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A pesar de la denominación oficial del pueblo, la mayoría de sus habitantes -como así también los habitantes de los pueblos vecinos- desde épocas inmemoriales han referido a su localidad directamente como Roma. Lo de “estación” quedó allá lejos, en los tiempos de la fundación. Además, otra circunstancia motivó que la implicancia ferroviaria quedara en el olvido: en 1970, dejó de pasar el tren. Al menos el servicio de pasajeros. Sólo se mantuvo un tren de cargas que al principio menguó su frecuencia a cinco servicios por semana, para ir espaciándose hasta llegar a un sólo tren cada quince días. Por eso el pueblo que naciera a la par de la estación ferroviaria -por entonces denominada Amor, a iniciativa del Coronel Pedro Dinas- allá por 1884, con el correr del siglo se fue simplificando en las costumbres verbales de sus pobladores.
Vivir en Roma era estrictamente igual a vivir en cualquier pueblo de la llanura argentina. Y podría decirse que esa similitud de vida alcanzaría también a cientos de miles de pueblos más, dispersos por otras latitudes. Aunque en esos casos habría que contemplar también las connotaciones del clima y la geografía: no es lo mismo un pueblo de montaña en Jujuy, Cuyo o Córdoba, o un pueblo sumido en el intenso frío patagónico, o una localidad ubicada en la dureza del Chaco profundo, que un pueblo perdido en la inmensidad de la pampa húmeda.
Los rasgos distintivos de un pueblo como Roma eran notorios en varios aspectos. Por ejemplo, en la costumbre casi unánime y cotidiana de saludar al cruzarse con cualquier otro vecino. Independientemente del grado de conocimiento y confianza que cada uno tuviera con el otro. Al “chau” o al “adiós” reglamentarios, a lo sumo se le podía adosar el nombre, el apellido o casi siempre el apodo del que se cruzaba en el mismo camino. Otra de las características estaba dada en la habitual utilización de la bicicleta como medio de transporte. Para desplazarse de un lado a otro del pueblo no había que esforzarse tanto, así que además de contribuir al ahorro de combustible -y su consecuente contribución a la ecología- el vecino ciclista favorecía su salud a través de la actividad física que involucra el pedaleo. Los únicos que se manejaban religiosamente en sus ruidosas camionetas eran los chacareros, habitantes de la zona rural aledaña a Roma, que acudían al pueblo para la compra de alimentos, o diversas cuestiones relacionadas con la actividad agropecuaria. Y una particularidad sociológicamente más extraña residía en el nulo conocimiento de las instalaciones domiciliarias de vecinos que, en no pocas ocasiones, vivían incluso de manera lindante. Esa vecindad podía datar de varias décadas, con conocimiento de los detalles básicos del vecino en cuestión y su familia -integrantes, actividades, número de teléfono, fechas de cumpleaños, nombre de las mascotas, existencia de algún amante, etc.-, pero ninguno de los vecinos había entrado jamás en la casa del otro. Nunca. Ni al pasillo de entrada, ni al living, ni para golpear la típica puerta cancel. La casa del vecino era territorio extranjero, prácticamente. Aunque en muchos casos la situación era radicalmente inversa, viviendo muchos vecinos, literalmente en comunidad. Dejándose las llaves cuando se iban de vacaciones, incluso.
En ese entramado social, había otro hecho que se desarrollaba con tipicidades también muy propias de esos pueblos: el noviazgo. Ponerse de novios respondía a cánones tradicionales, que consistían en “arreglarse” primero, empezar a compartir salidas pequeñas como “tomar un helado”, “ir un rato a la plaza”, “visitar a una amiga o amigo”, “ir a tomar una cerveza al club”, “acompañar a la chica a la casa después de un baile”, y simplezas por el estilo. Al cabo de una cierta cantidad de esos encuentros, solía venir la invitación a la casa de la chica. Invitación que consistía generalmente en una merienda inaugural, para después dar paso a un almuerzo -generalmente dominical- y como un peldaño más progresivo, el tácito permiso de los padres para que el novio ingresara a la vivienda en horario nocturno, al regresar de algún baile o evento social. Mientras los demás integrantes de la familia dormían, los novios estaban habilitados a ingresar al domicilio para mirar televisión, charlar, tomar un café, y porqué no, dar rienda suelta a los primeros -e incendiarios- escarceos amatorios.
Después del viaje juntos en el flete, Rosita y Coco empezaron a acercarse. Primero fue a partir de una invitación de Coco, que luego de aquel viaje a La Prosaica, no digamos que sintió un flechazo pero al menos se descubrió interesado en volver a disfrutar de la compañía de Rosita. Era la primera vez que le pasaba eso de sentirse atraído más allá de determinada cuestión física de una mujer. Por Rosita, además de eso, sentía una conexión humana. Dos personas simples, que con simpleza habían empezado a relacionarse. Y esa relación se daba en un marco de tranquilidad.
– Hola, sí… ¿quién habla? -atendió Rosita el teléfono de Luisa.
– Soy yo, Coco Gandulla. ¿Rosita?
– Sí, soy yo. Hola Coco… ¿vos querés hablar con Luisa? -supuso Rosita, ya que Coco solía traerle a la modista distintos paquetes desde La Prosaica, o incluso de ciudades más lejanas como San Nicolás, Pergamino o Rosario.
– No, quiero hablar con vos.
– ¿Conmigo? Bueno… decime.
– El domingo vienen los Pimpinela a San Nicolás. Te invito a verlos. Yo pago las entradas, por supuesto.
– Me tomás de sorpresa, Coco… pero, bueno, dale. Gracias por la invitación. ¿Y en dónde es el show?
– En el Club Belgrano. Es a las 8 de la noche. Calculo que antes de la doce estamos de vuelta.
Después de compartir aquel recital de Pimpinela, Rosita y Coco empezaron a verse cada vez más seguido. Una o dos veces por semana se encontraban para tomar una gaseosa en el Club Progreso, o para dar una vuelta en la plaza, o simplemente para charlar un rato en la esquina de la casa de Rosita. Coco esperaba que saliera de trabajar en lo de Luisa, simulaba pasar de casualidad en la camioneta, y ambos se disponían a conversar un rato hasta que se hacía de noche. Entre ellos no existía ninguna formalidad preestablecida. No habían quedado en nada, más que en dejar fluir la buena relación que los unía. Leticia, al principio -madre al fin- puso algunos reparos a esa relación.
– Mirá qué caro me salió pedirle a Coco que te lleve a La Prosaica el día del paro de ómnibus. Ahora me parece que me lo voy a tener que fumar de yerno.
– Ay, mamá. Somos amigos. Nos llevamos bien, charlamos, es una persona simple como soy yo. De última… ¿qué es lo que te preocupa? ¿Que es fletero? Y bueno, no todas tenemos la suerte de Susana, que de todos los novios que tuvo ninguno baja de primer escolta o abanderado.
– Qué raro no le ibas a tirar mierda a tu hermana.
– Entonces no te quejés. Por ahora con Coco no pasa nada, ya te dije que somos amigos. Pero si me lo querés boicotear, entonces con tal de llevarte la contra me voy a poner de novia con él.
– Nunca voy a terminar de darme cuenta que con vos hay que aplicar la psicología inversa. No aprendo más -reflexionó Leticia.
– ¿La psicología qué?
– Nada, dejalo ahí.
A pesar de esa “amenaza” a su madre, el noviazgo de Rosita y Coco tomó visos de formalidad simplemente a partir del curso natural de las cosas. Coco insistía en verla, Rosita no se negaba -todo lo contrario- y como quien no quiere la cosa, a la vuelta de una noche de cervezas en el Club, se estamparon un generoso beso que ahorró cualquier declaración formal.
– Antelmo David Gandulla… ¿acepta usted por esposa a Duilia Rosa Pianetti? -preguntó el párroco Homero Valdivia Reyes, un chileno que llegó al Sagrado Corazón de Roma a fines de los ochenta.
– Sí, quiero -respondió Coco.
– Le he preguntado si acepta, estimado Antelmo -repreguntó el sacerdote, para sonrisa medida de los feligreses presentes en la ceremonia.
– Ah… perdón… acepto -se corrigió Coco.
– Duilia Rosa Pianetti… ¿quiere usted por esposo a Antelmo David Gandulla? -el cura utilizó ahora el verbo “querer” en lugar de aceptar, en una maniobra burdamente capciosa que le gustaba urdir a los novios, habitualmente nerviosos.
– Sí, acepto -respondió Rosita.
– Es que ahora pregunté si quería. Hay que estar más atentos -dijo Valdivia, generando un murmullo de desaprobación.
– Bueno, acepto, quiero, estoy conforme… ¿le firmo una escritura? -contestó enfadada Rosita, que juró, y cumplió, no volver a pisar la iglesia mientras estuviera ese sacerdote como párroco.
Los flamantes esposos alquilaron una sencilla pero prolija vivienda. El frente típico con una terminación de piedritas en dos tonos, un living reducido amueblado con un juego de dos individuales y un sofá de cuerina marrón claro, que continuaba un comedor con ventanas hacia una cochera semidescubierta. Tres habitaciones, un galponcito en el fondo, y un patio de césped arbolado con un paraíso y dos frutales: mandarinas y naranjas de ombligo. La casa estaba en una esquina ubicada a pocas cuadras de la arteria principal, Avenida Juana Scarone de Farenga: Rivadavia y Bolivia, rebautizada así durante el mandato como Delegado Municipal de Pichi Gandulla, padre de Coco, que se jactaba de haberle cambiado la denominación antigua de “Estados Unidos”.
– Yo le saqué el nombre de Estados Unidos a la segunda calle. Y le puse el nombre de un país hermano. Este pueblo no podía seguir teniendo una calle con el nombre del país que arrojó dos bombas atómicas sobre poblaciones inocentes. Las futuras generaciones deberían agradecérmelo -solía argumentar Pichi en cada sobremesa que lo tenía como protagonista.
– Sí, es cierto Pichi. La calle tenía más pozos que Nagasaki y que Hiroshima, y vos no mandabas una puta máquina para arreglarlas, pero el nombre se lo cambiaste, jajajaja -se burlaban sus amigos.
– No ponías una puta lamparita pero las chapas del nombre las cambiaste, jajaja -acotaba algún otro comensal burlón.
A mediados de los noventa, Luisa, la modista del barrio, decidió jubilarse y le dejó su más que aceptable clientela a Rosita, que se llevó el taller de costura a su casa, ocupando para ello una de las tres habitaciones. Si bien muchas mujeres en Roma -sobre todo las más jóvenes- empezaron a optar por vestuarios más informales, la mayoría confeccionados de fábrica, aun se mantenía la costumbre de encargar diseños exclusivos para eventos especiales como las bodas, los cumpleaños de 15 o las graduaciones escolares. Por su parte Coco continuó con su servicio de fletes, con viajes fijos contratados por la Cooperativa Agrícola, mudanzas, traslado de muebles, materiales para la construcción, viajes en comisión a distintas ciudades -menos Buenos Aires-, incluyendo viajes de cortesía para los equipos de fútbol juvenil de Roma. Un costado solidario y de colaboración que Coco Gandulla brindaba habitualmente, gesto que se encuadraba en una constante de aquella época: los comercios de Roma aportando su ayuda para el sostenimiento de las actividades deportivas del pueblo.
– Coco… mañana jugamos un torneo interprovincial en Junín. Llevamos dos divisiones, son en total unos dieciocho pibes. ¿Vos cuántos metés en la Dodge? -le preguntó Chacho Borlenghi, encargado del Baby Fútbol del Club Defensores.
– Y… si no son muy grandotes, diez atrás entran, y un par más adelante. ¿Consiguen algún otro vehículo?
– Sí, vamos en dos autos más. Pero esta vez te pagamos el combustible. Mirá que los padres juntaron guita para cubrir eso.
– Comprenlé sanguches a los pibes con esa guita. Yo dono el combustible.
– Pero los sanguches los dona Miranda, el cantinero nuevo.
– Y bueno, cómprenle un helado.
Luego de una breve y bastante anodina luna de miel en Villa Carlos Paz, el flamante matrimonio ingresó rápidamente en un ritmo rutinario que no se distinguía en absoluto de la mayoría de las familias romeñas. Rosita ocupando más de diez horas de la jornada en la costura, dedicaba el resto del día a cocinar para el almuerzo -la cena siempre consistía en comer las sobras del mediodía-, a dormir una generosa siesta, mientras que el fin de semana lo dedicaba a la limpieza de la casa y de la ropa. Coco alternaba sus fletes con los mandados que le encargaba Rosita, y era el único de los dos que se permitía una distracción diaria: a la tardecita iba al club a tomarse un vermouth y jugar a las cartas, a las damas y más adelante a las bochas, deporte en el que llegó a representar brevemente de manera oficial al Club Progreso. Antes de las nueve de la noche ya estaba en su casa para poner la mesa y compartir las sobras del mediodía con Rosita, aunque a veces se salía del libreto y caía con una pizza.
– Venís con una pizza… seguro te pasaste con el Cinzano y querés que no me enoje. Sos de manual, Coco.
– Nada que ver, Rosi. Se la compré a doña Gladys, para darle una mano. El marido no puede laburar desde que se cayó del andamio.
– Bué… ponele que tuviste un buen gesto. Ahora… el olor a Cinzano lo tenés. No te olvidés que esa historia la conozco. Voy a hacer como mi vieja, que si mi viejo no se lavaba los dientes no lo dejaba sentar a la mesa.
Coco no llegaba a la categoría de alcohólico como el finado Elías Palmieri, padre de su esposa, a quien no llegó a tratar como suegro. Pero su Cinzano diario se tomaba. Y los fines de semana, una botella de tinto en las comidas, salvo que fuera a cazar con su amigo Pocho, así le daba uso a una escopeta de dos caños con que una vez le pagaron un flete. En ese caso tomaba solamente media botella.
En materia sexual el matrimonio de Rosita y Coco entraba en la categoría de estándar. Y la calificación puede ser muy generosa. Durante el noviazgo alcanzó cierto fuego, con arrebatos de hormonas en los zaguanes y coitos incómodos pero desenfrenados en la caja mudancera de la Dodge. Pero luego de la unión matrimonial, y a partir de la convivencia, esa chispa inicial se fue debilitando lentamente. El trato entre ellos no era ni frío ni distante, pero tampoco vivían envueltos en un carrousel de adrenalina. Era un trato casi burocrático. No vivían pegoteados el uno al otro pero tampoco eran de pelear a cada rato. Por lo único que a veces saltaba la chispa era por el carácter desconfiado de Rosita. Hubo un tiempo en que se le había puesto que Coco estaba interesado en Carmen, la vecina de enfrente, divorciada y más joven que ellos. Una rubia de ojos vivaces, un poco entrada en carnes pero de contextura firme.
– Esa gorda buscona de enfrente te quiere voltear, Coco… ya la vi cómo te mira. Siempre aparece en la puerta cuando lavás la camioneta.
– Nada que ver, Rosi. Es amable, nada más, pero es igual con todo el mundo, no solamente conmigo.
Fuera de ese único conato de belicosidad conyugal -que era esporádico- la de ellos era una vida normal. Monótona, monocorde, anodina. Pasible de definir como “bastante aburrida”. Se levantaban temprano, desayunaban, Rosita se ponía a coser sus vestidos, Coco hacía los mandados, al mediodía almorzaban, después dormían una hora de siesta, a las cuatro tomaban unos mates con facturas, después Coco se iba a la cantina del club a tomar un vermouth y a jugar un rato al billar, al atardecer volvía y Rosita ya lo esperaba con la cena -o sea, sobras-. Y mientras Coco cenaba, Rosita se dormía en la mesa mirando televisión. Ella se iba a la cama, Coco lavaba los platos, y así todos los días. Los sábados casi siempre ella tenía alguna novia o una quinceañera, por ende cuando volvía de la iglesia era Coco quien la esperaba con algo rico para cenar. El domingo dormían hasta más tarde, y cuando se levantaban, ella amasaba alguna pasta, Coco miraba las carreras de autos en la tele, y eso sí, a la siesta… les tocaba hacer el amor.
Era un amor de manual, falto de matices, casi burocrático. Rosita lo tomaba como un deber marital, no como una instancia de placer. Para ella era un trámite más a cumplir dentro de los mandamientos -explícitos y tácitos- preestablecidos en la cultura familiar. Por ende, era un amor desabrido, un sexo insípido. Los orgasmos de Rosita, si bien no eran fingidos, eran demasiado módicos. Casi míseros. Una mínima exhalación, al cabo de la cual se sacaba literalmente de encima a Coco, se daba vuelta y se entregaba con placer -ahora sí- a una siesta de domingo. Y en esa siesta buscaba recuperar las energías puestas en sus trabajos de costura durante la semana.
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Esa burocracia matrimonial se alteraría ante el advenimiento de un fenómeno por demás habitual en la idiosincrasia humana. Un fenómeno que parece nacer de la nada, y que de a poco se va filtrando en una relación marital.
– Che… ¿y ustedes cuándo piensan encargar? -suelta una tía descolgada en una tarde de mate con facturas.
Ninguno de los dos estaba desesperado por tener familia. Rosita no lo tenía en sus planes inmediatos, pero no lo descartaba. La presión social y familiar sobre una mujer joven y casada suele empujarla hacia un horizonte de maternidad que pareciera obligatorio, consabido y hasta necesario.
– Mirá que tenés casi treinta años, nena. Yo no tengo ninguna pretensión de ser abuela otra vez, pero… si tenés pensado tener familia, cuanto más grande más problemático es el asunto -le dijo Leticia, su madre, que ya tenía dos nietas de parte de su hija Susana, médica, casada y separada viviendo en Rosario.
– Seguro, me imagino… mirá si vas a necesitar más nietos que los que te dio tu hija la doctora. Son hijas de una médica, no vas a comparar con hijas o hijos que pueda tener una simple costurera… faltaba más -respondió con ironía Rosita.
– Qué raro la pavota, no va a salir con otro de sus dardos.
– Dardo es un buen nombre para un hijo. Si llego a tener uno le voy a poner así: Dardo. Así te acordás siempre que ese nieto es un mensaje para vos.
– Eso ya es de malvada, Rosa -amagó a ofenderse Leticia.
Coco Gandulla jamás se había imaginado padre. Pero su madre Amanda soñaba con cuidar nietos, malcriarlos y darles todos los gustos. La relación entre Amanda suegra y Rosita nuera era correcta, pero no pasaba de eso. Ninguna de las dos se metía con la otra. Trataban de mantener el respeto mutuo pero sin pisar el territorio de la confianza. Ambas creían que ese sería el principio de la discordia.
– ¿No piensan en tener chicos todavía, Coco? -preguntó Amanda una mañana, cuando su hijo, como acostumbraba casi diariamente, pasó a tomarse unos mates con su madre antes de hacer algún flete.
– No lo hablamos, mami. Qué sé yo… si la Rosi quiere.
– Ay, nene… qué falta de iniciativa. ¿No te ilusiona ser padre?
– Sí, qué sé yo… puede ser.
– Qué sé yo… puede ser… a lo mejor… esas son respuestas para contestar si mañana va a llover, no si te interesa tener un hijo.
Es que así era Coco Gandulla. No se planteaba la vida como una cuestión épica ni mucho menos. La vida para él no era una historia que lo involucrara en la obligación diaria y personal de tomar más decisiones que las de hacer un flete. Sacando su oficio, lo demás sucedía todo por inercia. Se hizo fletero por inercia, se puso de novio por inercia, se casó por inercia, y ahora, la posibilidad de acceder a la paternidad, parecía estar supeditada a esa misma energía inercial que iba empujando sus actos. La única persona que había tratado de imponerle sueños -trasladando en realidad los suyos- era Pichi, su padre. Y nunca lo logró. Ahora el ex primer Delegado Municipal de Estación Roma gozaba de las bondades de la jubilación, y la transitaba entre bares del pueblo -donde apenas si se atrevía a algún Gancia con limón aislado los fines de semana, después tomaba siempre Coca Cola-, alguna cena con ex compañeros de la Municipalidad en La Prosaica, y los libros en cuya lectura se sumergía por las tardes. No tenía una biblioteca muy frondosa, pero en ella convivían algunos autores de gran renombre: Joseph Conrad, Edgar Allan Poe, Ernest Hemingway, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, entre otros.
En el marco de una de esas lecturas se sucitaría un diálogo que Coco registraría de manera muy especial, y que inclinaría la balanza hacia un decisión que por primera vez en su vida no sería por mera inercia.
Pichi leía “El abuelo”, del escritor español Benito Pérez Galdós. Y aunque el argumento de esa novela no tuviera mucho que ver con su historia personal -en realidad no tenía “nada” que ver, pues Pichi no era ni conde ni español ni regresaba del Perú-, el mero título lo indujo a presionar solapadamente a su hijo.
– Mirá Coco, lo que estoy leyendo -le dijo, mostrándole la tapa del libro que leía, como siempre, sentado en su sillón de mimbre, mientras Coco pasaba con un balde de agua destinado a repasar la camioneta.
– El abuelo… mirá… ¿es el de la barra brava de Boca? -contestó Coco con toda la inocencia del mundo, haciendo referencia a José Barrita, alias el Abuelo, jefe de la facción denominada Jugador Número Doce, la hinchada de Boca Juniors.
– Qué bruto sos… no, es un libro de Benito Pérez Galdós, un autor español. Pero te muestro el título para ver si una vez en la vida me das un gusto. Quiero ser abuelo, a ver si pescás la indirecta.
Un rato más tarde, Coco desandaba la ruta hasta La Prosaica, a los efectos de cumplir con algunos fletes del día. Y a pesar que su mente no solía hundirse en cavilaciones existenciales de ninguna naturaleza, el reciente diálogo con su padre le repiqueteaba en la conciencia. Para colmo, unos kilómetros antes del ingreso a la ciudad cabecera del Partido de Coronel Domínguez, en la radio de la Dodge empezó a sonar “Mi viejo”, la famosa canción de Piero.
– Pero mirá vos… qué casualidad -pensó Coco en voz alta, mientras doblaba en el acceso a La Prosaica.
Durante toda esa jornada la idea le dio vueltas en la cabeza. Y decidió hablarlo con Rosita. Ese era el mecanismo por el cual se decidían las cosas en su matrimonio: se hablaban. Pero no producto de una decisión tácita entre dos mentes democráticas que consensuaban todas las decisiones inherentes a su convivencia. No. Era por la simpleza con que hacían todo. O quizá una misma expresión de aquella inercia que en este caso era compartida. El mismo método por el cual resolvían si hacían asado o pastas, si pintaban de blanco o de celeste las paredes de la casa, o si invitaban o no a algún familiar a comer, era el que utilizarían en esta instancia mucho más trascendente. Y no porque la minimizaran, o la subestimaran, sino porque para ellos, para Rosita y Coco, la vida no era tan complicada. O por lo menos, ellos no la complicaban con disquisiciones filosóficas a la hora de abordar un tema. Más que nada porque sus mentes carecían de la complejidad necesaria para enroscarse en divagues intelectuales. Y la decisión de tener un hijo -o al menos intentarlo- surgió de la misma manera.
– Che, Rosi… ¿no te gustaría que tengamos un hijo? -comentó Coco mientras le sacaba la tripa a un salamín picado grueso que se aprontaba a cortar sobre una gran tabla, ya poblada de cuadraditos de queso cáscara colorada.
– Y… podría ser. Alcanzame ese dedal que está ahí, al lado del carretel grande. Dejá de ponerte el forro los domingos y probamos.
Después de varios intentos frustrados, que de ninguna manera afectaban emocionalmente a la pareja, a fines de 1999, Rosita quedó embarazada. La noticia la trajo el mismo Coco, que de camino a uno de sus fletes había recibido la orden de su esposa de retirar los análisis en el Laboratorio Noriega, el único centro bioquímico de Roma, aunque algunos vecinos, en virtud de cierto apego a la bebida de su titular, eligieran realizarse sus estudios en laboratorios de La Prosaica.
– Rosi… ¿qué quiere decir positivo? -preguntó Coco entrando con el análisis en mano a la habitación donde Rosita cosía.
– ¿El qué? -contestó Rosita sin mirar a su esposo, concentrada en un pespunte que le exigía máxima precisión.
– El análisis… dice positivo.
– ¿En serio? Vas a ser papá, Coco -Rosita soltó la tijera sobre la máquina de coser, dejó el vestido arriba de la mesa y fue a abrazar a su esposo.
– Con razón el Cholo Noriega se reía cuando me lo dio.
– Claro, tonto… es porque la noticia era buena.
La noticia del embarazo alegró más a los abuelos que a los padres. Tanto Amanda y Leticia, como Pichi, rebozaban de júbilo, y hasta se fastidiaban con el poco entusiasmo que mostraban Rosita y Coco. Y además, les reprendían descuidos alimenticios que podían conspirar contra la salud del bebé.
– ¿Ustedes son o se hacen? ¿Cómo van a comer papas fritas tan seguido? Tenés que cuidarte más en las comidas, Rosita -la reprendió Leticia.
– ¿Y qué tiene, má? ¿Al bebé le va a llegar el aceite frito por el cordón umbilical? Aparte tenía antojo de papas fritas.
– Susana hizo una dieta estricta y las nenas le salieron bien sanitas. Es un esfuerzo de nueve meses, nada más.
– Qué raro no ibas a invocar a la diosa de toda sabiduría. La diosa Susana… claro, ella seguro que no se fumaba algún pucho cuando estaba de encargue.
– Muy de vez en cuando. Y era por el estrés que le agarraba cuando estaba de guardia. Pero dejemos a Susana tranquila. La que está embarazada ahora sos vos. Y tenés que pensar lo siguiente: vos ahora estás compartiendo tu organismo con el chico. O chica, porque todavía no sabemos qué sexo tiene.
– Es cierto, el sexo no lo sabemos. Pero si llega a ser varón ya debe tener las bolas hinchadas de escuchar a su abuela.
– Jajaja -rió estruendosamente Coco.
– ¿Coco… vos le festejás esa guarangada? -se sorprendió Leticia.
– Perdón, Leticia. Pero me causó gracia.
A pesar de su embarazo prominente -lo que según las comadres del pueblo anticipaba sin lugar a dudas el advenimiento de un varón-, Rosita seguiría cosiendo hasta el día antes del parto. No lo hacía por un exceso de responsabilidad con sus clientas, sino más bien porque era su rutina, era lo que le gustaba: coser.
– Rosita querida… me dá un poco de culpa encargarte este vestido con tu estado. Pero, ¿sabés lo que pasa?: no le tengo confianza a otra modista, nena…
– No se preocupe, Rosalinda, a mí no me molesta coser, por más panza que tenga. Tampoco me exige tanto esfuerzo.
– Y, pero viste… coser a lo mejor no, pero andar midiendo, corrigiendo el corte con la tiza… todo eso… ¿no te cansa la cintura la panza? A mí cuando estaba de encargue del Fabricio… ay, mi madre… qué dolor de cintura. Y yo no tenía que coser.
– Pero tenía que atender a su esposo y a sus otros hijos. Eso sí que debe ser un trabajo pesado, ¿no? ¿Qué me espera a mí, Rosalinda? Dígame la verdad.
– Y… para qué te voy a mentir, nena. Es trabajo, es trabajo. Cocinar, lavar, planchar, barrer… muchos piensan que ser ama de casa es una pavada. Te la regalo. Si podés, y esto es un consejo que te doy, Rosita… tené uno solo, nena. Con uno solo basta y sobra. No andés encargando más porque te vas a volver loca. Hoy no es como antes, que los chicos se criaban solos… no, no, no, Rosita. Hoy los chicos exigen y exigen… primero que el jardín, después que la escuela, después que el fútbol o inglés particular, o la mar en coche. Hay que resolverles todo…
– Quédese tranquila, Rosalinda, que eso ya lo tengo bien clarito. Con sólo mirar a mi hermana, con dos criaturas… no, ni loca tengo más de uno.
– Claro… encima la Susy es médica… me imagino el movimiento que debe tener que hacer para ubicar a las nenas. Encima se… bueno… iba a decir que se separó, pero eso no es tema mío… disculpame nena.
– Pero no, Rosalinda. Si usted es como de la familia…
Si Rosita, que era quien cargaba en su vientre con la humanidad del futuro hijo de la pareja, se tomaba el embarazo con total naturalidad -sin dejar de otorgarle la importancia habitual a su trabajo-, que otra cosa podía esperarse de Coco.
– Coco… ¿seguís haciendo fletes a Rosario? -le preguntó a la pasada, sacando la cabeza por la ventanilla con la camioneta en movimiento, Carlos “Pato” Voltarnulli, un chacarero de los que solía encargarle trabajos.
– Sí, Pato… cómo no voy a seguir yendo… ¿qué necesitás? -respondió Coco mientras barría la vereda.
– No, ahora nada. Capaz la semana que viene tengo que traer unos repuestos. Pero te preguntaba porque como la Rosi debe estar por tener familia, pensé que por un tiempo tan lejos no ibas a ir.
– Y si yo no soy el partero, Pato, jajaja… no, si la Rosi es una fenómena, ni se queja. Sigue laburando como si no tuviera panza. Así que si ella sigue laburando… con más razón tengo que laburar yo, que no llevo panza. Bah… no tengo un pibe adentro, pero una pancita tengo, porque lo que es chupi y comida, a eso no le aflojo, jajaja…
– Che, Coco… ¿y ya saben qué es? -curioseó Voltarnulli.
– Sí, parece que un ser humano, jajaja… no, ni idea, Pato. No quisimos saber. Que venga lo que sea… sanito, eso sí.
La fecha prevista por el doctor Salvador Mastrángelo -ginecólogo y obstetra de La Prosaica-, para el nacimiento del hijo de Rosita y Coco era el 10 de febrero. Es decir que el nuevo integrante de la familia llegaría con los primeros bríos del tercer milenio. El año 2000, por su trascendencia parteaguas en la historia, estuvo plagado de acontecimientos que más allá de su verdadera relevancia, adquirían en sus denominaciones la solemnidad indicativa de ese nuevo siglo. Así, tanto un certamen internacional de música, como una carrera en el Hipódromo de Palermo, o hasta un torneo de bochas en un club de barrio podía poner en juego un premio llamado “Trofeo del Siglo”.
– Rosita… querida… ¿tenés fecha para mañana y estás cosiendo? Haceme el favor, hija… que está llegando tu hermana de Rosario para asistirte en el parto. Te va a retar si te ve levantada y trabajando -cuestionó Leticia a su hija.
– Y si no es partera ella. ¿A qué tiene que venir? -se quejó Rosita.
– Dá la casualidad que mañana una hermana de ella le va a dar su primer sobrino. Mirá sino va a venir. ¿Todo le tenés que cuestionar? Coco… decile algo, che… va a tener ese chico arriba de la máquina de coser -involucró Leticia ahora a su yerno, que venía del fondo con una llave francesa en la mano.
– Ya le dije, Leti… pero no me hace caso. Hasta puse el bolso arriba de la camioneta por las dudas para salir rajando a la clínica.
– Para mí deberían pasar la noche en algún hotel de La Prosaica. Así están más cerca de la clínica -opinó Amanda.
– Yo le puedo decir a Tulio Basualdo para que se queden en la casa de él. Total tiene las habitaciones al pedo -terció Pichi proponiendo el domicilio de un ex compañero municipal, cuyos hijos ya se habían independizado.
– No, papi… no hace falta. Yo en diez minutos estoy en la clínica. Quince si hay muchos camiones en la ruta -aseguró Coco.
– ¿Diez minutos? Menos mal que me dijiste porque yo me pensaba colar con ustedes en el viaje. Ni en pedo me subo a esa camioneta, entonces -sentenció Pichi. En diez minutos podés estar en la punta del pueblo, Coco… ¿Te olvidaste que La Prosaica queda a cuarenta kilómetros?
– Fue una forma de decir. Quien dice diez, dice media hora.
– Pero Coco… esos veinte minutos de diferencia pueden ser cruciales. Tiene razón Amanda. Váyanse a un hotel que yo les pago el hospedaje -propuso Leticia.
– ¿Por qué no nos dejan de romper la paciencia? -volvió a fastidiarse Rosita.
– Rosi… ¿de qué es ese agua que hay en el piso, abajo de tu silla? -se extrañó Coco.
– Uy. Parece que de tanto romper… me hicieron romper bolsa.
FIN DEL CAPÍTULO Nº4