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“El Viaje de Goyo Gandulla” – Capítulo 2: COCO

Antelmo David Gandulla. Hijo de Américo, alias “Pichi”, y su esposa Amanda. Bautizado con dichos nombres por obra y puntualidad del santoral del día. Que, vaya casualidad, fue el mismo día y mes de la muerte de doña Juana Scarone de Farenga, matrona emocional de Estación Roma.

¿Anselmo? -repreguntó Américo a su esposa en la sala de maternidad del Hospital de Agudos San Heriberto de La Prosaica.

No. Antelmo, con “t”… anotalo porque te vas a equivocar. Antelmo David. Son dos de los santos de hoy.

¿Y no hay algún otro santo con un nombre menos propenso al chiste de sus futuros compañeritos de colegio?

Dejá de hablar pavadas, Pichi. Los niños son hirientes por cualquier cosa, no precisan de un nombre para vomitar sus burlas.

Es cierto, Amanda. Pero tampoco vamos a hacerle tan fácil el asunto. No sé, pensalo, estamos a tiempo -insistió Pichi.

Este niño que duerme en el moisés se llama Antelmo David. Y punto -cerró la conversación Amanda.

La discusión por el nombre tuvo su corolario en ese momento, pero a partir del inmediato ingreso de una tía de Amanda, por más santoral al que su madre hubiere echado mano, el niño sería bautizado de manera definitiva -como suele ocurrir a menudo- por la impronta de la primera visita.

Miráaa lo que es esa criatura, Amanda… es una belleza… a ver ese niñito hermoso… sonríale a la Tía Maruca… a ver… -la mujer se arrimó al moisés y acarició la cabeza del niño.

Ay tía… tiene menos de diez horas de vida, mirá si se va a reír -dijo Amanda.

Bueno, aunque sea alguna morisqueta que me haga… yo la voy a tomar como una sonrisa… ¿no es cierto, bonito? Mirá lo que es esa cabecita… redondita y con esa pelusita… parece un coco.

Fue suficiente dicho comentario como para que de allí hasta el final de sus días, Antelmo David Gandulla fuera conocido por Coco. Incluso muchos de sus vecinos de Estación Roma no conocían su nombre legal.

Disculpe… ¿no sabe si esta es la casa de… Antelmo David Gandulla? -preguntó el cartero, leyendo el rótulo de la carta que traía.

¿De quién? No, ahí vive el Coco -contestó el ocasional romeño transeúnte.

Pero… ¿el apellido es Gandulla? -repreguntó el servidor público.

Y… capaz…

Las esperanzas de un futuro exitoso depositadas en él por su padre, lejos de amedrentarlo, lo anestesiaron. Pichi lo estimulaba en la lectura, pero cuando se quedaba solo, el niño no pasaba de media página más. Luego trató, infructuosamente, de inducirlo al camino del arte, mandándolo primero a aprender piano y luego a clases de guitarra. No hubo caso. El profesor Ricardo Alonso, un esmerado docente de música, no tuvo más remedio que abordar a Pichi en la cantina del Club El Progreso, y decirle de manera educada pero asertiva que su hijo no tenía aptitud alguna para la ejecución de ninguna clase de instrumento musical.

Perdoname, Pichi. Pero el pibe no pega una nota. No quiero hacerte perder tiempo ni plata. Nos conocemos de toda la vida, no quiero sacarte ventaja.

¿Vos decís, Ricardo? Yo creo que si le pone un poco de sacrificio, al final va a terminar aprendiendo.

No, Pichi… no. Es más probable que mi perro toque la Novena Sinfonía en el armonio de la Parroquia, que Coco toque el feliz cumpleaños con una corneta de cotillón. Es un adoquín. Perdoná que te lo diga así.

Está bien, Ricardo. Gracias por tu sinceridad.

Otro de los vanos intentos de Pichi Gandulla por encaminar a su hijo rumbo a algún horizonte exitoso fue a través del fútbol. Cuando su hijo era un niño de 7 años lo llevó a practicar al Club Defensores de Belgrano, pero Coco no mostraba ni talento ni condiciones ni entusiasmo.

Coco… ¿en qué puesto te gusta jugar? -le preguntó el primer día Ovidio Colman, director técnico de las categorías infantiles del club.

¿Cómo en qué puesto? -respondió Coco desorientado.

Claro… en la defensa, el mediocampo o en la delantera -Ovidio entregó las distintas opciones.

Eeeeehhhhh… ¿pateando?

Sí, está bien. Patear hay que patear en todas las posiciones. Pero… ¿pateando al arco? O sea… ¿te gusta meter goles?

Sí, metiendo goles -respondió un extremadamente dubitativo Coco.

La primera práctica fue casi dramática para el chico. La pelota giraba alrededor suyo, y tras ella corrían -con un orden futbolístico rudimentario- los demás niños, mientras Coco permanecía parado, con gesto de creciente miedo, viendo las acciones como quien es atacado por un panal de avispas.

Dale, Coco… tenés que patear la pelota -le gritó su padre desde el borde del campo. Corré vos también atrás de la pelota.

Ante el pedido -bastante elemental, por cierto, pero evidentemente desconocido por su hijo- Coco atinó a moverse e ir en busca del balón. Cuando éste hubo de pasarle más o menos cerca, trató de propinarle un puntapié, pero con tanta mala suerte e ídem puntería, que su patada fue a dar de lleno en la pantorrilla de otro futbolista, a la postre -encima- compañero de equipo.

Coco… Coco… despacio, pibe -gritó Ovidio Colman, ingresando raudamente al campo de juego para asistir al niño involuntaria pero torpemente agredido por el debutante. La pelota es eso blanco y redondo, a eso tenés que pegarle, no a tus compañeros.

El incidente generó la interrupción primero parcial y luego definitiva -al estimarse una posible fractura del niño lesionado- del entrenamiento. Coco se fue de la cancha siendo objeto de toda clase de reproches por parte de sus compañeros.

¿Dónde aprendiste a jugar al fútbol, Coco?… ¿cómo le vas a pegar a un compañero de equipo?… encima lesionaste a nuestro mejor jugador

La aventura futbolística de Coco Gandulla tendría un intento más, motorizado lógicamente por su padre, que convenció a Ovidio Colman para que probara a su hijo de arquero. Así fue entonces que llegó Coco enfundado en una camiseta de arquero recién comprada por Pichi, equipada con coderas y el número uno en la espalda. Lucía también un par de guantes flamantes que envidiaría hasta un arquero de primera división. Por aquella época eran pocos los guardametas que usaban guantes.

Coco… te tenés que parar en el medio del arco -indicó Colman, al ver que el chico se paró más cerca de un palo que del otro.

¿Ahí está bien? -preguntó Coco luego de pararse en el medio, pero medio metro adentro del arco.

No, no… parate sobre la línea… en el medio pero en la línea.

¿Acá?

Bien, ahí -celebró desmesuradamente Ovidio el mísero acierto de Coco. A ver, Leo… pegale al arco -pidió el entrenador a uno de los shoteadores.

El remate salió del pie derecho del ejecutante a media altura, sin demasiada fuerza. Era ideal para que el guardavalla se luciera atrapando fácilmente la pelota. Pero Coco, se quedó parado en el lugar que le habían indicado, apenas estirando las manos como quien pide limosna en un umbral.

Pero… Coco, tenés que moverte para llegar a la pelota -pidió con incipiente desesperación Colman.

Usted me dijo que me parara acá.

Sí, pero… cuando la pelota va hacia el arco tenés que moverte para agarrarla. A ver… tirale una vos, Nacho.

El tiro de Nacho fue prácticamente un pase: al ras del suelo, despacio, fácilmente controlable hasta por el peor golero del planeta. Coco, al ver llegar la pelota dirigida en forma directa a su ubicación, se agachó para agarrarla de una manera tan poca ortodoxa que el balón se escurrió, primero entre sus manos, y luego entre sus piernas, ingresando mansamente al arco.

¿Y… como anduvo el futuro Amadeo Carrizo? -preguntó con optimismo Pichi Gandulla al llegar con rostro ilusionado a la práctica del Baby Fútbol.

¿Carrizo? Sí, el que habla por radio. Aunque creo que si este chico se para adelante de un micrófono, las palabras le salen por las orejas… -ironizó Ovidio, fastidiado.

Eh, Ovidio… ¿qué te pasa? No te conocía ese costado tan cruel. Es una criatura, no te olvides de eso -le reprochó Pichi con cierta razón.

Sí, está bien… tenés razón, Pichi. Te pido disculpas. Pasa que si tu pibe fuera malo para el fútbol yo lo trabajaría un poco, trataría de enseñarle, le tendría paciencia. Pero me parece que vamos a perder tiempo los tres: él, vos y yo.

¿Tan mal atajó? -dijo Pichi con angustia.

Decir que atajó mal sería una exageración. Directamente ni atajó. Miralo, allá está -señaló Ovidio un fresno que estaba ubicado detrás de un arco.

Con su indumentaria impoluta, huérfana del más mínimo roce de tierra o pasto, Coco se entretenía tirándole piedras a los gorriones que se posaban en el fresno, mientras los demás chicos jugaban un encarnizado partido.

Vamos Coco… Coco… ¡Coco! Vamos a casa, dale, dejá de joder a esos pájaros -ordenó Pichi con fastidio.

Cuando ya Pichi Gandulla estaba arriando las banderas del optimismo, un hecho fortuito encendió una nueva ilusión paternal. Un vecino estaba tratando de hacer arrancar su Peugeot 403, y decidió que lo mejor era empujarlo.

Coco… ¿no te animás a darme una mano? -pidió el vecino al jovencito que por entonces tenía 10 años y estaba sentado en el umbral de su casa, mirando la vida pasar, como habitualmente hacía.

Sí, Fermín. Yo lo empujo

No, no… vos sentate al volante que empujo yo -solicitó el vecino. Sos muy chico para hacer tanta fuerza.

Pero yo no sé manejar -aclaró Coco.

Es hasta que arranque, nada más. Yo te explico.

Fermín le indicó brevemente la maniobra a intentar. Cuando el vehículo, empujado por él, agarrara suficiente envión, Coco debía poner segunda, soltar el embrague y acelerar. Una vez que el auto arrancara, debía sacar el cambio, frenar y regular la marcha. Así pues, luego de un empuje de media cuadra, Coco hizo lo que le indicaron. O mejor dicho, una parte. Metió segunda, aceleró, y dio una vuelta a la manzana con el 403 de Fermín, lanzado a una velocidad un tanto temeraria. Pichi venía caminando por la avenida luego de jugar un rato a las cartas en el club, cuando inesperadamente vio pasar a Coco manejando el Peugeot de Fermín.

¿Yo estoy loco o ese que pasó manejando era Coco?

Aceleró el paso hasta su casa, y al llegar lo vio a Fermín retándolo al chico por la intrépida maniobra, aunque sin dejar de agradecerle.

Coco… te dije que frenaras apenas arrancaba. Parecías Pairetti en el “Trueno Naranja”. Mirá… ahí justo llega tu viejo.

Coco… ¿qué hiciste, hijo? ¿Qué pasó, Fermín… no me digás que Coco te sacó el auto sin permiso?

No, nada que ver, Pichi. Al contrario… no me arrancaba esta porquería y le pedí ayuda a Coco… pero le dije que frenara apenas arranque, y éste se fue de paseo, jajaja… menos mal que no pasó nada. Mirá si te sale corredor de autos

Esa hipótesis planteada en forma de broma por Fermín, disparó un nuevo intento de Pichi Gandulla en pos de empujar a su hijo rumbo a alguna clase de actividad que transformara su vida en exitosa, que lo convirtiera en ídolo, en celebridad. Con la ilusión renovada llevó a Coco hasta Pergamino, un sábado por la mañana. Allí lo esperaba Tito Espíndola, un mecánico amigo que, en su taller, además de reparar vehículos particulares, preparaba algunos kartings que competían en las categorías juveniles de la zona.

¿Este es Coco? -preguntó Espíndola, al ver llegar a padre e hijo a su taller. Tiene lindo físico para un karting.

¿Vos decís? -contestó Pichi con gesto de incipiente satisfacción. Ya probó el auto de un vecino y lo manejó perfecto.

¿Un auto convencional? -repreguntó el mecánico.

Sí, un Peugeot 403 -respondió Coco con júbilo.

Nada que ver con un karting. El 403 lo maneja un ciego, a un karting no lo doma cualquiera. Salvo que sea un karting de calesita.

La prueba sería en un improvisado kartódromo, consistente en el camino interior de un barrio residencial -Esencia Verde- donde vivía un acaudalado empresario, padre del campeón zonal juvenil de karting. Hasta allí llegaron los tres -Pichi, Coco y Espíndola- en una pickup Chevrolet que en su caja llevaba el karting. El sector elegido era uno de los laterales del barrio, pegado a la Ruta Nacional 188, en el que apenas había una sola vivienda. Ese trayecto consistía en una recta ancha de hormigón que Espíndola solía usar para probar motores, neumáticos y pilotos.

¿Tenés fuerza en los brazos, no? -preguntó Espíndola a Coco.

Sí, mucha fuerza tiene -se apresuró a responder Pichi.

Yo te lo pongo en marcha y vos después salís. No lo acelerés de golpe, Coco, porque no lo vas a poder tener. Arrancá despacito, vas hasta el final de esta calle, y das la vuelta volviendo para acá. De a poquito andá subiendo la velocidad. Pero ojo con acelerarlo de entrada… ¿está claro?

Sí, señor -contestó Coco, a quien le habían suministrado un buzo antiflama, un casco y un par de guantes, aunque esta vez de corredor, no de arquero.

Era una tarde apacible en el Barrio Esencia Verde. Sólo el trinar de los pájaros le daban marco a un clima primaveral. En el patio delantero de la única casa edificada -que estaba dispuesta a unos quince metros de la calle- en la cuadra donde probaría Coco, un par de señoras mayores jugaban a la canasta, mientras saboreaban un té con budín de limón. Dichas matronas, concentradas en el juego y en la charla, se verían de repente sobresaltadas al contemplar, atónitas, como les pasaba un karting por el medio, llevándose puesta una ancha mesa de madera de la que volarían, al mismo tiempo, las cartas, los pocillos, la tetera, el budín y un par de servilletas de tela. Coco, desobedeciendo involuntariamente -no fue adrede, solo una muestra más de su torpeza- las órdenes de Tito Espíndola, aceleró a fondo de entrada, impulsando al karting a una velocidad desenfrenada que fue imposible de dominar para el muchacho. Su loca y frenética carrera terminó, por suerte, en un alambrado que separaba el predio de una planta de silos. Coco Gandulla no sufrió ninguna lesión importante, salvo un corte muy leve en la nariz, producto del alambre en el que quedó envuelto, y que rompió la visera del casco. La peor parte la llevaron las dos mujeres que jugaban a la canasta y Tito Espíndola: no se lastimaron, pero los tres estuvieron al borde del infarto. En tanto Pichi, al cabo de un respetable susto, entendió que hasta allí llegarían sus intentos de padre por encaminar a su hijo hacia el éxito.

Una imagen de Estación Roma, a principios de los años sesenta.

¿Hiciste los deberes, Coco? -preguntó Amanda, quien, contrariamente a su esposo, tenía perfectamente claro que su hijo apenas si podría llegar a ser un ciudadano correcto y apegado al trabajo.

No, mamá. No me gustan los deberes que nos dieron hoy -respondió Coco mientras miraba “La Pantera Rosa” en televisión.

¿No te gustan los deberes de hoy? No te gustan los de hoy, no te gustaron los de ayer, y dudo que te gusten los de mañana. Los deberes no te tienen que gustar, Coco… los deberes los tenés que hacer. Y punto.

Otro de los problemas que presentaba el joven Coco tenía que ver con su perfomance escolar. Tanto en el colegio primario como en el secundario -cursado en el Instituto Técnico Nº2 “Julio Argentino Roca” de La Prosaica- su desempeño era muy pobre. Salvo en las materias de Taller, donde se destacaba un poco con cierta habilidad manual para la carpintería y la herrería, en el resto de las asignaturas ofrecía un combo de ineptitud, desconocimiento y falta de interés. Corría el año 1977 y Coco cursaba por segunda vez el primer año del secundario.

Coco… ¿cómo te fue en la prueba de Castellano? -se interesó su madre, que el día anterior había estado tratando de meterle a presión un contenido suministrado por la profesora, coincidentemente amiga suya.

Mal. Norita me puso un tres, y dijo que era porque me conoce de chico. Pero al Chacho Perdini le puso un uno, le fue peor que a mí.

¿Y a mí que me importa el Chacho? Mi hijo sos vos, el que me hace quedar como el culo sos vos, no el Chacho. A ver… dame la prueba.

En una de las consignas del examen escrito, los alumnos debían escribir un sustantivo colectivo. Y Coco Gandulla había puesto “TIRSA”, que era la empresa de colectivos que unía por entonces el trayecto interprovincial entre Rosario y Pergamino, pasando en su recorrido por Estación Roma.

¿TIRSA pusiste, bestia peluda? Faltó que agregaras Chevallier.

Tenés razón, mami. Pero… ¿larga distancia también se podía poner? -reaccionó Coco incrementando la furia de su madre.

En otro examen, en este caso de Biología y en la modalidad oral, se había suscitado un diálogo entre alumno y docente -Antelmo Gandulla y la Profesora María Luján Palacios- que quedaría en el anecdotario eterno de los compañeros de curso de Coco, ese arcón de los recuerdos al que se echa mano en reuniones, cenas y charlas de bar.

A ver, Coco. Si decimos que el término erosión viene del latín “eroderes”, que significa roer, desgastar… ¿qué podés agregar al concepto?

Ehhh… ¿qué concepto? -repreguntó el desorientado Coco.

Ese… el concepto de erosión.

Mmmm… no entiendo, profesora.

¿Qué es la erosión, Coco?

No sé.

Viene del latín “eroderes”, que significa… -la profesora buscaba denodadamente facilitarle la respuesta a Coco. ¿Qué hace el ratón, Coco?

Camina.

Estaba claro que lo de Coco Gandulla no era ni la erosión, ni la biología, ni el colegio, ni la educación misma. Su horizonte de vida no estaba en las aulas. Más bien, era lejos de ellas que quizás podía encontrar alguna actividad que lo encarrilara al menos a una cierta normalidad humana, consistente en un empleo común o una actividad con la cual ganarse dignamente la vida. Los sueños -o mejor dicho delirios- de su padre Pichi, ya se habían amoldado a la realidad de su hijo, cuyo desempeño escolar y deportivo ni siquiera orillaban la media de sus compañeros generacionales.

En 1981 fue sorteado para el Servicio Militar. Su número de orden en el documento de identidad recibió el 182, siendo exceptuado por ende de cumplir con la obligación de pasar un año en instalaciones militares. Un hecho providencial que implicó -además- no ser convocado por las Fuerzas Armadas tampoco luego, en 1982, año de la recuperación de las Islas Malvinas, gesta de la que tuvieron que participar un par de compañeros suyos de colegio, con toda la angustia del caso para sus padres.

No te hubiera venido mal hacer la colimba a vos -refunfuñaba Pichi, cuando Coco mostraba un notorio desgano a la hora de colaborar con tareas caseras como cortar el pasto, lavar el auto o armar la Pelopincho en verano.

¿Qué decís, Pichi –se quejaba Amanda-, estás loco vos? Si le tocaba la colimba lo tenías al pibe en Malvinas. Fijate Elena y Ricardo cómo están cortando clavos con el Lucho, pobre gente.

Sí, eso es cierto… pero yo digo la colimba de antes, la que hice yo. Un año comiéndote los bailes a campo abierto, entre los pastizales, haciendo imaginarias, salto rana cuerpo a tierra entre los yuyos… ahí lo quisiera ver. Tiene fiaca hasta para hacerse la propia cama, el nene… con los milicos no iba a joder.

Pero callate, che… esos milicos de mierda que mandaron a los pibes como carne de cañón, soretes… ¿esos malandras hubieran sido los mejores maestros para nuestro hijo? ¿Esos delincuentes que se llevaron al sobrino de Fonseca porque estaba en el centro de Estudiantes? Para qué los querés a esos sinvergüenzas. Dejame que con mi hijo me arregle yo, no se los voy a dejar a esos asesinos

Ya te tengo dicho que no hables así de los militares. No te olvidés que acá al lado vive un comisario. ¿Qué pretendés, que te lleven a la seccional para interrogarte? No hay que joder con esas cosas, Amanda.

Ahí lo tenés al cagón. Qué me puede decir el delincuente este de Onzari. Si me llega a citar le voy a decir que de acá se escucha cuando la faja a la esposa, que primero se ocupe de tratar bien a su mujer.

Y dale, vos… dale. Te va a escuchar.

Que me escuche, no le tengo miedo a ese sorete.

Discusiones como esa se daban en muchos hogares argentinos. El país transitaba el último tramo del sangriento Proceso de Reorganización Nacional que con tanta muerte, angustia y destrucción teñiría la historia argentina. La Dictadura encabezada ahora por el nefasto general Leopoldo Fortunato Galtieri buscaba alargar los años de tiranía con un último manotazo de ahogado: la recuperación de las Islas Malvinas. Con ese objetivo habían enviado a un ejército mal preparado a combatir con uno de los más poderosos del mundo, el inglés, siendo los jóvenes de la generación de Coco Gandulla quienes más sufrirían ese arrebato dictatorial instrumentado a partir de un reclamo soberano justo.

Coco terminó la secundaria en nueve años, cuando lo lógico hubiera sido terminarla en seis, como era habitual en las escuelas técnicas. Repitió primero, tercero y cuarto año. Y si hubo de graduarse fue por el esfuerzo denodado de Amanda, que lo hacía estudiar casi de prepo, quedándose de noche hasta la madrugada para meterle a presión las lecciones de las diferentes materias. Además contrataba profesores particulares a los cuales les pagaba un plus por hacerlo aprobar esas materias. Y mientras ella insumía tiempo y recursos en lograr que su hijo avanzara en el secundario, su esposo no mostraba ya ninguna clase de entusiasmo en el futuro de su hijo. Había pasado de aquellos sueños delirantes a este escepticismo rayano en el desprecio.

Coco… ¿otra vez te aplazaron en Matemáticas? Pensé que después de haber estudiado particular con Gutiérrez el año pasado, en este curso te iba a resultar más fácil -se angustió Amanda al ver el boletín de su hijo.

¿Einstein murió, no? Sino te conseguía el teléfono -ironizó Pichi.

Ahhhh… qué vivo que sos. ¿Y si en vez de burlarte de mí aportás alguna idea para ayudar a tu hijo? -se quejó Amanda.

No me burlo… me entrego.

¿Ah sí? Mirá qué bien. ¿Y qué va a ser de tu hijo en la vida, sin un título secundario por lo menos? Porque de facultad ni soñando, eso lo tengo muy claro. Pero por lo menos un título de técnico mecánico, como para entrar a un taller o a una fábrica. En cualquier trabajo hoy te piden un título.

Dejame ver qué se me ocurre cuando termine la escuela… si es que estoy vivo cuando termina. De última hablo en la oficina de Personal del municipio, a ver si aunque sea de ordenanza lo puedo meter.

No, a mí no me gusta levantarme todos los días y tomar el colectivo como hacés vos, Papi… dejame de joder -saltó Coco mientras tomaba la merienda.

Ah, mirá vos. El señor no quiere levantarse todos los días como hago yo. ¿Y qué te gustaría… sacarte el PRODE y vivir de rentas?

Y… si pudiera -reflexionó Coco.

Ahí lo tenés, Amanda. Y vos te preocupás por él.

Una vez graduado, Coco trabajaría unos meses en la Cooperativa Agrícola de Estación Roma. Hacía falta un ayudante en la fiambrería del almacén, y Amanda prácticamente lo obligó a emplearse. Aunque ahora no había maestro particular que le enseñara a madrugar, ni a esforzarse diariamente. Al cabo de una decena de faltazos injustificados, el gerente de la Cooperativa optó por llamar a Pichi y anoticiarlo del despido, pero al mismo tiempo ofreció una solución alternativa.

Pichi… mirá, tu hijo es muy faltador. Yo una le puedo dejar pasar… dos también. Pero a la tercera, los otros empleados me empiezan a mirar torcido -comenzó a explayarse Beto Apariente, gerente de la Cooperativa, y además compañero de Pichi desde el Jardín de Infantes a la secundaria.

Me imagino, Beto. Ya no sé qué hacer con ese chico. No es mal pibe, pero es muy haragán. No le gusta el sacrificio.

En algo te doy la razón, pero no en todo, Pichi.

A ver, explicate.

Coincido con vos en que el Coco es un buen pibe. Porque no tiene maldad para nada, es incapaz de matar una mosca. Pero en cuanto a que no le gusta el sacrificio… ahí no estoy tan de acuerdo, Pichi. Si vamos a la generalidad, a ningún pibe joven le gusta sacrificarse. Pero yo creo que hay que saber convocarlo al sacrificio. Ahí reside el secreto: en saber generarle ese compromiso.

¿Y cómo, Beto?

Dándole una buena causa.

¿Vos decís afiliarlo a algún partido político? -dedujo Pichi, erróneamente.

No, nada que ver. Una causa, una excusa, un motivo. Está bien, a lo mejor “causa” suena demasiado épico. Digamos… algo. Alguna cosa que lo mueva a esforzarse, a superarse, a sacrificarse.

La idea de Beto Apariente no residía en ninguna causa revolucionaria. Ni mucho menos. Era una idea mucho más insignificante. Pero quizás un muchacho simple lo que necesitaba era eso: un motivo simple.

Desarrollá, Beto, por favor -pidió Pichi.

Mirá. La Cooperativa contrata fletes muy a menudo. Porque hay veces que no podemos enviar nuestros camiones para algunas cargas menores. Qué sé yo, por decirte un caso… hay que traer un equipo de aire acondicionado de Rosario. Yo no puedo mover un camión, menos en época de cosecha, para ir a buscar un aire acondicionado a Rosario. Tengo que contratar un flete. ¿Y de dónde tengo que llamar un flete? De La Prosaica. Acá en el pueblo a veces me los hacía el Chulo Peracca, pero se jubiló y no quiere saber más nada. Yo digo… ¿y si le alquilás la camioneta al Chulo? Tiene caja mudancera, viste. ¿El Coco sabe manejar bien, no?

Sí, sabe. Y tenés razón. No es mala idea. Con un flete el Coco no va a tener que ser empleado de nadie. Va a ser su propio patrón.

Claro, Pichi. ¿Viste? Hay que buscarle la vuelta. Alquilale la camioneta al Chulo y yo te aseguro que mínimo, un par de fletes a la semana te contrato. Aparte quedate tranquilo que cuando se corra la bolilla en el pueblo, más de un vecino le va a encargar viajes. Ustedes son gente buena, una familia de laburantes. Vos siempre fuiste un tipo querido en Estación Roma, Amanda ni hablar… y al Coco lo quiere todo el mundo.

Pichi se había quedado pensando, entusiasmado con la idea de Beto Apariente. Miraba por la ventana con un gesto de medida alegría. No era el futuro lleno de gloria que alguna vez imaginó, pero al menos se trataba de una idea productiva que podía encarrilar a su hijo por el camino de la normalidad.

No, Beto… no se la voy a alquilar. Se la voy a comprar.

Tenía razón Beto Apariente. Esa idea simple y de fácil ejecución obró en Coco Gandulla como un acicate. Lo motivó para ocuparse de algo productivo. Es que su alma era la de un muchacho simple, de pueblo, sin ambiciones desmedidas. O mejor dicho, sin ambiciones. Más que vivir de modo simple. Fue así que nació “Fletes Coco”, primero con la camioneta Dodge color naranja y caja mudancera de lona que Pichi le compró al Chulo Peracca, para más tarde sumar -años después- un utilitario Fiat. Casi todos los días Coco tenía una changa. Si no era una mudanza en el pueblo, era un viaje a Rosario con los muebles de algún joven pueblerino que se iba a estudiar, o algún viajecito a ciudades cercanas a buscar mercaderías que la gente le encargaba.

Coco… ¿cuánto me cobrás para traer un ventilador de pie de Pergamino?

Si me aguanta hasta el sábado, don Jaime, tengo que ir por un par de cosas, así que le sumo esa. ¿Es muy urgente?

No, mientras me lo traigas antes del verano, jajaja… Pero decime cuánto me sale, Coco… así te lo dejo pago ahora.

No, don Jaime… faltaba más. Me lo paga a fin de mes, cuando cobre la jubilación. No hay ningún apuro.

Así se manejaba Coco con sus clientes. De manera simple y diáfana, confiando en sus vecinos. Aun cuando alguno de ellos -casos muy contados- se aprovechaba de la candidez del fletero de Estación Roma. Ese muchacho que su padre imaginaba político, futbolista, automovilista, músico o algo exitoso por el estilo, encontró su “causa” en una actividad simple pero provechosa. Con lo que le dejaba el flete se las ingeniaba para cubrir sus módicos gastos y también para ahorrar unos pesos. Mientras, seguía viviendo con sus padres, aunque la providencia, allá por sus veintipico, se encargó de conminarlo a dar un paso casi inevitable en la vida de la mayoría de los seres humanos.

Hasta entonces, Coco Gandulla no sabía lo que era el amor. Y tampoco eso lo perturbaba demasiado. Él era feliz con su camioneta, haciendo sus fletes, atendiendo los pedidos. Su mente no viajaba hacia ensoñaciones amorosas, más allá de mirar las curvas de alguna de las tantas chicas lindas que habitaban Estación Roma. Hasta que una tarde de 1986 lo llamó por teléfono Leticia Scatolaro.

Hable -atendió Coco.

Hola Coco… soy Leticia… la directora de la escuela.

Ah… cómo le va Leticia. ¿Quiere hablar con mi mamá? Espere que se la llamo.

No, Coco, no… con vos quiero hablar.

¿Conmigo? Bueno… la escucho, ¿qué necesita?

Vos por casualidad… ¿no tenés que ir mañana a La Prosaica? Porque viste que hay paro de colectivos.

Sí, justamente tengo que llevar y traer algunos encargues. ¿Usted tiene que ir?

Yo no, pero mi hija sí. La Rosita. ¿Vos la podés llevar?

FIN DEL CAPÍTULO Nº2

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