué le parece? -mintió Coco al fletero en cuestión, que tenía un galpón a la vera del autopista.
– ¿No quiere que le revise la camioneta? Mire que sé bastante de mecánica. De última lo podemos llamar a un amigo que tiene un taller acá a la vuelta -ofreció, generosamente, el fletero de Zárate.
– No, no… ya sé cuál es la falla. Tengo que rectificar el motor completo. Me largué de caradura, porque creí que llegaba, pero le dejo la carga a usted. Le pago un extra por el favor que me hace.
Coco Gandulla jamás le confesó a nadie que nunca había llegado a Ramos Mejía. Ni siquiera se lo contó a Rosita. Por el contrario, narraba aquel viaje como si hubiera sido una aventura.
– No sabés lo que es el tránsito en Ramos Mejía, Maple -le contaba a don Alfredo Tejera. Parece una marabunta pero de autos. Te pasan por los dos lados como flechas los porteños, una cosa de locos.
– Sí, me imagino, Coco. El que maneja en Ramos Mejía puede manejar en Nueva York -le contestó el Maple con filosa ironía.
A Goyito lo llevó de Roma a Ezeiza un amigo de toda la vida: Daniel Peralta, dos años mayor que él, diferencia que imposibilitó que se juntaran escolarmente, pero no les impidió establecer una amistad entrañable.
– Goyito… mandame un mensaje apenas llegues a Ezeiza. Por favor, querido, cuidate -pidió Rosita entre lágrimas la tarde de la partida.
– Sí, quedate tranquila, mami. Apenas llego te aviso.
Era una tarde como tantas en el pueblo, con el habitual y monótono movimiento pueblerino, pero el viaje de Goyo le daba un clima distinto. Era como que la rutina hacía un paréntesis e instalaba en la cotidianeidad un hecho simple pero significativo: un muchacho del pueblo se marchaba. No era la primera vez que eso sucedía. Por el contrario, sobre el final de la segunda década del nuevo milenio, la incipiente partida de muchos jóvenes empezaba a convertirse en un fenómeno de estudio sociológico, y eso se daba en localidades y ciudades vecinas también.
En la puerta de la casa de los Gandulla se había juntado una veintena de personas para despedir a Goyo. Su abuela Leticia -su tía Susana y sus primas se habían despedido el domingo anterior-, sus abuelos Amanda y Pichi, varios de sus amigos de la barra escolar, y hasta Daniel Tejera se había hecho presente.
– Che, matungo… no te olvidés de dónde saliste. No va a ser cosa que ahora porque vas a estar en Europa te creas importante y nos cortés el rostro.
– Avisá, jaja. No, Daniel… ya te dije que te voy a escribir.
– Mandale saludos al Petaca y a la Oveja, que esos sí se olvidaron de dónde salieron– solicitó a modo de reproche el Maplecito.
El Renault Clío de Daniel Peralta iba cargado con el equipaje de Goyo, y además con encargues que los susodichos Petaca y Oveja habían realizado a sus familiares. Básicamente enseres que suelen ser los más extrañados por los argentinos en el exilio: dulce de leche, paquetes de yerba, alfajores Havanna, y alguna que otra botella de vino difícil de conseguir en el viejo mundo. Las lágrimas de Rosita eran la postal de un sentimiento que abarcaba a la mayoría de los presentes. Ese muchacho que saludaba desde el asiento del acompañante no era indiferente a la tristeza que generaba en su círculo íntimo, pero su convicción era muy fuerte. Sabía que no podía volver la vista atrás. Lo había pensado mucho y la decisión era irrevocable.
En el trayecto hasta Buenos Aires fueron pasando por su mente los distintos episodios de su vida como en un loop interminable de reels de Instagram (o shorts de YouTube). Su infancia tranquila y sencilla, su adolescencia compartida con amigos que ahora empezaban a buscar cada uno su propio camino. Sus dos o tres noviecitas que no alcanzaron a revestir la condición de formales -aunque ellas siempre lo intentaban-, sus recorridas con amigos por el sinuoso trayecto del Arroyo del Medio, pescando viejas del agua, las lecturas que Leticia y Pichi le acercaban -cada uno en su género predilecto-, los guisos de lentejas de su abuela Amanda, el cariño de su madre, que aun entregada casi por completo a sus costuras, se daba tiempo para seguir de cerca su crecimiento. Y en un rincón muy especial de su corazón, el Maple. De su corazón, y de su equipaje, porque llevaba la libretita bordó con las anotaciones que tomara durante sus momentos en el legendario bar, consignando anécdotas, personajes, frases, ocurrencias y demás gags de los parroquianos. Bien sabía Goyo Gandulla que si en algún momento lo asaltaba la nostalgia, en esa libretita bordó encontraría un buen atajo para neutralizarla.
– Chau, Goyito. No te digo hasta siempre, te digo chau, nada más. Como si nos despidiéramos en la esquina de tu casa después de volver del Maple -le dijo Daniel Peralta antes que Goyo entrara al preembarque.
– Uy no me la claves así al ángulo, Dani. Ya con el llanto de mi vieja me bastaba. Pero gracias por todo, en serio. Por tu amistad, por tu lealtad, por tantos momentos juntos, por traerme.
– Andá, Goyo. Y no mirés atrás. Seguro ya te lo han dicho, pero no importa. Yo te lo repito: no mirés hacia atrás. Sólo para adelante.
– Gracias, Dani -cerró Goyo antes de fundirse en un abrazo con uno de sus más queridos amigos, ambos con un nudo en la garganta.
Llegó a Madrid por la madrugada, y desde el Aeropuerto de Barajas un taxi lo llevó hasta la terminal de ómnibus, más precisamente la Estación Sur. Si bien la capital española era uno de los lugares que Goyo más deseaba conocer, había sacado pasaje en bus para viajar rápidamente a Valencia, ya que Petaca y la Oveja tenían pensado hacer un viaje de fin de semana: eran vendedores de artesanías y los esperaba la famosa Tamborrada de San Sebastián, en el País Vasco. Por ende Goyo debía aprovechar desde el jueves al viernes a la tarde para acomodarse en el edificio de la calle Dr. Gómez Ferrer, en Benetúser, un municipio valenciano pegado a la ciudad capital de la provincia homónima, y luego acompañar a sus anfitriones en el viaje a Euskadi. Apenas si le alcanzaría el tiempo para saludar a sus amigos después de muchos años, a sus madres, acomodar algo del equipaje y recorrer un poco el vecindario.
– ¿Eres argentino, no? -preguntó el taxista.
– Sí, claro. ¿Se me nota mucho? -respondió Goyo.
– En realidad no. Por tu entonación al hablar lo supuse pero no estaba convencido del todo. Es que hablas de una manera más pausada. Sucede que aquí solemos reconocer como argentinos únicamente a los porteños.
– Claro. Yo soy del interior.
– ¿Has venido a trabajar? -curioseó el conductor mientras giraba alrededor de una Puerta de Alcalá que parecía una locación cinematográfica de una película de Wim Wenders: ninguna persona cerca y una nevisca que caía pausadamente.
– Por ahora, no. Pero seguramente en un tiempo deberé buscarme un trabajo. Viajo a ver a unos amigos que viven en Valencia desde hace unos años.
– ¿Y cómo no te quedas en Madrid unos días? Hace frío pero por las tardes el sol calienta un tanto la ciudad.
– Es que mis amigos son artesanos y alfareros y este fin de semana los acompaño a San Sebastián. Ya vendré en otra oportunidad, seguramente.
– Repites mucho la palabra “seguramente”. Eso indica que posees una mente segura. Segura… mente… mente segura, jajaja…
– No, debe haber sido una casualidad.
– Yo no creo en las casualidades. Mucho menos en las idiomáticas. Fijate que cuando alguien repite muchas veces una expresión, un vocablo, hay una razón etimológica de por medio. Y eso que no he estudiado ni lenguas, ni filología… qué va, ni he terminado el bachillerato.
– Claro -fue la escueta respuesta del recién llegado a España, que miraba por la ventanilla del taxi tratando de meterse toda la Gran Vía en el cerebro, Fuente de Cibeles incluida en la intersección con Paseo de la Castellana.
A Goyo ya le estaba resultando bastante pesado el taxista, así que intentó someterlo a la terapia de mutismo que solía utilizar cuando su interlocutor lo fastidiaba, ya sea por entrometido, por demasiado autorreferencial o directamente por cansador. Pero en este caso ese intento no le resultó tan sencillo: el taxista madrileño no era de darse por vencido fácilmente.
– ¿Y en Argentina? ¿Cómo va la cosa? Supongo que mejor que en 2001. Por entonces muchos de ustedes vinieron a dar por estos lares. Tu eras muy niño, supongo. ¿Recuerdas el 2001?
– No, pero lo estudié, sé de qué se trata.
– Caramba. Tu eres muy chaval. Pero qué manera de llevar argentinos de Barajas al centro. Hacía poco tiempo que tenía el taxi y por entonces tenía más pasajeros argentinos que españoles, jaja…
– Me imagino -respondió escuetamente Goyo, rogando que la Estación Sur estuviera lo más cerca posible.
– Y dime… ¿has dejado alguna novia por tu tierra? Lo dudo, si estuvierais enamorado no te vendríais pa’ España jajaja… Cuenta, cuenta chaval.
– Es que usted pregunta y se responde también.
– Bueno, pero no os pongáis así, chaval. No me toméis por entrometido, es que sino dialogo con mis pasajeros, a esta hora de la madrugada me vencería el sueño, y no creo que eso sea muy conveniente.
– No, no tengo novia en Argentina. Tuve algunas, pero el amor no es buen negocio. Eso es lo que pienso yo.
– El amor no es buen negocio… pues mira qué frasecilla ha tirao el argentino. El amor… no es buen negocio. Te hubiera tenido como pasajero unos veinte años atrás me ahorrábais dos matrimonios.
– Jajaja -rió sorprendido Goyo, que no tenía pensado recibir como gracioso ningún comentario de aquel taxista.
Benetúser es una especie de Avellaneda en el sur del Conurbano bonaerense, pero con Valencia en lugar de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Un suburbio tranquilo que supo ser epicentro de industrias muebleras y destilerías pero que con el devenir de los tiempos se fue adaptando más al sector de servicios. Aunque la estadía de Goyo en Benetúser, y también en España, iba a ser mucho más corta de lo que él imaginaba. Muchísimo más corta. Casi un suspiro.
El frío de Valencia era mucho más benévolo que el de Madrid. Por empezar, en Valencia no nevaba y la temperatura rondaba los 15 grados. Eran las 9 de la mañana de un soleado día de enero. El movimiento de gente y el tránsito vehicular era discreto en la zona de Benetúser donde se suponía que esperaban a Goyo Gandulla con los brazos abiertos y solidarios. Pero desde el mismo momento en que tocó el portero eléctrico del edificio de departamentos ubicado en la calle Dr. Gómez Ferrer, el argentino recién llegado de Estación Roma percibió que no era tan bienvenido como pensaba. Petaca (Sebastián Eduardo Navarro) y Oveja (Pedro Ricardo Bertolotti) no estaban en sus respectivos domicilios. En el segundo B estaba Laura Scotta, oriunda de La Prosaica, madre de Petaca, que recibió a Goyo sin bajar a abrirle.
– Sí… ¿quién es? -se oyó por el portero.
– Qué tal Laura… soy Goyo Gandulla.
– Ah, sí, Goyo… ¿vos me harías un favor? Porque ahora estoy con gente acá en casa. Porqué no tocás el quinto C, ahí está Alejandra, la madre de Pedrito.
– Ah… bueno… ¿Quinto C me dijo? -repreguntó un sorprendido Goyo.
– Sí. Quinto C.
Alejandra Díaz, madre de la Oveja Bertolotti, nacida en Santiago del Estero y criada en Rosario, fue un poco -tan solo un poco- más hospitalaria y amable con Goyo que Laura Scotta. Salió al balcón del quinto C y desde allí le pegó el grito al joven romeño que venía de Argentina.
– Hola Goyito -saludó la mujer con cierto júbilo. Agarrá la llave, es la redonda plateada -y acto seguido le arrojó un llavero con tres llaves y un escudo de la Iglesia Evangélica “Buen Pastor” de Valencia.
– Gracias -atinó a expresar Goyo con una creciente sorpresa.
Alejandra, la madre de la Oveja Bertolotti, era una cincuentona de apariencia robusta. Alta, de brazos largos, pelo castaño claro largo hasta los hombros, mirada profunda y nariz de cirugía. Hablaba y fumaba casi al mismo tiempo.
– Hola Goyo, tanto tiempo. Vení, pasá, dejá las cosas por ahí que después las acomodamos. Pedro no está. Fueron con Petaca hasta un taller mecánico de Valencia, donde tienen la Traffic. Se les rompió esta semana. Bah… hace rato anda fallando, pero no sé qué problema le descubrieron ahora y la querían hacer ver para poder viajar. Sentate, nene. Qué grande que estás, tenés cara de hombre… ¿tu gente?
– Todos bien, Alejandra. Allá quedaron. ¿Ustedes? ¿Cómo va todo por acá? ¿Orlando está acá o anda de viaje? -preguntó Goyo sobre el esposo de su anfitriona. ¿Y Gachi? -ahora consultaba por la única hermana de la Oveja.
– Orlando está en Estados Unidos. Hace un mes. Y Gachi vive en Barcelona. Se juntó con un profesor de allá y viene cada dos o tres meses. ¿Desayunaste? Esperá que te preparo un café.
– No, está bien, Alejandra. No se moleste. Comí algo que daban en el micro. En todo caso más tarde.
– Che, Goyo… ¿vos no te ofendés si yo te pido que vayas a dar una vuelta por ahí? De paso conocés. No lo tomes como una ofensa, pasa que justo ahora tiene que estar por llegar un alumno mío. Enseño la Biblia de modo particular. ¿No te ofendés?
– No, para nada, Alejandra. Digame qué hay por acá cerca para conocer, o algún parque para recorrer.
– Tenés el Parque de las Palmeras acá a cinco cuadras. Está el Colliseum ahí. Te doy un juego de llaves y venite en una hora, más o menos.

El Parque de las Palmeras es un espacio público más largo que ancho, bordeado de palmeras -como su nombre lo indica- con una especie de anfiteatro en el centro, en el cual unas escalinatas pueden albergar unos cientos de personas. También en el sector central hay dispuestos unos bancos de madera donde los transeúntes suelen hacer un alto para sentarse y darle de comer a las palomas que deambulan por allí. En definitiva, como recomendación turística, nada del otro mundo.
Al cabo de una hora y, tal cual lo acordado con Alejandra, Goyo caminó un cuarto de hora más por las inmediaciones y regresó al departamento. Abrió la puerta de acceso principal, subió hasta el quinto piso, y a pocos metros de la puerta del quinto C sintió algunos sonidos intensos que lo confundieron. Se acercó sin hacer ruido hasta la puerta misma, y no tuvo que esforzarse mucho en identificar esos sonidos. Eran los gemidos de Alejandra que acompañaban los resoplidos del visitante -el supuesto alumno de la Biblia. Sin dudas ambos estaban más envueltos en un desenfreno de pasión sexual que en el desarrollo de una clase teórica religiosa sobre las sagradas escrituras. Algo sorprendido, pero no tanto -Alejandra estaba sola mucho tiempo al año y su esposo Orlando Bertolotti era un hombre verdaderamente despreciable, tanto estética como humanamente-, dio media vuelta y decidió dirigirse tres pisos más abajo para ir a golpearle la puerta a Laura, la madre de Petaca.
Cuando iba bajando por las escaleras pensó que a lo mejor Laura también tenía “algún alumno particular”, pero dedujo que sería mucha casualidad. Por otra parte suponía que la gente que estaba con ella ya debería haberse retirado. Al llegar a la puerta del segundo B, tocó el timbre y esperó varios minutos, al cabo de los cuales no salió nadie. En este caso tampoco se escuchaban sonidos que vinieran desde su interior. Dada la situación, Goyo eligió irse al bar de enfrente a esperar que llegaran sus amigos Petaca y la Oveja, seguramente con la Traffic ya arreglada. Se sentó en una mesa que daba a la ventana y pidió un café con leche doble con tres medialunas. A la media hora vio salir a un hombre que luego dedujo podría ser el “estudiante de la Biblia”, ya que cinco minutos más tarde Alejandra salió a fumar al balcón.
– Joven… pues si no consume nada más sería hora que se vaya levantando de la mesa… que éste no es el living de su casa -le reprochó el encargado del bar luego de dos horas en las que Goyo apenas consumió lo que pidió al principio.
– Disculpe, cóbreme y me voy. Es que estoy esperando a unos amigos que viven enfrente -explicó Goyo, acostumbrado a la sobremesa eterna de los bares argentinos, en especial al que más quería, El Maple.
– Hombre… joder. Vaya y espérelos enfrente, entonces. Aquí no estamos pa’ echarle una mano en la espera.
Hasta el momento Benetúser no se había mostrado muy empática y hospitalaria con Goyo Gandulla. Pensó que esa empatía y esa hospitalidad previamente esperable se empezaría a manifestar cuando vio que Petaca y la Oveja venían caminando por la vereda de enfrente. Sus semblantes no eran muy distendidos, empero. Lo notó cuando estaba por pegarles el grito. Hasta le pareció que venían discutiendo.
– Perdón… ¿el Bar El Maple dónde queda? -preguntó Goyo utilizando una broma que solía hacer a cualquier romeño que se cruzara fuera del pueblo.
– Eh… Goyito… cómo va… ¿recién llegaste? -lo saludó la Oveja con un gesto desganado y de tensión acumulada en el rostro.
– Qué hacés, Goyo… ¿dónde dejaste las cosas? ¿O viniste a España sin equipaje? -completó la apática bienvenida Petaca, con un poco más de ganas que su compañero, aunque tampoco muchas.
– Che… si les jode que haya venido, me lo dicen. Total en media hora sale un colectivo para Roma. Se le complica cruzar el océano, pero el intento lo hace -dijo Goyo con tono de broma, pero con un dejo de sinceridad entre líneas.
– No, boludo… pasa que andamos cruzados -comentó Petaca. Venimos del taller de un amigo en Valencia. Se nos fundió la Traffic.
– Se “te” fundió la Traffic -completó la respuesta la Oveja, responsabilizando del percance mecánico a su compañero.
– ¿Otra vez, pajero? La manejamos los dos… ¿cómo sabés que se me fundió a mí? ¿Pusiste una cámara oculta en el motor? -reaccionó Petaca.
– Ah claro… qué casualidad que se quedó sin aceite cuando la manejabas vos. ¿O no fue así? -contragolpeó la Oveja.
– Se venía quedando sin aceite desde antes. Ya te lo dije: para mí fallaba la luz del tablero, ¿o no escuchaste lo que dijo el Gitano?
– Bueno, che… no se peleen. No sean boludos -intentó terciar Goyo. ¿No pueden conseguir otro vehículo? ¿Alguno que le presten?
– Cómo se nota que venís de Argentina. Acá nadie te presta un carajo. A lo sumo te alquila. Además, alquilando un vehículo ya arrancamos para atrás -explicaba la Oveja. Pero… vamos adentro. Vení, Goyo, disculpá este incidente. Vení que te quedás en casa. ¿Dónde dejaste el equipaje?
– Lo dejé en tu casa, justamente. Me abrió tu vieja. Charlamos un rato y después me fui a dar una vuelta… para despejarme del viaje.
– Sí, claro. Ya me imagino. Vino el gallego que se la garcha y te puso alguna excusa para que te fueras -dedujo la Oveja Bertolotti, quien indudablemente conocía los amoríos clandestinos de su madre.
Como consecuencia del percance mecánico en la Traffic, debió suspenderse el viaje a San Sebastián. Un contratiempo más que significativo, ya que las ventas en la Tamborrada solían representar un cuarto de los ingresos anuales que decían tener Petaca y la Oveja. Debido a eso, el primer fin de semana en Valencia encontró a Goyo tratando de mediar entre los dos amigos y socios.
– Dejá, Goyo. Dejá que pasen unos días. Ya nos peleamos muchas otras veces y después se nos pasa. Igual ésta fue brava, porque el perjuicio es grande. Igual es largo de contarte, Petaca se ha puesto muy porfiado -narraba la Oveja.
– Pero… Ove… ¿justo vengo yo y ustedes tienen este quilombo? -se lamentaba Goyo, mientras tomaban mates en el departamento del quinto C. Tengo una sal tremenda, hermano.
– No, los salados somos nosotros. Pero dejemos de hablar de eso, contame vos cómo andás, cómo andan las cosas en Roma.
– ¿En Roma? Inauguraron un subterráneo, un parque temático y un autódromo. ¿Qué mierda va a pasar en Roma? Nada, Ove. La misma monotonía de siempre. Lo único interesante para mí es ir a escuchar a los borrachines en el Maple. Así que calculá: un pueblo donde el mayor atractivo es ir a un bodegón. La nada misma, Ove. Un pueblo estacionado en el tiempo. Decí que ahora por lo menos trajeron la fibra óptica. Al menos anda más rápido Internet.
Después de una larga jornada de charla con el Oveja, Goyo pasó a saludar a Laura, la madre de Petaca, y de paso a esmerarse en su intento por acercar las partes entre los amigos enfrentados. Fueron horas en los que se sintió como el Cardenal Samoré, aquel enviado papal que tuvo a su cargo la mediación entre Argentina y Chile, cuando se desató el conflicto por el Canal de Beagle, en 1978.
– Ove… ¿no te enojás si hoy ceno en lo de Petaca? Me mandó un WhatsApp para que vaya a morfar con él y la madre.
– Pero boludo, ¿cómo me voy a enojar? Andá tranquilo, Goyo. Y ojalá Laura haya preparado milanesas… no sabés lo ricas que las hace.
– Dale. Más tarde nos vemos. Podemos ir a tomar unas birras por ahí. ¿Qué te parece? Voy a ver si lo convenzo a Petaca.
– No, dejá Goyito. Ya te dije: no forcés nada. Esto es así, ya pasó otras veces. Andá a cenar y seguro Petaca después te lleva a un bar de la Ciudad Vieja donde él es casi tan buen cliente como vos en lo del Dani.
– ¿Hay una sucursal del Maple en Valencia y no me enteré? -bromeó Goyo. Se ve que el Dani metió una franquicia.
– Nada que ver. Es otra cosa, ya te vas a dar cuenta.
Al término de una cena tranquila -donde no hubo milanesas sino bocadillos de jamón, matizados con aceitunas que había traído Goyo, y regados con cerveza en lata-, Petaca cumplió el vaticinio de la Oveja.
– Bueno, Goyito… cambiate, abrigate, y vamos que te voy a llevar a un bar que no te va a hacer acordar del Maple pero… te va a gustar, ya vas a ver.
– ¿Un bar? Qué bueno, Peta. Dale… ¿le avisamos al Oveja? -sugirió Goyo aun a sabiendas que la respuesta iba a ser negativa.
– No, Goyo. No lo intentés. Dejá que pasen unos días. Siempre tenemos estas agarradas. Pasa que… bueno, es largo de contar. Últimamente el Oveja está muy porfiado -fundamentó su negativa Petaca, utilizando idénticos argumentos a los interpuestos por su “oponente” un rato antes, nada más.
Calle del Poeta Querol. Barrio de la Xerea. Ciutat Vella. Un barrio de los más céntricos y destacados de Valencia. Una de las calles más bulliciosas, repleta de bares, restaurantes, confiterías y edificios de arquitectura modernista. En la intersección con la Calle de los Libreros, se recortaba del resto de la arquitectura predominante un reducto especial, no sólo por sus características edilicias sino también por la impronta humana que lo habitaba: el Bar El Rulero. Una construcción de frente redondeado con ladrillo a la vista, que integraba cinco pisos de dimensiones estrechas, tan estrechas que lo hacían casi intransitable con la concurrencia de una mediana cantidad de personas.
– ¿Cómo fue que quedó esta construcción acá, en el medio de la ciudad? -preguntó Goyo, extrañado, mientras miraba el bar parado en la vereda.
– Dicen que es un pedazo del edificio anterior que no terminó de demolerse. Aunque otros dicen que esa versión es una cuestión de marketing, y que la realidad es que lo hicieron así a propósito -contó Petaca, dando las últimas pitadas a su cigarrillo antes de ingresar al Rulero.
– Ya sé, no me digás nada: el dueño es argentino -reflexionó Goyo.
– ¿Cómo sabés?
– Era cantado. Esas cosas son de argentinos. Más te diría: de porteños. El dueño debe ser porteño. ¿O me equivoco?
– Para nada. Es más porteño que el tango. Tiene éste bar acá, un par más en Madrid, otro en Roma, uno en Londres y otro en París.
– Ah bueno, ningún boludo Don Rulero. ¿Es amigo tuyo?
– Ojalá. No, hablé un par de veces con él, nada más. Yo conozco al encargado -confesó Petaca. Es de Puerto Madryn. Un loco que se vino en 2001. Más grande que nosotros, lógicamente. Pero muy piola. Entremos que si ya llegó te lo presento.
– ¿Es el encargado y llega tarde? Y sí, es argentino.
– No, boludo. Regentea también un restaurante, que es de otro argentino, y queda a veinte cuadras de acá.
El lugar, si era raro por fuera, mucho más lo era por dentro. Cada piso semicircular tenía apenas unos tres metros de ancho, de los cuales un metro era barra, otro era una fila de mesas altas con banquetas y el metro del medio era pasillo. Las escaleras eran una marea de gente yendo y viniendo en busca de una mesa vacía, cosa que a esa altura de la noche ya era imposible. La mayoría de los lugares disponibles estaban ocupados por ruidosos grupos de amigos y también algunas parejas. Los mozos, todos varones, lucían un uniforme muy particular: estaban vestidos de vikingos. Algunos de ellos mostraban cierta mueca de fastidio, un poco por el ajetreado esfuerzo que implicaba desplazarse en el lugar, y otro tanto quizá por la incomodidad de la indumentaria alusiva.
– Y sí. Para ser mozo en este lugar tenés que ser un vikingo. Mirá lo que es esto -reflexionó Goyo.
– Hoy están de vikingos, pero el sábado que viene están de marineros, y el otro de bomberos, y el que viene de árbitros de fútbol… y así… van rotando la consigna -explicó Petaca.
– O sea que este bar sólo abre los sábados…
– No, abre de lunes a domingo. Los demás días vienen de civil.
En medio del complicado tránsito de personas que atestaban las escaleras y los distintos pisos, casi como si fueran los pasillos de un estadio de fútbol en ocasión de un clásico Barcelona – Real Madrid -o Valencia versus Levante, el derby de la región-, Petaca lograba abrirse paso en base a su contextura física -estatura mediana pero cuerpo bastante robusto, ideal para empujar un scrum en el rugby, deporte que Petaca alguna vez había intentado practicar-, y a su conocimiento del lugar. Goyo iba detrás de él y contaba mentalmente los pisos que iban subiendo.
– Petaca… van cinco pisos y seguimos subiendo. ¿Vamos a la terraza?
– Jaja… seguime boludo.
– Tenías razón. Este bar no me iba a hacer acordar al Maple.
En el final del intrincado y semicircular periplo por toda la estructura del Rulero, se llegaba a una puerta. Una simple puerta de dos metros de alto por algo más de medio metro de ancho. De madera barnizada y con un picaporte común y corriente. La simpleza de la puerta no se condecía con lo que su apertura convocaba a ver.
– Toc… toc… toc -golpeó Petaca con un sonido que a Goyo le pareció en clave.
– ¿Ese toc toc fue en clave morse? -preguntó Goyo.
– Pasá Petaca -se escuchó desde adentro, confirmando la presunción del recién llegado a Valencia.
– Permiso Suru -dijo Petaca mientras abría la puerta. Vengo con un amigo de nuestros pagos… ¿puede pasar?
– Si viene con vos, por supuesto -confirmó la misma voz.
La oficina del encargado era un vórtice de objetos, papeles, elementos, latas y botellas. Era casi imposible que esa cantidad de cosas pudieran ser amontonadas en menos de seis metros cuadrados. En medio de ese desorden, tras un escritorio de chapa desvencijado, estaba el mentado Suru, apócope de Surubí. Eugenio Daniel Strómberri, oriundo de Puerto Madryn, cincuentón con cara de pocos amigos pero cordial en el trato, se puso de pie y extendió su mano derecha para estrechar la de Goyo.
– Encantado, compatriota. Sentate donde puedas. ¿Cómo es tu nombre? -preguntó el Suru, vestido con una camisa roja, un jean gastado y zapatillas blancas.
– Goyo.
– Goyo… ¿qué tomás?
– No sé, lo que haya.
– Hay de todo, boludo -lo retó Petaca.
– Esperá que ahora viene la francesa y le pedimos algo. Algo para tomar y para comer… ¿o ustedes ya comieron? -preguntó el Suru, arrellanándose en un sillón de cuerina oscura, tan oscura como ese despacho, que apenas tenía un foco de luz color mandarina colgando peligrosamente de un cable que, a su vez, se abría paso entre una telaraña de posters y afiches de marcas de bebidas que decoraban la pared.
– Ahora vas a ver lo que es la francesa… -anticipó Petaca.
– No sean boludos que esa tiene dueño. Y aclaro que no soy yo -le dijo el Suru a Goyo levantando el dedo índice derecho.
– Bueno, Suru… con mirarla no hacemos nada malo. Además la miran todos, che…
– Jajaa ya sé, Petaca. Lo dije para que acá el compatriota no se vaya a atar los rulos. Nunca hay que meterse donde no corresponde.
– Yo no soy de mirarle la novia a nadie, menos a… usted, Suru -dijo Goyo.
– Primero, tuteame, que tan viejo no soy. Y segundo, ya dije: la francesa no es mi novia.
– Exacto. No es la novia del Suru. Y no es francesa tampoco.
La frase de Petaca fue interrumpida por la apertura de la puerta. Al chirrido de las bisagras sedientas de aceite, le siguió el incremento abrupto del bullicio que venía del bar, el cual se opacó rápidamente una vez ingresada la mentada mujer.
– Hola Nuria -saludó Petaca.
– Hola Peta -respondió la joven. ¿Cambiaste de acompañante?
– Otro argentino suelto por España -aclaró el Suru. Goyo… ella es Nuria, la francesa.
– Hola, cómo estás -dijo Goyo, poniéndose de pie y yendo a la búsqueda de la joven con un beso de cortesía.
Nuria respondió el beso con discreción, pero no dejó de clavarle la mirada a ese nuevo compatriota que conocía en el Rulero.
– Sos muy parecido a Spinetta. ¿Ya te lo deben haber dicho, no? -comentó Nuria.
– Eeeeh… no -fue la respuesta de Goyo, aun turbado por el aroma y la belleza de esa mujer.
FIN DEL CAPÍTULO Nº6