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Duilia Rosa Pianetti. O mejor dicho, la Rosita. Hija de Máxima Leticia Scatolaro y Prudencio Elías Pianetti. Un matrimonio típico de Estación Roma. Otro de los tantos matrimonios típicos que abundaban en el pueblo. Gente de trabajo, sencilla, con modestos objetivos de vida. Personas que ascendieron socialmente gracias a las políticas obreras del peronismo, y que como máxima aspiración tenían la de poder darle una educación universitaria a su hijos. Aunque muchas veces -quizá la mayoría- esos hijos no correspondieran a esa pretensión. Muchos comenzaban el camino universitario, pero eran más los que abandonaban que quienes llegaban a cumplir el sueño de “mi hijo el doctor”, incluyendo en el concepto a hijas mujeres, y a profesiones varias, como médico, abogado, ingeniero, arquitecto, contador, veterinario, etcétera.
– Susana… vigilala a tu hermana que voy hasta la carnicería y vuelvo. Ojo… no te distraigas jugando en el patio que la nena es muy inquieta. Son veinte minutos, nada más. Haceme el favor, Susanita -pidió Leticia a su hija mayor, de 8 años recién cumplidos.
– Sí, mami, andá que yo la cuido. ¿Si quiere galletitas le puedo dar?
– Bueno, pero con mesura, Susy.
– ¿Qué es mesura? Yo se las pensaba dar con mermelada.
– Jajaja… esta Susy. Con mesura quiere decir con moderación.
Leticia Scatolaro era la profesora de castellano del pueblo. Daba clases en varios colegios secundarios de La Prosaica, pero además era la directora de la escuela primaria local. Una sacrificada docente que a pesar de sus muchas obligaciones curriculares, así y todo se las ingeniaba para criar a sus dos hijas, María Susana y Duilia Rosa. Su esposo, Elías Pianetti, era albañil. Desde muy chico había abrazado el oficio, ayudando a un tío suyo. Con el tiempo, a fuerza de las enseñanzas de su tío y de su propio empeño, Elías se convirtió en uno de los más diestros constructores de Estación Roma. Era por lejos el mejor albañil. Y además, un hombre honesto, serio pero gentil, con trato respetuoso hacia todo el mundo. Eso sí: esas virtudes le duraban hasta aproximadamente las 7 de la tarde, cuando el crepúsculo le daba paso a un hombre anestesiado por el alcohol. No era un borracho pendenciero ni violento ni cargoso ni molesto ni desconocedor. Pero tomaba mucho, y todos los días. De lunes a domingo.
Luego de la ardua jornada laboral, Elías llegaba a su casa, se pegaba una enjuagada rápida, se sacaba las ropas llenas de cal y polvillo, se ponía un pantalón de grafa limpio, una camisita blanca y se iba en bicicleta a efectuar su habitual recorrida bolichera: primero la cantina del Club Progreso, donde se tomaba unos Gancia con limón y miraba cómo los demás habitués jugaban a las cartas y al billar. Y luego, cuando la noche empezaba a cerrarse en el cielo romeño, Elías tomaba su bicicleta y se dirigía a uno de los bodegones más legendarios del pueblo. Bar El Maple, un bar típico con personajes típicos y un dueño de leyenda, también típico: Alfredo Tejera, alias el Maple. Le decían así porque antes de poner el bar vendía huevos a domicilio.
– Qué hacés chanchurria -saludaba el Maple la llegada de algún parroquiano.
– Acá andamos, Maple. ¿Un vino con seven up puede ser? Y deme una ficha para el pool -pedía el recién llegado.
– Bueno… pero no me van a mojarrear. A mojarrear… al arroyo.
“Mojarrear” era uno de los verbos más utilizados por el Maple. Significaba “sacar ventaja”, y se consumaba cuando algún cliente que estaba jugando al billar pool, demoraba el final del partido jugueteando con la bola blanca.
Elías Pianetti llegaba al Maple con tanque semilleno, y se iba del lugar -a eso de las 9 y cuarto de la noche- en condiciones físicas muy precarias. Más de una vez le ofrecían ayuda otros parroquianos, pero él, orgulloso, se negaba.
– ¿Querés que te lleve la bicicleta, Elías? -sugería algún solidario cliente del Maple.
– No. Estoy bien -contestaba, tajante, Pianetti.
– Andá por la vereda, chanchurria -indicaba el Maple desde atrás del mostrador, mientras acomodaba las bebidas.
Su esposa Leticia lo había acostumbrado a que cuando llegaba a su casa de vuelta del boliche, tenía que pasar sí o sí por el baño. Una buena ducha primero, y una cepillada de dientes para sentarse a la mesa y compartir la cena con su familia. Ese protocolo antiborrachera, si bien no se la quitaba del todo, al menos lo acomodaba un poco, y lo dejaba más presentable ante sus hijas.
– Mañana tenemos que ir al acto del colegio, Elías -avisó Leticia mientras servía la sopa, primer y obligado plato de la cena.
– ¿Por? -preguntó, escueto, Elías.
– ¿Cómo por, papi? Es el acto del 25 de Mayo -contestó Susana.
– Ah… ¿y a qué hora es?
– A las diez y media -contestó Leticia con mirada severa. No me vengas con que mañana rellenan el techo ni ninguna de esas cosas por el estilo.
– Y… rellenar el techo no, pero me llegan los materiales.
– ¿Y qué hay? ¿No pueden recibir los materiales los empleados que tenés? -sugirió Leticia con fastidio.
– Sí, pero tengo que estar yo. Son buenos pero medio pavos.
– Papi… ¿qué olor tenés en la boca? ¿Qué tomaste en el Maple antes de venir? -advirtió Susana.
– Te dije que te lavaras bien los dientes, Elías -dijo Leticia, apretando cada palabra en la bronca que enarbolaban sus labios.
El matrimonio de Leticia y Elías empezó a resquebrajarse como consecuencia esperable del alcoholismo del albañil. Si bien Elías era un hombre bueno, incapaz de maltratar a su esposa, a sus hijas, a nadie, la situación se fue tornando insostenible. Leticia era una docente de prestigio en el pueblo y en toda la zona. Por más que su esposo fuera un hombre respetado como constructor, su imagen social se desdibujaba cada noche en Estación Roma. La gota que rebalsó el vaso tuvo lugar el día de la primera comunión de Susana. Estaba todo el pueblo en la parroquia, y Elías no llegaba.
– Mamá… ¿qué pasa que papá no llega? -se impacientó Susanita.
– Debe estar cambiándose todavía -lo cubría su esposa.
– Mirá, allá viene -gritó con alegría la niña.
A media cuadra del Sagrado Corazón, la chica divisó a su padre que venía en bicicleta. Fue tal el júbilo de Susana Pianetti que la mayoría de los presentes, que esperaban en el atrio para entrar a la ceremonia religiosa, se dieron vuelta ante semejante grito y quedaron de frente a la llegada de Elías. Su andar era algo sinuoso. Y para colmo, la noche anterior un temporal de lluvia y viento había convertido las calles de Estación Roma en un auténtico lodazal. Elías venía embalado, y justo fue a derrapar en un sector de la calle inundado de barro chirle, casi líquido. Terminó adentro de una zanja que corría a la vera del predio del ferrocarril ubicado frente a la Parroquia. El papelón fue mayúsculo, y a pesar de la comprensión de sus vecinos, Leticia tomó una drástica decisión: a partir de esa noche, ella y Elías ya no convivirían bajo el mismo techo. Elías fue a parar al galponcito del fondo, reacondicionado por él mismo con un pequeño baño y una cocina a leña que le prestó el cantinero del Club Progreso.
Elías seguía siendo el padre de Susana y Rosita, pero no el marido de Leticia, que aunque libre como mujer, jamás volvió a entablar relación amorosa alguna. Elías siguió siendo un buen padre, un mejor constructor y un empedernido borracho. Aunque en este último aspecto se esmeró tanto, que fue desdibujando cada vez más los otros dos. Sus hijas lo querían mucho, y trataban de cuidarlo, pero su salud empezó a declinar luego de cumplir 50 años. A raíz de temblores en las manos, tuvo que delegar en sus oficiales las tareas de albañilería que más precisión demandaban. Su vida se consumía noche tras noche en el Bar El Maple, lugar que pasó a ser el único que frecuentaba, ya que la cantina del Club Progreso, a partir de un cambio de comisión directiva a mediados de los setenta, había renovado el perfil, dando lugar a un ambiente más juvenil en el que Elías no cuajaba de ninguna manera.
Susanita terminó la secundaria y comenzó sus estudios universitarios en Rosario, merced a un esfuerzo muy grande de su madre, que le alquiló un departamento a pocas cuadras de la Facultad de Medicina, donde concurría. Por su parte Rosita, fue creciendo a la sombra de su luminosa hermana, una joven brillante, con un futuro muy promisorio. Si bien Leticia trataba de darle todo lo que estuviera a su alcance, era notorio que había una marcada predilección materna para con su hermana mayor. Y eso fue haciendo mella en el temple de Rosita, que con el paso de los años moldeó un carácter resentido, lo que le impedía desarrollar de manera apta su sociabilidad. Tenía muy pocas amigas, con las cuales, además, se peleaba continuamente.
Su único amigo era Elías, su padre. Con él compartía mateadas en silencio, ya que ninguno de los dos era de charlar demasiado. Los domingos al mediodía la joven Rosita le cocinaba unas pastas, o Elías hacía un asado. En esos almuerzos, Elías apenas si tomaba un vaso de vino, pero igualmente se dormía en plena sobremesa. Rosita levantaba platos y cubiertos, y se quedaba sentada al lado de su padre, viéndolo dormir, babeante, sobre la mesa, mientras las moscas rondaban su cabeza.
– Rosita… el lunes va a venir Cristina Romani. Te va a hacer el test vocacional. El año que viene terminás el secundario y ya es hora que te vayas preparando para el futuro.
– Ufa, má. ¿Qué necesidad tenés de saber qué voy a estudiar si todavía me falta un año y medio para terminar el secundario?
– Porque de acuerdo a lo que sigas en la facultad, podés ir ganando tiempo en capacitarte, Rosi. Por ejemplo, si vas a seguir el profesorado de matemáticas, podés hacer un curso preparatorio intensivo de matemáticas. Si vas a seguir abogacía, podés ir estudiando leyes con el doctor Arce, que me debe tantos favores. Y si seguís otra cosa, vemos de qué manera podés ir adelantando. La facultad cuesta mucha plata y esfuerzo, así que hay que aprovecharla al máximo.
– ¿Y si no quiero estudiar nada? Puedo aprovechar entrenando en eso, o sea… en hacer nada.
– Hacete la viva vos…
A principios de los noventa, Rosita comenzó a cursar el profesorado de Historia en el Instituto Sanmartiniano de La Prosaica. Su interés por la materia era muy débil, pero comparado con el entusiasmo que le provocaban las ciencias duras, era algo. Aunque en realidad, su único interés era la nada misma. Entonces, si había empezado el profesorado era para acallar un poco la insistencia de su madre. Para dejarla conforme. Pero a Rosita las semanas se le hacían eternas, entre los viajes en colectivo hasta la ciudad cabecera del Partido, las clases del turno tarde -era imposible que concurriera al turno matutino, ya que levantarse a las 6 de la mañana para desayunar e ir a tomar el ómnibus era un esfuerzo al que jamás se hubiera sometido-, los exámenes parciales, la bibliografía obligatoria y su innegable dificultad para socializar con sus compañeros. A los pocos meses de iniciado el año lectivo, Rosita empezó a faltar. Al principio esporádicamente. Luego, de manera consuetudinaria. Es decir, viajaba a La Prosaica pero en lugar de concurrir al profesorado, deambulaba por la ciudad. Recorría bares, plazas, miraba vidrieras y se metía de vez en cuando en el Cine Coliseo, el único que quedaba abierto, luego del cierre y la demolición del Splendid.
– ¿Cómo estuvo la clase de hoy, Rosi? -preguntó Leticia mientras preparaba la cena y su hija ponía los platos y cubiertos en la mesa.
– Bien… interesante.
– Interesante… ¿podrías explayarte un poco? Digo, no sé… qué materias tuviste, qué temas tocaron, etcétera.
– Ay mamá, estoy cansada. ¿tanto detalle necesitás? -se excusó Rosita, mientras Susana Giménez invitaba a ganar un millón de dólares por televisión.
– Bueno, está bien. Pero… ¿al menos te resultó interesante el contenido de las materias que tuviste? Es decir… fuiste al profesorado. ¿No es así?
– ¿Qué estás insinuando, má?
– Nada. No insinúo nada. Lo único que te pido es que no te olvides que a mí me conoce todo el mundo, más que nada en el ámbito educativo. Así que si tenés en mente “hacerte la rata”, tratá de ser sincera conmigo y no hacerme pasar vergüenza.
– Me parece que vos no tenés amigos en el ámbito educativo. Lo que tenés son alcahuetes.
– Ese no sería el punto, Rosita -dijo con tono severo Leticia, mientras apuntaba en dirección a su hija con el mismo cuchillo Tramontina con el que cortaba una cebolla. Acá lo que importa es el fondo de la cuestión: ¿tenés interés en estudiar o no? Porque sino lo tenés, me lo decís y punto. No te crié para que andes dando vueltas por la ciudad mientras tendrías que estar en un aula. ¿Me entendés, Rosa?
A las dos semanas de aquella conversación, Rosita abandonó el profesorado, para desazón y enojo de Leticia. La convivencia entre ellas se hacía cada vez más difícil. Rosita desocupada como estudiante y Leticia jubilada como docente eran los condimentos ideales para un menú explosivo. La única salida que tenía Rosita era pasar tiempo con su padre en la pieza del fondo. Elías estaba cada vez más complicado de salud y su hija lo ayudaba con la comida, la limpieza y la cobranza de algunos trabajos que sus oficiales -ahora a cargo del negocio- se dignaban en compartirle.
A mediados de 1994 el país se conmocionaba con el dóping positivo de Diego Maradona en el Mundial de Estados Unidos. Mientras eso sucedía, la vida de Rosita sufría un traspié que si bien de alguna manera era esperado, no por ello dejó de sacudirla emocionalmente. Luego de un complejo cuadro respiratorio, producto de un virus que penetró en su organismo debilitado por el alcohol, en el Hospital de Agudos “San Heriberto” de La Prosaica, moría Elías Pianetti, su padre. Una circunstancia que si bien -como era lógico de esperar- acercó afectivamente a Rosita con su madre Leticia y su hermana Susana, lo haría sólo por un tiempo. Al cabo de unos meses, la relación familiar retomó las asperezas habituales.
– ¿No pensás hacer nada de tu vida? -preguntó Leticia.
– Sí… mirar televisión -contestó Rosita, mientras miraba uno de los tantos almuerzos de Mirta Legrand.
– Entonces andate a la pieza del fondo, y te instalás ahí. Seguí el camino de tu padre, en lo posible sin la parte del chupi. Eso sí, no tiene televisor. Tu papá lo vendió para comprarse vino.
Al día siguiente, por la mañana, mientras Leticia hacía los mandados, Rosita tomó literalmente la sugerencia de su madre. Y a los efectos de cumplir con su explícito objetivo de vida -“mirar televisión”- se llevó el de su casa a la pieza del fondo. El episodio generó un nuevo incidente, esta vez con un corte de relaciones por tiempo indeterminado entre madre e hija. Recién a los dos meses, merced a la intervención salomónica de Susana, se limaron asperezas, y se suscribió tácitamente un armisticio familiar. Leticia cedió en algunas cosas y Rosita trató de encauzar su vida en alguna actividad. Esa actividad la encontraría por obra y gracia de la casualidad.
– Rosita… ¿no te querés ganar unos pesos? -preguntó la tía Ernestina, que en realidad era prima segunda, pero a los efectos de una simplificación familiar, recibía el afectivo trato de tía.
– ¿Cómo? -preguntó Rosita.
– Luisa se cayó y se quebró un dedo del pie. Entonces necesita que la ayuden con las cosas de la casa. Es un rato a la mañana, nada más.
– ¿Luisa la modista de acá a la vuelta?
– Claro… ¿qué otra Luisa iba a ser? Viste que ella está sola, porque con la única sobrina que tiene está peleada.
– ¿Y vos querés que ahora se pelee conmigo? -ironizó Rosita.
– Pero nooo… si Luisa es un pan de Dios… la sobrina es mal llevada como sandía en el caño de la bicicleta.
– Claro… porque yo soy de amorosa…
Luego de un comienzo parco y de mutuo estudio, el trato entre Luisa y Rosita fue fluyendo gradualmente. La modista más tradicional de Estación Roma era una mujer alta y flaca, pelo corto enrulado, solterona empedernida, y a pesar de no tener casi familia -excepción hecha de aquella sobrina malhumorada-, recibía gente en su casa diariamente en virtud de su oficio. Si no era una quinceañera, era una novia, o una madrina, las que acudían a Luisa si un evento social se les presentaba en el horizonte mediato. Tenía mucho trabajo y nadie la ayudaba. Por eso, al estar imposibilitada de caminar con normalidad, la ayuda de Rosita resultó fundamental. A tal punto que no se limitó únicamente a los quehaceres domésticos: Luisa, con incuestionable generosidad, comenzó a enseñarle cosas de su oficio. Al principio sólo cuestiones menores -un ruedo, una medición, un hilvanado-, para luego, ante la destreza mostrada por Rosita, profundizar en los conocimientos más importantes del corte y confección.
– Rosita… me parece bien que te guste la costura. Pero como pasatiempo. A mí me gustaría que vuelvas a estudiar algún profesorado. No te digo una carrera universitaria, pero un terciario, una capacitación -confesaba Leticia, quien no se resignaba a un futuro de su hija menor ligado al corte y confección.
– ¿Vos te escuchás, mamá, no? -retrucaba Rosita, indignada.
– ¿Por qué… y ahora qué dije de malo?
– Vos decís “a mí me gustaría”. A vos te gustaría… pero a mí no. ¿No te ponés un poco en el lugar del otro cuando decís esas cosas? Tu -remarcó la palabra- sueño es que yo haga o estudie tal cosa. ¿Y mis sueños? ¿No te importan?
– Bueno… es una buena noticia. Tenés sueños. ¿Me los contás? Y no me vengas con que tu sueño es el corte y confección.
– No. Mi sueño es que mi mamá me deje de hinchar las pelotas.
De ayudarla en su recuperación post caída, Rosita pasó a ser la ayudante oficial de Luisa. Con el correr del tiempo, y en base a la experiencia que iba adquiriendo, Rosita se fue consolidando más que como una ayudante. Demostraba una habilidad sorprendente, y además le agregaba un sacrificio notable.
– Ay Rosi… no es necesario que termines hoy ese vestido. Falta un mes para el cumpleaños de Sofía. Andá a descansar que ya son las 6 de la tarde.
– Es que soy ansiosa, Luisa. No puedo parar hasta no verlo terminado o por lo menos hasta dejarlo casi listo.
– Un poco está bien, pero ya lo tuyo es un trabajo esclavizante. Y conste que yo no soy tu ama, la que te obliga a terminar las cosas.
– Pero no, Luisa. Usted sabe que si hay algo que yo no soy es mansa. Si me obligan a hacer algo salgo rajando para el otro lado. Si lo hago con tanto entusiasmo es porque me gusta, quédese tranquila. Además, antes de escucharla rezongar a mi vieja, prefiero quedarme a zurcir y coser.
– Pobre Leticia. Ella quiere lo mejor para vos.
– Sí, ya lo sé. Pero que es hincha pelotas… es hincha pelotas.
Así como Rosita fue convenciendo a Luisa de sus habilidades para la costura, los comentarios de allegadas fueron también tranquilizando un poco a Leticia. Si bien no era el porvenir que soñaba para su hija, saberla valorada para un trabajo noble, fue aplacando un poco su propensión a presionar a Rosita con la necesidad de retomar estudios al menos terciarios.
– Che, Leti… ayer me mostró Lucrecia el saquito que le terminó la Rosi. No sabés lo prolijito que le quedó -le comentó Sara, la peluquera, mientras teñía las raíces canosas de la directora jubilada.
– ¿Si, che? Pero… ¿Luisa ya la deja sola con trabajos de esos? Digo, porque Lucrecia es la esposa del Concejal Zavala.
– ¿Y qué hay? Ni que fuera la primera dama de la República. Es amiga mía pero tampoco es la reina de Inglaterra…
– Bueno, pero se supone que Lucrecia es una clienta buena, que Luisa debe esmerarse en cuidar y mantener.
– Sí, está bien. Pero más allá de eso, Luisa no es ninguna boluda, Leti. Debe ver que la chica es buena cosiendo. El otro día me la crucé a Luisa… y me dijo… que está tapada de trabajo. Por eso la deja crecer a la Rosi. Y mirá que Luisa no es muy generosa que digamos, eh. O sea, evidentemente la Rosi es buena cosiendo en serio.
A la par de su crecimiento en la costura, Rosita fue experimentando cambios en su estado anímico. Estar ocupada en algo productivo amansó su temperamento. La hizo menos colérica, menos irascible. Y no sólo eso: al estar ocupada, abandonó casi por completo su tendencia a las ingestas calóricas. Era habitual que matara su angustia por las tardes comiendo bizcochos de grasa o facturas. Como consecuencia de eso su figura era más bien compacta, si bien no obesa. Su genética la ayudaba, y amén de excesos alimenticios, siempre fue una joven físicamente atractiva. Pero al cuidarse en las comidas, su cuerpo se fue afinando en la cintura, dando lugar a una mayor prominencia de sus pechos, y dejando al descubierto curvas que antes no se notaban. De ojos pardos con mirada adusta, nariz bien delineada, su pelo era negro y algo ondulado. Lo usaba bastante corto, aunque a veces lo descuidaba un poco.
– ¿Che, Rosi? ¿Nunca un noviecito vos? -se atrevió a preguntarle Luisa, que ya había entrado bastante en confianza con la chica.
– ¿Novio? ¿Para qué? Es para problemas. Déjeme así que estoy tranquila, Luisa. Alcánceme el hilo celeste, ¿puede ser?
– Sí, acá tenés, tomá. Pero… vos ya tenés más de veinte años, Rosi. Y con lo linda que sos más de uno te debe largar los galgos.
– No, nada que ver. Me piropean algunos albañiles cuando paso por alguna obra. Pero una vez los puteé y ahora medio que no se animan.
– Jajaja… ¿y qué te dijeron?
– El otro día uno me dijo… creo que era uno petiso que vive a la vuelta de la cooperativa. Uno de rulitos, que anda siempre de gorra… me dijo… “Mamita… cómo me gustaría dormirme entre esos dos melones”… ¿Usted puede creer?
– Jajaja… ¿y vos qué le dijiste? -preguntó Luisa a toda carcajada.
– Que el melón se lo iba a dejar como un maní del sopapo que le iba a meter. Los otros albañiles, compañeros de él, se morían de la risa.
– Y cómo no se iban a reír, jajaja…
– Para qué quiero novio, Luisa. Si así estoy bien. Nadie me jode…
– Ya va a aparecer alguno, vas a ver.
– Lo dudo, Luisa. Y la verdad, no me preocupa.
El vaticinio de Luisa, la modista, se iba a cumplir. Y de la manera más inesperada. No sería a través de una propuesta directa de un pretendiente, ni por una invitación a bailar en un asalto o tertulia -a las que, por otra parte, Luisa casi ni concurría-, ni un lance aislado de algún muchacho de Estación Roma. La providencia suele tener otras maneras de generar ese tipo de encuentros.
– Rosi… te saqué turno con el ginecólogo en La Prosaica -le avisó su madre en el desayuno. No viene más a Roma, así que te lo reservé allá.
– Ufa… ¿y no viene otro ginecólogo? -rezongó Rosita.
– No, va a venir una ginecóloga pero empieza el mes que viene.
– ¿Y cuándo es el turno?
– El jueves a las 8.15.
– ¿Vos me llevás?
– Si Carlitos me termina el auto sí, pero me dijo que todavía no le llegaron algunos repuestos, y se le atrasaron varios trabajos. Sino te vas en colectivo. Con el que pasa 7 y 20 llegás bien.
Leticia tenía una Renault Megane modelo 1985 color gris que cuidaba como un tesoro. Durante muchos años había sido su aliado en rutas y caminos para cumplir con sus actividades docentes. Si bien lo hacía ver periódicamente, su mecánico predilecto -ex compañero de colegio- Carlos Garassini, le había aconsejado una rectificación de la junta de tapa de cilindros.
– Está soplando un poco, Leti. Es lógico. Si bien lo tenés cuidado, le venís metiendo kilómetros desde hace varios años. Te hago precio, por eso no hay problemas. Eso sí, lo vas a tener que parar una semanita.
– ¿No me vas a perrear a mí, Carlitos? Mirá que te conozco.
– Pero no, che… para perrear tengo a los chacareros. Gringos llorones, ya que la juntan en pala que pongan un poquito acá, que la única tierra que tengo es una maceta. No, te digo en serio, Leti. Una rectificación de tapa lo va a dejar como nuevo.
Sin la posibilidad de hacerlo en auto, para unir los 36 kilómetros entre Estación Roma y La Prosaica, ciudad cabecera del Partido de Coronel Domínguez, la alternativa más utilizada por los habitantes del pueblo era el servicio de transporte interurbano de la Empresa Alves Hermanos, conocido vulgarmente como “el Celestito”, en virtud del color de sus unidades. Con una frecuencia horaria aproximada de un micro por hora -salvo en horario nocturno y de madrugada- Alves Hermanos cubría históricamente el servicio de transporte urbano en La Prosaica, y también tenía la concesión del servicio interurbano.
– Mami… recién escuchó Luisa en la radio que mañana hay paro de colectivos. Así que voy a tener que cambiar el turno.
– ¿En serio? Pucha, qué macana. Andá a saber para cuándo te da turno el doctor Mastrángelo ahora. Ahhh… ¿sabés qué?… le voy a preguntar al Coco Gandulla si no tiene que viajar mañana.
– ¿A quién? -preguntó Rosita.
– Al Coco, el fletero. Capaz que mañana tiene algún flete, y de paso te puede llevar. Total de última lo esperás para volverte.
– ¿Y si tiene que quedarse mucho tiempo en La Prosaica? No, ni loca. Aparte ni lo conozco. De pedo que lo crucé alguna vez en la calle.
– ¿Y qué hay? Es un buen chico. Incapaz de propasarse con nadie.
– Ese no es el problema. Si se hace el vivo le meto un bollo. Pero no lo conozco, no lo traté nunca. ¿De qué voy a hablar en el viaje?
– ¿Mirá la preocupación que tenés? ¿De qué van a hablar? De nada, a lo sumo de bueyes perdidos. Del clima… ahí está. ¿De qué habla la gente cuando no tiene tema? Del clima, de si llueve o no llueve, si hay sol, si hay humedad. Después de todo no van a un simposio. Te lleva al médico.
Al día siguiente, bien temprano -a eso de las 7.10- Rosita caminó las cinco cuadras y media que separaban su casa de la de los Gandulla. Allí estaba Coco, limpiando el parabrisas de la Dodge color naranja, humedecida por el rocío de la noche anterior. El fletero estaba subido al capot de la camioneta, y la pose que le exigía la limpieza del parabrisas hacía que su pantalón vaquero bajara un poco, dejando entrever el preámbulo de sus asentaderas. Al ver eso, Rosita meneó imperceptiblemente la cabeza, comentando para sus adentros: “mirá este ganso con medio culo al aire”.
– Buen día… me dijo mi mamá que me podías llevar a La Prosaica -saludó Rosita, parada en el medio de la calle.
– Hola, sí… -se sorprendió Coco, que se limpió las manos en el pantalón y se bajó inmediatamente de arriba del capot. Pero… no hacía falta que vinieras hasta acá, yo le dije a Leticia que te pasaba a buscar.
– No hay problema. Me queda cerca. Bueno… todo queda cerca en este pueblo, ¿no? -analizó con resignación Rosita.
La mañana se adivinaba como soleada por encima de las viviendas del pueblo, y el cielo empezaba a tomar un celeste compacto, apenas manchado por algunas líneas nubosas. El movimiento del pueblo era mínimo a esa hora.
– Esperá que voy a buscar unas cosas adentro y salimos. ¿A qué hora tenés que estar en La Prosaica? -preguntó Coco, que se mostraba servicial como con cada uno de sus clientes habituales, pero ahora agregaba un plus.
– Con que llegué a las ocho y cuarto al centro, suficiente.
– Sí, no va a haber problema. Subí si querés. Yo busco los documentos del coche, el termo y el mate, y salimos.
“¿Este va tomando mate mientras maneja?… Madre santa, qué peligro”, pensó Rosita, volviendo a dialogar consigo misma. Se subió a la Dodge en el lado del acompañante y advirtió un aroma agradable que no esperaba. Sus prejuicios le vaticinaban olor a suciedad, o cuanto menos a combustible, aceite de motor o a la cuerina gastada del asiento. Pero Coco cuidaba mucho la limpieza de sus vehículos. Se empeñaba en mantener un aroma a lavanda que hiciera al habitáculo agradable, más allá que nunca se subiera otra persona, ya que casi nunca llevaba acompañante.
– ¿Querés que cebe yo? -ofreció Rosita, más por temor que por solidaridad.
– Ah… bueno, dale. Yo no cebo cuando manejo, por precaución.
– ¿O sea que hoy lo llevás porque tenés acompañante? -razonó Rosita.
– No, para nada. Es la primera vez que viajo con vos y ¿ya te voy a hacer cebar mates? No, sería un desubicado. Llevo el termo porque cuando paro a cargar combustible en la Shell de Villa Moreno me tomo dos o tres mates con un amigo mío que despacha nafta ahí -explicó Coco. Y después tomo algunos cuando tengo que esperar en algún lado. Pero si te ofrecés a cebar, acepto. Siempre que vos también tomés, claro. ¿Sos de tomar mate?
– Sí, sí. Tomo. No mucho pero a la mañana siempre me tomo algunos.
El trayecto hasta La Prosaica fue tranquilo, y exceptuó la detención en la Shell de Villa Moreno, lo que motivó la duda de Rosita.
– ¿No parabas a cargar combustible acá? -preguntó al pasar por la estación de servicio y ver que Coco no se detenía, sólo saludaba con un par de bocinazos a su amigo.
– No… tengo el tanque casi lleno. Paro a la vuelta.
Entre mate y mate, Rosita y Coco tuvieron un diálogo mucho más fluido y extenso que el que imaginó la joven. Los temas fueron superficiales, incluyendo la referencia al paro de colectivos, el estado de la ruta y por supuesto, el clima, tal lo vaticinado por Leticia.
– Está raro el clima. Amaneció lindo pero ahora se nubló -comentó Coco, mientras encendía la radio de la Dodge. ¿Te molesta si prendo la radio?
– No, todo bien -asintió Rosita.
– Es que a veces en el informativo te dicen si hay cortes de calles por arreglos en La Prosaica. Por ahí tenés que agarrar desvíos y es bueno saberlo de antemano.
– Claro… sí. Yo no tomo más… ¿vos querés que te siga cebando?
– Uno más y gracias.
El movimiento de esa mañana en La Prosaica era menos intenso que otras veces, habida cuenta del paro de colectivos. Rosita se bajó en la esquina de la Plaza Presidente Perón, no sin antes acordar con Coco el horario de regreso.
– ¿Vos a qué hora tenés pensado pegar la vuelta para Roma? -consultó Rosita. Yo creo que para las nueve, nueve y algo ya estoy desocupada. Pero te espero hasta la hora que sea. Igual, en cole no me puedo volver. Salvo que encuentre algún conocido que vaya para el pueblo.
– Ojalá que no. Yo creo que para las diez termino. Decime por dónde te paso a buscar.
– Bueno, ¿qué te parece en esta misma esquina? -sugirió Rosita.
– Perfecto. A las diez estoy acá. Que te vaya bien en el médico.
– Gracias.
En la mente de Rosita quedó retumbando una pequeña oración de Coco: “Ojalá que no”.
FIN DEL CAPÍTULO Nº3