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Las lágrimas emocionadas de Rosita y Coco al recibir a su hijo, no durarían mucho. Luego de la consabida alegría inicial, darían paso rápidamente a las dudas acerca del motivo de ese regreso sorpresivo.
– A mí no me engrupís, Goyo. A vos te pasó algo. Mirá la cara que tenés. Nunca mandaste una mísera foto, estuviste semanas sin hablar. ¿De qué virus chino me venís a hablar? Eso acá no va a llegar nunca. Contanos la verdad, qué te pasó -se ofuscó Rosita, aun secándose las mejillas.
– ¿No va a llegar? Ya vas a ver, mami, ya vas a ver -replicó Goyo. Va a llegar a todo el mundo, acordate lo que te digo.
Coco observaba en silencio y acariciaba la espalda de su esposa, mientras cada tanto miraba con severa desconfianza a su hijo. La escena familiar del reencuentro tampoco era como la hubieran imaginado los protagonistas. Rosita y Coco estaban contentos de tener a su hijo de regreso, pero no les terminaban de cerrar los motivos.
– ¿Por qué el pelo, así, Goyito? Parecés un estropajo -preguntó Coco.
– Tengo apenas un kilo menos que cuando me fui -argumentó Goyo.
– Yo no hablo del peso, hablo de tu cara, de tu aspecto. Mirate. ¿No tenías espejo en Europa? -la voz de Coco estaba enturbiada por la preocupación.
– Ahora no me rompan las pelotas. Déjenme dormir. Y por favor, que no venga nadie a saludarme. Yo después paso por lo de los abuelos. El único que puede entrar es Daniel Peralta.
Con el correr de los días las noticias del mundo fueron dando la razón, paulatinamente, a Goyo. El coronavirus empezaba a ser el centro de la conversación en todas partes. Era como una mancha de humedad que de a poco iba ganando en extensión, y su eco llegaría también a la Argentina. El mismo día del regreso del hijo de Rosita y Coco Gandulla, Brasil confirmaba el primer caso de coronavirus en América Latina: era un empresario de 61 años oriundo de San Pablo que estuvo en la región de Lombardía, la zona más afectada de Italia. Justamente el lugar de donde venía Goyo. El ministro de Salud de la Nación Argentina, Ginés González García, informó que se habían estudiado 21 casos posibles de coronavirus y todos habían arrojado un resultado negativo.
Y mientras la rutina del planeta entero comenzaba a alterarse como no había pasado en décadas, Goyo se la pasaba en su pieza. Durmiendo durante muchas horas, y en las que estaba despierto, comiendo. La noticia de su regreso ya circulaba en Estación Roma, y salvo sus parientes -y Daniel Peralta- algunos ya miraban con recelo a la familia del fletero y la modista.
– No te amargués, Rosi… Lucrecia es una lengua larga. Ya la conocés. Ahora que el esposo es diputado provincial se cree de la realeza -intentaba calmarla Coco. Es una especialista en levantar puterío.
– Má qué realeza, atorranta hija de puta. Anda diciendo que Goyito vino de Italia… que hay que tener cuidado… que lo conveniente sería que se aisle un par de semanas. El que se aisla los fines de semana en Buenos Aires es el chanta del marido, el negro Zabala. Le dice que tiene reuniones de la política y se va a encamar con una de sus tantas asesoras, que se la pagamos nosotros.
– No deja de ser cierto, mami. Lo más conveniente es que me quede adentro por las dudas -aprovechaba Goyo para excusarse de tener el mínimo roce social.
– El Maplecito me dijo que sino pasás a verlo hoy te manda a la mierda -informó Coco, mientras le echaba soda al vaso de Cinzano.
– Y vos dejá de chupar tan temprano, que ahora pongo la mesa para almorzar -sonó fuerte la reprimenda de Rosita a su esposo.
A la hora de la siesta llegó Daniel Peralta. Fue un buen motivo para salir del aislamiento social -aun no obligatorio en el país-, y para salir de su pieza. Goyo agarró dos reposeras, y se fue con Daniel a tomar un Cinzano -el poco que había dejado Coco- bajo la sombra del paraíso del fondo.
– Bueno. No te quiero invadir, hermano. Me desborda la curiosidad por saber qué te pasó, pero supongo que por ahí tenés ganas de tomarte tu tiempo… qué sé yo. No quiero forzarte -Daniel Peralta se mostraba educado como siempre, aun cuando su mejor amigo jamás tenía secretos para con él.
– Má qué forzarme. Con vos no hay invasión ni nada.
Goyo le contó paso a paso su periplo por Europa. Desde su llegada a Madrid, su viaje a Valencia, su encuentro con Petaca y la Oveja, su visita al Bar El Rulero, el tema de Nuria y el rollo de los supuestos celos del Dasa ruso, el escape -simulacro armado desde Benetúser- a Italia, otra vez Nuria, Nápoles, Benálteguy, la Camorra, el falso Paco, una nueva fuga -esta vez verdadera-, Castelnuovo del Garda, don Luiggi, Stefanía, Laura, el crimen del falso Paco, tercera fuga, el departamento de Laura en Giambellino-Lorenteggio, llamada de Stefanía el 31 de diciembre, Vicenzo y la vía Gluck, aeropuerto de Malpensa, su similar de Ezeiza y vuelta a Estación Roma. A Goyo al principio le costó arrancar el relato de la historia, pero a medida que avanzaba, se dio cuenta que le estaba haciendo bien, era una especie de catarsis. Iba tirando del hilo de sus recuerdos recientes y de alguna manera exorcizaba su angustia.
– Si no supiera que jamás fuiste fantasioso, no te creería una mierda -reflexionó Daniel, que había escuchado todo el relato en silencio, con una concentración digna de un esmerado psicólogo.
– No exageré en nada, creémelo, Dani. Es algo increíble. Pero todo parte de esos dos hijos de puta de Petaca y la Oveja. Ya cuando llegué se mandaron la pasión de estar peleados porque se les había fundido una Traffic. Dos traidores. Y de los peores. Al principio no lo podía creer, pero este muchacho que apareció…
– El falso Paco -ayudó Daniel, demostrándole a su amigo que le había prestado atención hasta el mínimo detalle.
– Sí, el falso Paco. Un regalo del cielo. Apareció de la nada y me sacó del infierno. Él decía que si yo no aparecía no hubiera podido fugarse solo. Qué sé yo…
– Y sí, Goyo. Según lo que vos me contás es posible que fuera así.
– Nunca pude saber ni su nombre, ni de dónde era. Sólo me dijo que era del interior de la provincia. Pero cuando le preguntaba su identidad… me tabicaba. Me cuidaba, siempre me cuidó. Increíble. Yo le decía que exageraba. Y cuando lo mataron en esa esquina, ni ir a ver su cadáver pude. Tuve que salir rajando por los techos. Cómo es la vida, Dani. Me ayudó gente desconocida, como este muchacho, como Laura, Vicenzo… y me cagaron dos amigos de mi pueblo, compañeros de primaria. Increíble. Ya sé que es al pedo, pero… que quede entre vos y yo, de esto ni mis viejos van a saber. Hasta donde pueda lo voy a mantener en secreto. Además, hay otra cosa, estoy… diríamos… en situación de clandestinidad.
– ¿Cómo? -preguntó Peralta.
– Sí, entré al país con otro nombre. Pero con el kilombo que se viene por esto de la pandemia, espero que no pierdan tiempo buscándome a mí.
– ¿Y pasaste Migraciones sin problemas?
– Sí. Parece que Vicenzo hace bien las cosas.
El 3 de marzo de 2020 se verificó el primer caso confirmado de coronavirus -Covid 19, según la denominación científica- en el país: un hombre de 43 años que había estado en Italia entre el 19 y el 27 de febrero -coincidentemente últimas jornadas de Goyo en Europa. A medida que iban pasando los días el número de contagiados crecía, y el 11 de ese mes la Organización Mundial de la Salud cambió la calificación de epidemia a pandemia. En Argentina, el 14 de marzo, el presidente Alberto Fernández decretó una cuarentena preventiva de catorce días, que luego se iría ampliando en cantidad de días, en suspensión de actividades y en restricciones de diversa índole.
– Cuándo no mi vieja dando la nota. Una vez más, una sola vez más que lo insinúe, le declaro la guerra definitiva -la furia de Rosita iba in crescendo a medida que iba vaciando las bolsas de las compras.
– Pará, Rosi, pará. Te va a hacer mal -suplicó Coco, que venía del fondo con un cajón de soda vacío. ¿Qué pasó ahora con Leticia?
– Qué va a pasar. ¿No sabés cómo es tu suegra? Por lo bajo, con diplomacia pero ella te las tira. Me preguntó si ninguno de nosotros tres estaba resfriado o con dolor de garganta. Que dude de Goyo un vecino vaya y pase. ¿Pero tu propia familia?
– Ya hablé con ella por teléfono y la tranquilicé, mami. Ya le dije que pasaron más de dos semanas desde que vine y no sentí nada -terció Goyo que salía desde la pieza para tranquilizar a su madre. Es lógico que la abuela tenga miedo. No te olvidés que es hipertensa.
– Es hiperdensa tu abuela. Muuuuy densa. Hincha pelotas sería el término científico. Rompebolus intensus.
En Estación Roma, la llegada de la pandemia trajo consigo una quietud que acentuó la monotonía habitualmente presente en sus rincones. Durante las primeras semanas de aislamiento, el murmullo cotidiano de los habitantes se desvaneció, dejando un eco de soledad que resonaba entre las casas, las calles aun calientes de marzo y las veredas agrietadas. Las mañanas, que antes se llenaban con el sonido de los autos y camionetas que circulaban, ahora eran habitadas por un silencio pesado, interrumpido solo por el canto lejano de los pájaros, que parecían celebrar la ausencia de la humanidad. Los pocos comercios del pueblo que solían abrir sus puertas a la rutina diaria, permanecían cerrados, con carteles que advertían sobre el aislamiento social preventivo. La plaza central, normalmente un punto de encuentro para charlas de vecinos y juegos de los niños, se convirtió en un desierto donde los bancos vacíos eran testigos mudos del tiempo que pasaba sin prisa. Los días se sucedían uno tras otro, marcados por una repetición monótona: desayuno, limpieza y alguna que otra llamada telefónica para saber cómo estaban los vecinos. Las familias se aferraban a la televisión como única ventana al mundo exterior, consumiendo noticias sobre la pandemia que parecían lejanos ecos de una realidad ajena. En las casas, el aire se volvía denso, la incertidumbre flotaba en cada rincón, mientras los niños jugaban en patios cerrados, ajenos a los peligros del virus pero conscientes de que algo había cambiado. Las conversaciones entre vecinos se limitaban a saludos distantes y miradas preocupadas desde las ventanas. A medida que pasaban los días, la sensación de aislamiento se transformó en una especie de rutina aceptada. Los habitantes de Estación Roma aprendieron a vivir con el silencio y la calma forzada, encontrando consuelo en pequeñas cosas: el aroma del pan recién horneado en casa o el sonido del viento moviendo las hojas de los árboles. Sin embargo, tras esa aparente paz, latía una inquietud profunda por el futuro incierto. La monotonía se hizo parte de la identidad comunitaria, un ciclo interminable -en una especie de distópico loop- donde cada día era igual al anterior y donde la vida parecía haberse detenido también en un rincón olvidado del mundo como ese. Salvo en un lugar del pueblo donde la tradición, la rutina y las costumbres le hacían frente al aislamiento, y resistían aferrándose a su esencia.
Las calles de Estación Roma no necesitaban adecuarse mucho a la inmovilidad, a la quietud, a la calma. Pero ahora el pueblo parecía sumido en una siesta de 24 horas. Apenas si había algún movimiento en horas de la mañana, cuando los vecinos concurrían a aprovisionarse para volver al encierro obligado. Un encierro que les cabía a todos, menos a Daniel Tejera, a quien no lo convocaba a mantener su estilo de vida ningún tipo de teoría terraplanista, anticientífica o antivacunas. Él solo seguía su vida como le gustaba. Por más que la pandemia le restara concurrentes a su bar, la puerta del mismo siempre estaba abierta, y su silla en la vereda gobernaba la esquina.
– Chanchurria… ¿viniste? Pensé que ya no me tenías más en cuenta -el Maplecito venía del patio del bar con una bolsa de pan duro, sobrante de un asado clandestino organizado en el bar noches anteriores.
– Hola maestro -Goyo dejó de lado cualquier precaución sanitaria y se fundió en un abrazo con el propietario de El Maple. Quería asegurarme un par de semanas para no desparramar la peste, viste.
– A mí no me va a agarrar nada, estate seguro -afirmó Tejera.
– ¿Cómo sabés? -preguntó Goyo.
– Y… ¿no dicen que el alcohol mata al bicho? Yo tengo alcohol en todos los recovecos de mi organismo, boludo. Si me sacan sangre hacen la vacuna…
– Jajajaa, vos no cambiás más.
De a poco, día por día, al ritmo cansino de un pueblo como el suyo, Goyo Gandulla fue dejando atrás el mal sueño. Tenía bien en claro que nunca volvería a ser el mismo, después de una experiencia tan traumática como la que le tocara en suerte, pero sentía que, paulatinamente, esa monotonía pueblerina de la que casi huyó un año antes, ahora le estaba devolviendo la normalidad que no sintió en casi ninguno de sus días en Europa. Sus charlas a la sombra del paraíso del patio con Daniel Peralta, las escapadas al Maple para juntarse casi en solitario con su pintoresco dueño, las visitas distanciadas a sus abuelos, las caminatas por el camino que va hasta el arroyo… Pequeñas cosas que le devolvían una tranquilidad que sin dudas necesitaba. Hasta en su casa, sus padres, habían ido dejando atrás los reproches, las preguntas, las dudas, y ahora se permitían disfrutar unos mates en familia o el tradicional asadito de los domingos. Goyo se amargaba si recordaba la traición de Petaca y la Oveja, y hasta lagrimeaba en soledad al recordar a ese superhéroe inesperado que cayó ante la ráfaga mortal de aquel “contratista” de remera bordó. Pero la calidez de su hogar, la simpleza de sus padres, la sonrisa de sus abuelos, la sincera amistad de los “Danieles” -Peralta y Tejera- eran ahora un bálsamo irreemplazable. El mundo vivía una distopía, pero Goyo Gandulla sentía que la suya había finalizado. Aun moviéndose en su alma las esquirlas emocionales de esa pesadilla, sentía que estaba saliendo adelante. Le faltaba arreglar una cuestión: dejar de ser Iker Ramos Zamora y volver a ser legalmente quien era. Dardo Gregorio Gandulla.
– ¿Cómo pensás encarar ese tema, Goyo? -le preguntó Daniel, una tarde nublada de abril que amenazaba con mutar a lluviosa.
– Todavía no sé. El único abogado de confianza que conozco es Carlitos, pero la secretaria es Gisela Bordón, la sobrina de Cogollo. O sea que le puede llegar el cuento a la Pina en cualquier momento.
– Sí, es cierto. ¿Y si hablamos con Ferreira? -Daniel Peralta aludía a David “Pipo” Ferreira, graduado un año antes que ellos en el secundario, y que al año siguiente de terminarlo entró en la Escuela de Policía Bonaerense.
– Puede ser. Es amigo, pero es cana. No sé, dejame pensarlo.
– Anoche lo vi que estaba de guardia en el destacamento. Solo. Hablando al pedo con mi viejo le contó que Pirulo Chávez, el compañero de él, rota con otro milico de La Prosaica y cuando viene sale a hacer las rondas por este tema de la cuarentena.
– Sí, si me contó el Maple que el otro día le quiso hacer cerrar el bar. El Dani le dijo que ni a punta de pistola, jajaa… -festejó Goyo.
– ¿Y si esta noche vamos a hablar con él? Si vamos los dos capaz que lo convencemos de que te dé una mano con los papeles. Él conoce gente grosa más arriba, acordate que Vitrola, el padre, llegó a Comisario.
– Es cierto. Pero… no le puedo contar la verdad. No sé qué cuento meterle. ¿Cómo justifico que entré con otro nombre?
– Decile que habías perdido la documentación y que renovarlos desde el exterior demoraba varias semanas. Y que vos, por este tema de la pandemia, querías volverte rápido porque habías escuchado que estaban por cerrar la frontera, entonces conseguiste un pasaporte trucho. Que te agarró miedo y elegiste esa salida, no sé. ¿Suena muy a bolazo? -preguntó Daniel.
– No, boludo. Es buena esa. Tenés razón. Es buena -Goyo esbozó una mueca de aceptación y palmeó el hombro izquierdo de su amigo.
Ese sábado 11 de abril de 2020, el presidente Alberto Fernández comunicó la decisión de extender el aislamiento social, preventivo y obligatorio hasta el 26 de abril inclusive con el objetivo de reducir el impacto del COVID-19 y convocó a los argentinos a seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias. “Vamos a seguir exactamente igual en las grandes ciudades y los grandes centros urbanos”, remarcó el mandatario en una conferencia de prensa que ofreció en la Residencia de Olivos, acompañado por el jefe de Gabinete Santiago Cafiero y los ministros del Interior, Eduardo de Pedro, y de Salud, Ginés González García. “Quiero que cada paso que demos de aquí en adelante sea un acuerdo social: que todos estamos de acuerdo en asumir la cuota de responsabilidad que tenemos de hacer lo que la autoridad sanitaria recomienda”, señaló. Al mismo tiempo, anticipó que se incorporarían nuevas actividades a las exceptuadas, e indicó que en los próximos días se iría levantando la cuarentena de forma administrada en algunas comunidades y provincias, lo que produjo un medido entusiasmo entre los habitantes de Estación Roma. “Según las proyecciones iniciales, si no hubiéramos tomado las medidas que tomamos, hoy tendríamos que haber tenido 45.000 casos, y en verdad tenemos, en total, 1.975 casos”, reflexionó el Presidente de la Nación, quien por entonces contaba con una adhesión popular que con el correr de los meses iría desperdigando, sobre todo a partir de la filtración de las fotos del cumpleaños de su esposa Fabiola Yañez, realizado en la Quinta de Olivos aun cuando estaban vigentes las restricciones sanitarias.
Tal como amenazaba desde la siesta, el 11 de abril en Estación Roma se despachó con una lluvia virulenta al principio -unos diez minutos-, para dar paso luego a un atardecer increíblemente soleado. El cielo se abrió al cabo del aguacero y al compás de una leve brisa, el día finalizó con un clima seco y agradable.
– Me voy al campo del Toco. Vamos a comer un asado y después vamos a cazar liebres -avisó Coco.
Rosita estaba terminando de pespuntear un vestido de quince, y sin sacarse un alfiler de la boca cuestionó la decisión de su esposo.
– Se van a juntar a comer, a chupar y después van a salir a cazar. Un combo bárbaro para hacer cagadas.
– ¿Por qué cagadas? Es lo que hacemos cada tanto.
– Sí, pero ahora estamos en pandemia. No se pueden juntar muchas personas. Además con el chaparrón que cayó el camino debe estar con barro.
– No, secó enseguida, Rosi. Está firme el camino. Y no somos cincuenta los que nos reunimos. Somos tres: el Toco, Pocho y yo.
– Uno más chupín que el otro.
– Ufa che… a vos no hay nada que te venga bien -se quejó Coco.
El fletero sacó de la alacena el juego de tabla y cubiertos que lo acompañaban en cada asado, agarró una botella de tinto del bajo mesada, y puso todo en una bolsa de nylon. Pasó por la pieza donde Rosita cosía, y sin que ella lo advirtiera se le acercó para estamparle un beso en la mejilla.
– Chau, vieja rezongona.
– Salí de acá, viejo borrachín. Mientras no termines como mi viejo vos -se sacó de encima Rosita el gesto cariñoso de su marido.
Antes de subirse a la Dodge naranja, Coco manoteó la escopeta de dos caños que tiempo atrás le había entregado como pago por una mudanza Pelusa Miranda, un carpintero amigo que quedó en la ruina luego de un juicio laboral que le hiciera un empleado. El arma era una Yildiz calibre 12, superpuesta con caños cromados, monogatillo y culata de nogal. Coco era un asiduo tirador pero además de despuntar el vicio con los amigos, solía llevarla en la camioneta cuando tenía que hacer algún flete a Rosario. Jamás la usó ni para intimidar a alguien. Era simplemente una sensación de seguridad personal.
En la avenida Juana Scarone de Farenga -denominada así en homenaje a una de las personas que escribieron la historia de Estación Roma-, justo antes de la intersección con calle Tucumán, estaba ubicado el destacamento policial del pueblo. El mismo supo ser ascendido a Comisaría en 1995, pero en virtud de una reforma a nivel provincial, había vuelto a la categoría anterior. El edificio policial quedaba enfrente de la casa de Daniel Peralta, donde el amigo íntimo de Goyo Gandulla vivía con sus padres Elsa y Tito, y con su abuelo materno, don Jesús, jubilado ferroviario. El anciano sufría de una enfermedad senil progresiva, que a pesar de los cuidados familiares que requería, no dejaba de hacerlo más personaje aun de lo que había sido toda la vida. Se sentaba en la puerta y allí se quedaba durante largas horas, sea de día o de noche, verano o invierno, saludando a todos los que pasaban y anotando sus nombres en una libreta de almacén.
– ¿Lo corriste mucho? -preguntó Coco a su amigo el Toco.
– ¿A quién? -repreguntó el anfitrión.
– Al lechón. Tiene cara de haberse muerto de un ataque al corazón, jajaaa… -soltó la carcajada Coco, acompañado por Pocho.
– Callate boludo. Se lo compré a Ernesto, de La Acelga.
– ¿Un lechón para tres personas no será mucho? -analizó Pocho.
– ¿Sabés las ganas de hacer un lechón que tenía? Que sobre, total voy a comer lechón de acá hasta que el Alberto levante la cuarentena.
La noche se prestaba para el fuego asador del Toco, para la charla previa degustando un vermouth con ingredientes, para escuchar los acordes de Carlos Gardel que salían del viejo minicomponente del dueño de casa, para filosofar sobre las cosas simples de la vida y también para intercambiar chismes del pueblo, los que generalmente giraban en torno a cuestiones sentimentales clandestinas. En ese sentido, el que siempre tenía el chisme de último momento era Pocho.
– Che… ¿Se enteraron que lo gorrean a Cogollo? -preguntó Pocho sabiendo que esa pregunta era la introducción perfecta para detonar la siempre puntual curiosidad de sus amigos.
– ¿En serio? ¿Quién? -saltaron casi a dúo Coco y el Toco.
– Un viajante de los que le traen repuestos. Un rosarino.
– Uh… mirá la Pina… había sido veterana tramposa -opinó Coco, al mismo tiempo que pelaba un salamín casero.
– Sí, el rosarino se la mueve en La Prosaica. La vieron saliendo del hotelito que está enfrente de la Terminal.
– Mirá vos… -comentó el Toco, mientras rociaba el lechón con una sal muera especial que había preparado, a base de albahaca. Esa familia se fue degenerando de arriba para abajo y para todos los costados.
– ¿Cómo? No entiendo -dijo Coco, a quien sus dos amigos habitualmente sometían a cargadas varias en razón de su proverbial ingenuidad.
– Y claro… el viejo Bertolotti, Orlando, dicen que está con problemas judiciales en Canadá. Parece que metió la mano en la lata de una iglesia evangélica, o algo así. La mujer, Alejandra, dicen que ya se tumbó a medio Valencia… el hijo, la Oveja, dicen que anda en cosas raras con el otro boludo que se fue con él, ¿cómo se llama? -el Toco acudió a sus interlocutores para recordar el apodo y el apellido que le faltaba para completar la frase y que le restaba escuchar a Coco para empezar a entender algunas cuestiones relacionadas con el regreso de su hijo.
– Petaca Navarro -colaboró Pocho.
– Ese… y ahora la Pina anda trampeando. Viste… después dicen que la gente religiosa anda siempre por derecha. Unos rufianes…
Una vez terminada la cocción del lechón, lo colocaron en medio del tablón tendido a la luz de la luna, bajo la copa de unos ombúes que daban sombra al patio campero del Toco. Cada tanto le tiraban algún desperdicio a los tres perros que daban vuelta alrededor de ellos, esperando el mendrugo saciador. A raíz del comentario de Pocho sobre Petaca y la Oveja, en la continuidad del encuentro, Coco menguó ostensiblemente su participación en la charla. Y de tan transparente que era el fletero, sus amigos no demoraron mucho en percatarse de su mutismo.
– Che, Coco. ¿Qué carajo te pasa? -preguntó Pocho.
– ¿A mí? Nada, ¿por qué?
– Estás mudo, gorreau -dijo el Toco.
– No pasa nada. Hoy tengo ganas de escucharlos a ustedes… mamadera las huevadas que dicen, jajaaa…
A la misma hora que su padre trataba de ocultar -infructuosamente- alguna preocupación delante de sus amigos, Goyo estaba sentado en el destacamento, acompañado por Daniel Peralta, contándole su situación a Pipo Ferreira, oficial de la policía bonaerense. Mientras desgranaba su relato, Goyo semblanteaba la cara de Ferreira, intentando percibir alguna mueca de desconfianza que pudiera no ya imposibilitar la solución que necesitaba, sino que además complicara más el panorama. Por suerte Ferreira era un hombre simple, con buen criterio para entender una situación semejante, y una casi nula inclinación por jugarle una mala pasada a alguien conocido.
– Dejame que lo hable con un amigo que trabaja en la Central. Dame un par de días -pidió Ferreira mientras garateaba datos en un papel.
– ¿En la Central de La Prosaica? -preguntó Goyo.
– No. En La Plata. Es un compañero mío, compañero de promoción en la Bucetich, que ahora es ayudante de un jefe en la Superintendencia de Planeamiento. Es de confianza, no te preocupés. Eso sí: que quede entre nosotros tres. Ustedes saben cómo es este pueblo, que los puteríos corren enseguida. Que no salga de acá -cerró Pipo improvisando un pequeño círculo con un movimiento de manos.
– Olvidate. Che… no sabés cuánto te lo voy a agradecer -dijo Goyo.

En el campo del Toco, mientras sus dos amigos preparaban los cartuchos para salir en busca de las apetecidas liebres, Coco apuraba el último vaso de tinto antes de pegar la vuelta sin sumarse a la caza. No estaba de ánimo para eso. El comentario de Pocho lo angustió, y Coco era así cuando lo abordaba una preocupación: pasaba de un optimismo candoroso a una especie de parálisis emotiva. Quería llegar a su casa, acostarse junto a su esposa Rosita -que a las diez de la noche acostumbraba a doblegarse rápidamente ante el sueño- y ya tenía decidido que a la mañana siguiente iba a encarar a Goyo para que le contara toda la verdad, sobre todo aquellos detalles que se había guardado acerca de los fundamentos de su regreso.
La Dodge dibujó el trayecto de vuelta a casa como si fuera un caballo de sodero, esos matungos acostumbrados a recorrer un camino, que de tanto hacerlo lo memorizan. Coco entró por la principal, dobló en la Parroquia Sagrado Corazón por Bolivia, y luego hizo las dos cuadras restantes hasta llegar a su casa, ubicada en la esquina de Rivadavia. Cuando encaró la entrada del portón, observó de refilón que por Rivadavia, a unos diez metros de su casa, estaba estacionado un Renault 12 de algún color oscuro. Estaba estacionado apenas terminaba la luz de la entrada, como guarecido en las sombras. Entró la camioneta y por la hendija del portón vio a dos personas sentadas en aquel Renault 12. Al parecer dos hombres, murmurando algo entre ellos. La oscuridad no le permitía identificarlos, pero la situación le pareció rara. Ese auto -cuyo color ahora sí pudo descifrar, era verde oscuro- no pertenecía a ninguno de los vecinos del barrio.
– ¿Serán repuesteros del Cogollo? -pensó.
La medianoche en Estación Roma ofrecía fotogramas que parecían extraídos de una película del húngaro Bela Tarr. Las calles grises que se cortaban en un oscuro horizonte, allí donde la iluminación del alumbrado público dibujaba un triángulo esfumado con la lámpara de sodio como vértice. El viento meciendo apenas con una leve brisa los árboles. El silencio como eje sonoro de la noche. Los grillos, las ranas y los perros como únicos habilitados para lastimar un poco aquel silencio. Goyo y Daniel Peralta, luego de conversar satisfactoriamente con Ferreira, caminaban lentamente de regreso. Cruzando la calle estaba la casa de Daniel. Era más de la una de la madrugada.
– Miralo a mi abuelo, todavía está sentado en la puerta -sonrió Peralta. Vení, vamos a mirarle la libretita. La otra vez anotó a Aníbal Fernández y a Messi, decía que habían pasado trotando con ropa de gimnasia, jajaa…
– Jajaa, don Jesús, qué lindo personaje. ¿Cuál habrá sido el último que anotó bien? -preguntó Goyo.
– Callate que a veces anota bien. Se le complica después de cenar porque el viejo le pega al moscato. Ahora es increíble la exactitud de los horarios que anota: 14.23, 15.39, 00.18… parecen los horarios del “celestito”, jajajaa…
El viejo estaba sentado en la puerta, con la silla al revés, bien a la usanza de los pueblos. Era un hombre menudo, con una sonrisa instalada de manera perpetua en su rostro. Unos anteojos de marco grueso pegados con cinta aisladora azul en el puente, le permitían hacer sus anotaciones. Consultaba un reloj Tressa con malla de cuero negro que usaba en su muñeca izquierda y anotaba hora y datos del transeúnte.
– 01:36… El hijo de Rosita y Coco, con el chico de Peralta -dijo don Jesús, consignando sus nombres en la libreta.
– Ah bueno, pegaste dos, abuelo. No te acordás que soy tu nieto pero por lo menos me acertaste el apellido -comentó Daniel, sonriente.
– Hola don Jesús, ¿cómo anda? -lo saludó Goyo.
– A ver, prestame la libreta, quiero ver cuánta gente pasó hoy por acá. Calculo que menos que en la Quinta Avenida de Nueva York -ironizó Daniel.
– ¿Cómo andás, pibe? ¿El Coco… la Rosita? ¿Están bien? -preguntó Jesús, que tenía la costumbre de empujarse insistentemente los lentes con el índice izquierdo sobre el puente encintado.
– Bien, don Jesús. Ahí están… mi viejo se fue a cazar al campo del Toco Duarte. Y la Rosita, como siempre… debe estar durmiendo hace rato.
Terminado el breve intercambio con don Jesús, Goyo se percató que Daniel miraba la libreta de su abuelo con rostro pálido. Había perdido el aire jocoso que traía y el rictus de su cara era de preocupación.
– ¿Qué pasa, Dani? ¿Anotó algún finado que tenés esa cara? -preguntó Goyo.
– No, algo peor -respondió Daniel, alzando la vista. ¿Vos estás seguro que pasaron estos dos por acá, abuelo?
– ¿Quiénes? -preguntó Goyo, intrigado, al tiempo que le sacaba la libreta de las manos a su amigo.
– Todo lo que anoto es cierto -contestó don Jesús con su voz aguda, casi chillona, déle empujarse los lentes en el entrecejo.
La hoja que contenía las últimas anotaciones que don Jesús había hecho en el día, rezaba textualmente: “18.10 paso carlito silva el que era berdulero… 19.38 paso delia la bieja culona de la otra cuadra… 20.16 paso el dotor sanche que me saludo… 22.10 paso julio sosa que iva a cantar tango al clu todo engominau… 00.35 pasaron el oveja betoloti y el pibe de nabarro en un auto verde”.
– ¿Cuál de todos? -preguntó don Jesús.
– El Oveja Bertolotti y el pibe de Navarro -contestó Daniel.
– Ah, sí. Pasaron hace un rato. ¿No estaban en Italia esos dos?
– En España, don Jesús -corrigió Goyo. Están en España. Seguramente se los debe haber confundido.
– No, eran ellos -sentenció el viejo.
Daniel le devolvió la libreta a su abuelo, y se quedó mirándolo a Goyo, esperando la reacción de su amigo. Goyo miraba hacia la calle, con gesto pensativo. ¿Sería una visión errónea más de don Jesús? ¿O la vida volvería a jugarle una mala pasada, ahora en su pueblo, a decenas de miles de kilómetros del escenario de su increíble pesadilla? El viejo había anotado a Julio Sosa, un cantante de tango uruguayo muerto en 1964, por ende ¿podía darse como cierta su siguiente anotación?
– Yo te acompaño hasta tu casa -Daniel sonó decidido, tomando a Goyo del brazo y apartándolo de la escena con don Jesús.
– No hace falta, boludo. No creo que sea cierto. Estamos en pandemia, aeropuertos cerrados, restricciones para los que vienen del exterior.
– Sí, ya sé, yo pienso lo mismo. Si los hubieran dejado entrar estarían haciendo la cuarentena en un hotel en Buenos Aires.
– ¿Y si ya la hicieron? -Goyo se frenó de golpe.
– Como sea, yo te acompaño -aseguró Daniel.
– No seas pavo, Dani. Dejá que voy solo. Mirá si van a estar acá esos malandras. Y si estuvieran, ¿qué van a hacer… me van a ir a buscar… encima a esta hora? Dejá, Dani, quedate en tu casa.
Goyo le decía eso a su amigo, pero por dentro iba deduciendo rápidamente la situación. Si era cierto que Petaca y la Oveja andaban en el pueblo, si la anotación de don Jesús debía contarse como uno de sus pocos aciertos, que hubieran viajado a la Argentina podía tener que ver con dos motivos: o huyendo del desastre que la pandemia estaba haciendo en Europa o bien para hacerse cargo del cabo suelto que muy probablemente le reclamaba el clan Secondili. Cualquiera de las dos opciones eran posibles. Aunque a medida que él y Daniel avanzaban a paso lento por las calles de Estación Roma, algo en su fuero íntimo le decía que era lo segundo.
– Andá, Daniel, en serio. No pasa nada, boludo -Goyo pensaba en la gente que había puesto en riesgo, como don Luiggi y su familia, pero sobre todo pensaba en el falso Paco.
– Si no pasa nada, con más razón te acompaño -insistió Peralta.
– Boludo, Dani… Esto es Estación Roma. ¿Qué va a pasar?
– Tenés razón. No va a pasar nada. Por eso te acompaño.
Una cuadra antes de llegar a la esquina de su casa, Goyo advirtió la silueta de un Renault 12 estacionado en la oscuridad de Rivadavia. Pero trató de simular tranquilidad y despidió a su amigo, extendiéndole la mano para estrecharla en el clásico apretón tipo pulseada con que siempre se saludaban.
– Listo… no hace falta la última cuadra. Conozco el camino. Vaya nomás Kevin Costner, el guardaespaldas, jajaa…
– Callate, boludo. Mañana a la mañana me pongo a averiguar si lo que vio mi abuelo puede ser cierto. Los puteríos corren rápido en este pueblo.
– Dale, quedamos así.
Goyo miró a su fiel amigo caminar aquella cuadra hasta que dobló y lo perdió de vista. Y se dedicó a caminar la restante hasta su casa, como entregado a su destino. Fueron cien metros en los que todo pasó por su mente, como una película. Y decidió que en su vida ya no había lugar para más escapes. Ya no. Angustiado, entonces, pero finalmente sereno, se resignó a la paradoja de su viaje: un año antes se había marchado huyendo de la monotonía de su pueblo, y ahora el mundo lo devolvía al punto incial para ajustar cuentas con los inesperados traidores: dos amigos -compañeros de primaria, además- de su mismo pueblo.
– Qué linda metáfora. Rajar de un lugar para volver a morir -se dijo Goyo en voz baja, a escasos metros de la esquina. Y a manos de dos tipos que también salieron de acá, los que supuestamente me iban a ayudar. Parece joda…
Cuando llegó a la esquina y quedó bajo la luz cenital del alumbrado, Goyo vio que del Renault 12 se bajaban dos sombras, a las que identificó enseguida. Por la fisonomía, por la forma de moverse, haciendo desplazamientos silenciosos, tratando de no despertar al vecindario, aunque pronto lo harían sus disparos -“salvo que hayan traído silenciador para los chumbos“, pensó. Las dos sombras se pararon delante del auto, justo antes que terminara el halo de la luz del portón. Entonces Goyo respiró hondo, tomó aire, y encaró su destino a paso lento pero firme.
– Hola Goyo -saludó Petaca, desde las sombras.
– Qué tal. Me imagino que vinieron a hacerle el mandado a la Camorra -dijo Goyo, con tono resignado, y ambas manos en los bolsillos de la campera de jean.
– Dejá las manos a la vista, Goyo. No lo hagas más difícil -pidió ahora la Oveja, sacando de su cintura una pistola de caño largo.
– ¿Así está bien, basuras? -ironizó Goyo, sacando sus manos de la campera.
– Es lógico que nos odies, Goyo. Pero estamos más complicados que vos. No nos queda otro camino. Los Secondili secuestraron a mi vieja -explicó la Oveja.
– Mirá vos, Alejandra. Capaz que se dejó secuestrar para cogérselos a todos.
– Sos un pendejo imbécil. Gracias por decirme eso, ahora te vamos a matar sin remordimientos -se ofendió la Oveja.
– Hijos de mil puta. Soretes mal cagados. Mátenme y váyanse rápido de este pueblo al que están infectando más que el Covid. Ratas inmundas.
Ahí estaban. Frente a frente. Los traidores y su víctima. Bajo el cielo de Estación Roma, ese pueblo que nació como Estación Amor allá por febrero de 1884, tres de sus habitantes dirimían un embrollo suscitado muy lejos de allí. En un rincón del mundo donde la vida parecía simple, el eco de la traición resonaba con fuerza.
La Oveja blandió su pistola y la apuntó a la cabeza de Goyo, a quien tenía a dos metros de distancia. El estruendo rompió el silencio de la noche en mil pedazos. Fue un estampido seco, seguido de un eco sonoro descendente, luego del cual la Oveja se desplomó rotundamente. Petaca, sorprendido, miró hacia todos lados, tratando de identificar el origen del disparo. Le bastaron pocos segundos para darse cuenta de dónde venía: arriba del techo de su casa, parapetado contra el tanque del agua, estaba Coco. Cuando Petaca amagó a sacar su arma, Coco le asestó -en pleno tórax- su segundo escopetazo de la noche. Y allí quedaron los dos traidores, tirados al pie del Renault 12.
– Papá… ¿qué hiciste? -dijo Goyo, con un hilo de voz.
Epílogo
El episodio vivido en Estación Roma pasó a ocupar las primeras planas de diarios, radios, canales y portales de noticias. En plena pandemia, más allá de lo relacionado con el aspecto sanitario, no era mucho lo que pasaba. Ni fútbol había. Así que resultaba lógico que el caso repercutiera mediáticamente. Los sucesos acaecidos en Bolivia y Rivadavia, esquina de un pequeño pueblito del interior bonaerense, eran narrados como “un fallido ajuste de cuentas entre tres ciudadanos argentinos oriundos de Estación Roma, una localidad ubicada en el Partido de Coronel Domínguez, el cual fue abortado por la oportuna intervención del padre de uno de ellos, de ocupación fletero, convertido en héroe inesperado de sus vecinos, quienes ahora reclaman su inmediata liberación“. En sucesivas placas rojas, la señal de Crónica TV informaba: “Narcos argentinos vinieron a matar a mula descarriada“, “La Camorra ordenó su ejecución“, “Coco el fletero los primereó con su escopeta“. El sesgo sensacionalista habitual en muchos medios -que enviaron móviles a Estación Roma-, reflejaban el ánimo justificatorio de los vecinos del pueblo, quienes sostenían casi unánimemente que la actitud de Coco Gandulla era ni más ni menos que un acto de justicia.
“El fletero justiciero”, como lo bautizaron algunos medios a Antelmo David Gandulla, alias Coco, fue condenado por doble homicidio simple a doce años de prisión. Pero al año y medio de su estadía en la cárcel de Mercedes, fue beneficiado con arresto domiciliario por cuestiones de salud -tuvo un ACV estando en prisión- y buen comportamiento. Aunque en realidad fue la presión social de los habitantes de Estación Roma la que jugó un papel preponderante para morigerar su situación procesal. A los tres meses de su regreso a casa, Coco murió de un paro cardiorrespiratorio.
Petaca Navarro y la Oveja Bertolotti, luego de un sin número de trámites judiciales, fueron sepultados en un cementerio privado del Conurbano bonaerense, bajo estrictas medidas de seguridad para proteger a sus familiares de posibles venganzas napolitanas.
Dardo Gregorio Gandulla, alias Goyo, dio algunas entrevistas por consejo de sus abogados y luego entró en una profunda depresión, durante largos meses. Si bien la exposición mediática de su caso de alguna manera lo blindó de posibles nuevos atentados, no pudo procesar nunca las consecuencias de su viaje a Europa. Con la comprensión de todo Estación Roma, el apoyo incondicional de su amigo Daniel Peralta, y la sabiduría de Daniel Tejera, que empezó a arrastrarlo -literalmente- a largas charlas en El Maple, de a poco empezó a salir de su letargo. Cuando lo estaba logrando, su madre, Duilia Rosa Pianetti, Rosita, se enfermó gravemente, quizá a causa de la angustia. Murió en noviembre de 2022.
– Un viejo de 23 años, eso es lo que soy -decía Goyo.
Agobiado por la vida a pesar de su juventud, Goyo Gandulla eligió seguir como su padre había imaginado. Se hizo cargo de “Fletes Coco” y reflotó el viejo negocio familiar, aunque cambió la Dodge naranja por un camión mudancero Mercedes Benz, de color azul, modelo 1988. Dejó de ser aquel muchacho curioso y entusiasta de la vida, soñador empedernido, y pasó a ser un hombre mustio, retraído, silencioso, capaz de pasar varios días pronunciando apenas cuatro o cinco palabras, incluso ninguna en los domingos.
La mañana del 24 de diciembre de 2023, mientras preparaba el camión para un flete, Lito, el cartero del pueblo, le trajo una carta. El remitente daba cuenta de una dirección en Líbano. La abrió con renovado temor, pensando que algún “contratista” de la Camorra empezaba a amenazarlo desde confines remotos.
“Hola Goyo. Mi nombre es Flavia Guerra. Vivo en Líbano, un pequeño pueblo del Partido de General La Madrid, provincia de Buenos Aires. Te vi en algunas entrevistas y leí un par de reportajes que te hicieron. Me atreví a escribirte por una sencilla razón: de acuerdo a lo que contaste, estoy casi segura que soy la hermana de esa persona que identificás como “el falso Paco”. Me gustaría conocerte. Espero tu respuesta. Un beso, Flavia“.
FIN DE LA NOVELA