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– El método va a ser distractivo, Gandulla.
– ¿Distractivo? ¿Cómo sería? -Goyo se mostraba algo ansioso.
– Para empezar, no te pongas loco. Tranquilizate porque el secreto del éxito de este procedimiento es la calma. Si te gana la ansiedad… perdemos los dos. No podemos meter el segundo gol antes que el primero.
– Ok, entiendo.
– Escuchá bien. Hoy te van a encargar el segundo viaje. Va a ser igual al primero. Calcado, te diría. Te va a llamar el Mono al celular que te dio él, te va a decir que vayas a la Agencia Dustricchi, y de ahí te van a hacer ir a Scampia.
– Ok, pero… ¿vos estás seguro?
– Sí, ya vi el cronograma que tienen para hoy, y a vos te van a encargar el mismo recorrido que la primera vez.
– Pregunto, nada más: ¿y si lo cambian?
– Si lo llegaran a cambiar, que es muy difícil, se aborta la misión. Si en vez de a Scampia te mandan a otro lado, hoy no hay escape. Pero como estoy seguro que te van a hacer ir a Scampia, prestá atención a la maniobra.
Las manos de Goyo transpiraban como nunca. Ni en un examen del secundario se había puesto tan nervioso. Esa adrenalina de ponerse el machete debajo del muslo era un mero juego de niños al lado de la misión que estaba coordinando con el falso Paco, ese otro argentino que salió de la galera de un mago, cuando su horizonte pintaba más oscuro que la noche misma.
– Vas a ir a Scampia, te van a pedir que te alejes un rato, y vos, tal como hiciste la primera vez, te vas a ir al descampado. Ahí voy a estar yo, como la otra vez… Detrás de la misma piedra donde hablamos.
– Perdoná que te pregunte, falso Paco. Porque anoche lo pensaba, y en el quilombo mental que se me armó con todo lo que me contaste, no te lo pregunté. Pero… ¿qué hacías vos ahí esa mañana?
– Fui el que llevó el auto en el que te volviste, que ya ni me acuerdo cuál era. Ah, sí, ya me acuerdo. Era un Renegade.
– Exacto.
– Últimamente me están mandando a llevar el segundo auto. Y tengo que aprovecharlo porque estos te van cambiando la tarea de tanto en tanto. Entonces, cuando vayas al descampado, ahí le vamos a meter la maniobra distractiva.
– ¿Y cómo sería?
– No te la voy a contar ahora. Porque te vas a asustar. Y no conviene que vayas cagado. La única que te queda, Gandulla, es confiar en mí. Creémelo.
– Y pero… si me decís eso, ya te digo que igual voy a ir cagado.
– Ya lo sé. Pero vas cagado de un cagazo general. No sabés lo que vamos a hacer. Si yo te lo informo, vas a ir pensando en hacerlo bien, y sos candidato a mandarte una cagada. Creéme que es mejor que no lo sepas hasta que estemos en situación. No es nada del otro mundo. Quiero decir… no vas a tener que hacer acrobacia, pero es mejor que lo sepas en el momento.
– Me siento un actor de Andrei Tarkovsky -reflexionó Goyo.
– ¿Qué?
– Nada. Un cineasta ruso, que no le develaba el guión completo a sus actores porque decía que de esa manera actuaban mejor, sin impostar su rol en virtud de conocer cómo continuaba la historia.
– Sabés mucho para ser tan pendejo, Gandulla. Bueno, Tchaicovsky tenía razón, para mí. A propósito, ¿no era músico?
– No, Tarkovsky… Tchaicovsky es el músico, Tarkovsky el cineasta.
– Bueno, dejemos de boludear y vayamos al grano. Haceme caso. Vos andá a Scampia como te van a mandar, y cuando estés en el descampado, ahí nos jugamos la vida. Porque nos vamos a jugar la vida, Gandulla.
– Gracias, me quedo mucho más tranquilo.
– ¿Y vos que te pensás? ¿Que te le vas a escabullir a la Camorra como si fuera un marido al que le cogés la esposa, que saltás un tapial y te vas a la mierda, poniéndote los calzoncillos por el camino?
– Tapial. No hay dudas que sos de un pueblo del interior. O a lo mejor de una ciudad chica -dedujo Goyo.
– De eso hablamos una vez que estemos a salvo, ya te lo dije. Cuando estemos fuera del radar de la Camorra, te cuento quién soy.
Aproximadamente a los cuarenta minutos de cortar con el falso Paco, sonó el teléfono que le había dado Benálteguy. El mismo celular que había sido el reemplazo al que trajo Goyo de Argentina. El Mono, con tono severo como siempre, dio las instrucciones anunciadas por el falso Paco.
– Pibe. A las 11 tenés que ir al mismo lugar de la otra vez. La Agencia Dustricchi, en San Giovanni. Y ahí repetís el mismo procedimiento que hiciste. ¿Entendido? Espero que salga todo bien.
– Perfecto, Benálteguy.
– Ah… otra cosa. Disculpá el altercado de ayer. Es una mujer con la que tengo una relación… bueno, ya te habrás dado cuenta de eso. Pero no se va a volver a repetir. Fue un mal momento, nada más.
– Todo bien, Benálteguy. Usted está en su casa, tiene derecho a… a lo que quiera. No tiene que disculparse.
– Bueno. A las 11 en San Giovanni. Chau pibe.
Luego que Benálteguy le confirmara la misión, tal cual se la anticipó el falso Paco, Goyo dudaba en avisarle o no a éste último de esa confirmación. Dudaba entre mandarle o no un mensaje de texto, descartando de plano un llamado. Llamándolo podía hacer sonar el celular del falso Paco en un contexto inapropiado. Pero el compatriota que Goyo confundiera con el supuesto novio de Nuria desaparecido en Valencia, se adelantaba continuamente a la jugada. Parecía un ajedrecista: siempre moviendo sus piezas con una visión anticipatoria.
– Hola… te escucho, falso Paco -atendió Goyo la providencial y anticipatoria llamada de su aliado en la penumbra de la Camorra.
– Escuchame, Gandulla. Ya sé que te confirmaron la misión. Así que hacemos como te dije: dejás el auto en el edificio de Scampia y te vas al baldío de enfrente. Supongo que vas de zapatillas, ¿no?
– Sí, ¿por qué… tengo que ir de zapatos?
– No, está bien. De zapatillas. ¿Hace mucho que no corrés? -consultó el falso Paco, de alguna manera empezando a develarle a Goyo algún detalle de las características de la fuga en ciernes.
– Eh… sí. Hace varios meses que no corro. Pero estoy bastante en estado. ¿O sea que vamos a rajar corriendo?
– Y… en parte sí. Pero no nos adelantemos. A vos hoy te van a dar un Fiat Sorpasso. Y yo te tengo que llevar otra vez un Renegade.
– Una duda: ¿por qué te dan un auto más choto para llevar la mercadería, que se supone es el viaje más importante, y un auto más polenta como un jeep, te lo dan para volverte, que se supone que vas más relajado porque no llevás nada?
– ¿Vos estás seguro qué llevás a la ida y qué llevás a la vuelta? -repreguntó el falso Paco, desorientando aun más a Goyo.
– Me cagaste. No lo había pensado.
– No importa, eso nunca lo sabe la mula. Y ahora no viene al caso. Ahora lo que viene al caso es que nos preparemos para rajar, Gandulla.
A las 10.55 Goyo estaba saludando a la poco simpática mujer que atendía la Agencia Dustricchi. La rolliza anfitriona estaba saboreando un canolo que tenía en su mano derecha. Y al mismo tiempo, fumando un cigarrillo largo que llevaba hasta sus labios con la mano izquierda, sin esperar que terminara su masticación. El olor del local envolvía al recién ingresado casi como el tufo que salía de la habitación de Nicasio Benálteguy, aunque en el caso de la agencia se hacía un poco más tolerable.
– Buona sera -dijo Goyo, equivocando el momento del día que tenía que incluir en su protocolar saludo.
– Sera? Mia madre, che ragazzo sciocco -contestó la obesa dama, que otra vez salió de escena en un “mutis por el foro” cuasi teatral.
Al cabo de algunos minutos, el mismo hombre de la vez anterior -aquel con pinta de actor de reparto en una película de Jean Paul Belmondo- estacionaba el Fiat Sorpasso anunciado por el falso Paco. Era de color blanco con zócalos celestes, y a juzgar por su aspecto, de modelo ochentoso.
– Argentino… la máquina -dijo escuetamente el español de los pantalones Oxford, esta vez de color marrón claro.
– Listo -saludó Goyo y procedió a subirse.
En el asiento del acompañante estaba el sobre que debía entregar. En el GPS instalado en el tablero del auto, la dirección señalada era inequívocamente la misma que en el viaje anterior -o sea el primero-: Scampia. Sin dudas el falso Paco manejaba un nivel de información muy preciso y detallado de los movimientos que iba dando el clan Secondili. Hasta el momento lo único que se le había escapado era la probabilidad que Nicasio Benálteguy se quedara un día en su casa, producto de una discusión amorosa. Aunque en realidad ese desconocimiento no podía endilgársele al falso Paco como una falla en su capacidad de información.
El mediodía napolitano se presentaba algo nublado y muy pero muy frío. Ese clima gélido se adivinaba en el poco movimiento de gente que observó Goyo al llegar a la Viale de la Resistenza, y en la abundancia de abrigo que mostraban las pocas personas que caminaban por los amplios espacios existentes entre edificio y edificio del barrio de Scampia. Al llegar al ingreso del complejo indicado, nuevamente un joven muchacho le hizo señas con un pañuelo celeste y Goyo introdujo el Sorpasso a la planta baja.
– Esci da qui, ragazzo -indicó sin mirarlo el mismo sujeto que lo recibiera en la primera oportunidad.
Hasta allí los movimientos que se iban dando se repetían mecánicamente. Eran calcados al primer viaje. Ahora vendría la parte nueva, la alteración en el libreto que había acordado con el falso Paco, a cuyo encuentro fue, allá en el descampado de enfrente. El corazón de Goyo latía aceleradamente, como si en algún momento fuera a escindirse de su cuerpo, saliendo de su boca como un gigantesco escupitajo latiente.
– Tranquilo, Gandulla -lo recibió el falso Paco sin hacerse ver aun por Goyo. Da la vuelta a la piedra y ayudame con esto.
“Ayudame con esto” implicaba empujar a dúo el Jeep Renegade -escondido tras unos matorrales- en el que había llegado el falso Paco, ubicarlo de frente -aproximadamente a 45 grados- al edificio de Scampia en cuya planta baja se producían las maniobras ilícitas del clan Secondili, y activar una serie de mecanismos que el otrora fotógrafo había dispuesto en el vehículo.
– Cuando yo te diga, lo empujamos para la calle, cosa que se frene en la mitad, más o menos. Ahí yo activo una serie de dispositivos, y en diez segundos tenemos que estar del otro lado de estos matorrales -fueron las precisas instrucciones del falso Paco, que hablaba en un volumen bajo pero asertivo.
– Ok -asintió Goyo, que temblaba del frío y del susto.
El falso Paco dio una orden gestual para empujar el Renegade. Goyo cerró los ojos y se encomendó a su santo del toallón. No tenía la más mínima idea de qué se trataban esos dispositivos de los que le habló el falso Paco. El Renegade apenas si generó un minúsculo ruido con sus neumáticos rozando el pavimento gastado de la Viale de la Resistenza, ubicándose de frente al edificio.
– Gandulla, mirame. Cuando yo aprete esto -le señaló una especie de handy o control remoto de los antiguos-, salgo corriendo y vos, atrás mío… siempre atrás mío… seguime como si fueras un stopper y yo el nueve del otro equipo. Y no te asustés cuando escuchés los tiros.
– Bueno… -ya la voz de Goyo era un trémulo gemido.
El botón rectangular negro del control del falso Paco se hundió bajo la fuerza de su pulgar derecho. A la milésima de segundo posterior, el líder de la fuga miró brevemente a los ojos de Goyo, y salió corriendo en dirección diametralmente opuesta a la posición del Renegade. Detrás de él, Goyo, con su mochila al hombro, pegado como Gentile a Maradona en el Mundial de España 1982. El falso Paco esquivaba la maleza del descampado como en un slalom sobre los Alpes Suizos. Al cabo de los diez segundos preanunciados, comenzaron las detonaciones.
– Pum… pum… ratatatata… pum… pum… paf… ratatatata -el ruido del tableteo parecía salido de una película de Rambo, mientras aun no se escuchaban sonidos de un contrafuego inminente.
El dispositivo armado por el falso Paco consistía en una serie de tres brazos movidos por poleas, en cuyos extremos había tres réplicas de fusil Beretta, que si bien a simple vista cualquiera se daba cuenta que se trataba de juguetes, a una distancia de cincuenta metros -aproximadamente la distancia entre el Jeep y la planta baja del edificio- parecían verídicos. Esos brazos eran de madera y se movían hacia arriba y hacia abajo en el habitáculo del Renegade, asomándose y escondiéndose por las ventanillas que previamente habían sido bajadas. A su vez, entre los asientos, estaba dispuesta una bocina conectada a un pequeño grabador de audio, en la cual se reproducían las detonaciones previamente grabadas. Como si ya esa ingeniería no fuera suficientemente creíble para sorprender a los hombres del clan -que sin dudas iban a responder abriendo fuego-, el mismo dispositivo que activaba los brazos de madera, operaba una batería de fuegos artificiales de poca monta que si bien no aportaban mucho desde lo sonoro, sumaban chispas y bocanadas de humo como para darle también un marco visual al simulacro de tiroteo.
Goyo seguía al falso Paco en su corrida tras los matorrales, que el muchacho de Estación Roma imaginó interminables. Para su sorpresa, esa maleza era apenas un cordón de quince metros en diagonal que separaba la Viale de la Resistenza del Parco Ciro Espósito, un pulmón verde enclavado en el centro de Scampia. Bordeando una fila de flacos y despoblados árboles, el falso Paco seguía corriendo -con Goyo casi pegado a la espalda-, mientras lo que ahora se escuchaba era una balacera de proporciones. De un lado, las falsas detonaciones del ídem Paco. Del otro, una ráfaga totalmente verídica aunque desproporcionada de los secuaces del clan Secondili, quienes sin duda habían repelido el falso ataque. Goyo imaginaba a esos hombres repeliendo con gestos tensos, y pensaba cuánto demorarían en darse cuenta de la treta.
– ¿Cuánto dura lo que preparaste? -preguntó Goyo con la voz entrecortada por la intensa corrida que aun no terminaba.
– Mientras escuches tiros, dura -apenas si le contestó el falso Paco, sin darse vuelta un milímetro para que su socio en la fuga lo escuchara bien.
Aquella memorable corrida terminó de golpe y prácticamente en seco. Al llegar a una pequeña escalinata de piedras, el falso Paco comenzó a caminar simulando calma. Trataba de no llamar la atención, mientras se dirigió a una pequeña motocicleta estacionada frente a otro de los edificios del complejo, en apariencia menos ruinoso -y por ende menos problemático- que los restantes. Aun de fondo, aunque más lejanos, retumbaba la metralla desatada desde el Jeep Renegade y repelida por los secondilianos de la planta baja. Scampia era un distrito que acostumbraba a sus vecinos a ese tipo de refriegas, por lo que no muchos de ellos parecían alarmarse. Apenas un hombre mayor se había asomado a un balcón del primer piso. Debajo de un sobretodo marrón se alcanzaba a ver una camiseta de friza blanca. Al divisar al falso Paco y a Goyo, el sujeto esbozó un comentario.

– Sembra che sia scoppiato un putiferio -dijo el anciano.
– Sembra -respondió escuetamente el falso Paco.
Con el falso Paco al volante y Goyo abrazado a él como niño a su padre, la moto fue tomando distintos atajos e intrincadas callejuelas que desorientaron rápidamente a Goyo. El andar del falso Paco arriba de ese pequeño motovehículo -del cual Goyo nunca reparó en la marca-, parecía el de Valentino Rossi en los grandes premios de motociclismo. Ese raid motoquero llegó a su fin en una estación del metro de Nápoles. El letrero gigantesco sobre fondo color gris acero decía “Scampia”, aunque se trataba en realidad de la estación conocida como Piscinola, por estar ubicada en el barrio del mismo nombre, uno de los limítrofes con Scampia.
– Bajate tranquilo, simulá que vamos conversando lo más bien, y seguime. Acá tomamos el metro. El primero que pase para el lado de la Napoli Centrale. Y ahí, el primer tren que agarremos. Ojalá sea para el Norte.
– ¿Y si es para el sur?
– Lo tenemos que agarrar igual.
– ¿Y en qué nos favorece el norte? -la ansiedad de Goyo lo asemejaba a un adolescente en la edad de los porqué.
– Menos mafia, Gandulla. O por lo menos menos arraigada.
Primero fue en el Metro. Parados en medio de la muchedumbre, el falso Paco fingía aceptablemente estar tranquilo. La cara de Goyo aun era de espanto. Estaba pálido. Por el susto, por el frío, por la incertidumbre. Se sentía inmerso en una interminable película de intriga. Una road movie hollywoodense que a juzgar por la duración que llevaba era más bien húngara. Como la legendaria “Satantangó”, del imprescindible Bela Tarr, prodigio del cine independiente europeo.
– Ponete este gorro, Gandulla -musitó el falso Paco, y le entregó a Goyo un gorro de lana negra que sacó del interior de su campera azul. Ponetelo. Y cambiá esa cara, haceme el favor.
– Sí, estoy tratando. Pero estoy recagado -contestó Goyo colocándose el gorro.
– Yo también, Gandulla. Y creéme que el cagazo es bueno. Porque te despierta el instinto de supervivencia. Tenelo, pero dejalo escondido.
– ¿A qué cosa? -repreguntó Goyo, desorientado.
– Al cagazo, Gandulla. Dejalo escondido -cerró mientras, a su turno, él se ponía una gorra de cuero gris.
– Tenés un ropero adentro de la campera -reflexionó Goyo.
– Casi -contestó el falso Paco, mirando para ambos lados.
El reloj de la Napoli Centrale marcaba las 12.15. El mediodía se templaba un poco a partir de la aparición -entre nubes- de un sol esquivo durante aquella jornada. La gente iba y venía en busca de distintos destinos, ya sea buscando su tren, o intentando salir de la estación para llegar a sus trabajos. Eludiendo esa marabunta de personas, el falso Paco y Goyo iban esquivando personas, como tratando de llegar a lo más alto de la tribuna popular de un estadio.
– Che… Paco -Goyo ya eludía el mote de falso, quizá para hacer más corta cada frase y ahorrarse palabras que además no le salían en virtud del miedo.
– Arriba del tren hablamos, Gandulla, vamos a tener tiempo -contestó el guía, que se apiadó del susto de su compañero, y en actitud protectora lo tomó del hombro para acompañar su caminata.
Al llegar al sector de los andenes, el falso Paco buscaba desesperadamente el tablero que indicaba la salida de las próximas formaciones. Sin embargo, el primero que lo divisó fue Goyo, que no abandonaba ni su mochila ni su cara de susto. Tocó el hombro de su compañero y le señaló el cartel.
– Listo, la pegamos. A Verona. Es aquel.
– Como Romeo y Julieta -bromeó Goyo, en una chanza que brotó quizá como una autodefensa en un momento de máxima tensión.
El tren salió de la Napoli Centrale bajo una lluvia fina que empañaba los cristales de las ventanillas. Afuera, el paisaje invernal se deslizaba lentamente, un borrón de colores apagados y cielos plomizos. Dentro del vagón, el aire olía a humedad y a café recién servido. Goyo miró a su alrededor, observando a los pocos pasajeros que viajaban en la formación. Algunos leían, otros miraban por la ventana con expresión ausente, mientras que un anciano dormitaba en su asiento, arrullado por el traqueteo del tren.
– Paco… No te lo pregunté: ¿te puedo decir Paco solamente? -preguntó Goyo.
– Sí, dale. Total… -contestó con desgano el falso Paco, ahora Paco a secas. Es la misma mierda.
– ¿Era necesario semejante quilombo para escaparnos? ¿No alcanzaba con rajarse, sin armar esa balacera que armaste?
– Te explico, Gandulla. El tiroteo ficticio, al menos ficticio de nuestro lado, del otro lado quedate tranquilo que tiraron de verdad, tuvo un doble objetivo. Primero, tiempo de distracción. Nosotros no hubiéramos podido rajarnos así nomás. El mismo pibe que te hace señas con el pañuelito es el que te está vigilando a vos, y hay dos más que controlan el trabajo mío. Si ven que nos piramos, nos alcanzan en dos patadas. Así como hicimos, ellos tienen que replegarse y enfocarse en repeler la balacera. Y segundo, si bien nos quieren agarrar más que antes, nos respetan un poco más. Igual al rajarnos somos objetivos, eh. Por las buenas o por las malas, nos van a buscar por toda Italia para agarrarnos y matarnos, directamente.
– Bueno, la verdad… ahora me quedo mucho más tranquilo -dijo Goyo, mientras se sacaba el gorro de lana.
– ¿Qué hacés? Dejate ese gorro -lo reprendió el falso Paco. Ya te lo dije, Gandulla… ¿pretendías rajarte de la Camorra hablándolo? ¿Arreglándolo de palabra como quien negocia la venta de un auto usado? ¿O preferías seguir arriesgándote de mula? ¿Sabés cuántas mulas balearon en el último año?
– Ni idea.
– Yo tampoco. Porque son más de cien. Y de las cien, la mitad está dándole de comer a los gusanos. Y eso sin contar las que agarró la cana…
– ¿Y con ésas que pasa? -preguntó Goyo.
– Y… no sé qué es peor. Porque la cana te ofrece hablar a cambio de una protección que después… es endeble. Y sino te pueden cocinar en la cárcel.
– Todavía no puedo creer en lo que estoy metido, en serio, Paco. Es un mal sueño que lleva semanas y no termina nunca.
– Te entiendo, Gandulla. A mí me pasó lo mismo. Y durante varios meses. Me parecía una broma pesada, una cámara oculta… qué sé yo. Pero me tuve que despertar, aceptarlo, y planearlo. Sino me ponía en marcha, no lo podía hacer.
– ¿Y por qué no lo hiciste solo?
– No hubiera podido. Primero, no me hubiera animado, y segundo, en yunta siempre es mejor, por cualquier contingencia.
Los vidrios empañados por la llovizna y el frío no dejaban ver nítidamente el exterior, aunque mucho para ver no había. El tren se escurría en la geografía urbana de Nápoles. Una geografía opaca, gris y aburrida en ese trayecto ferroviario. El paisaje se hacía todavía más opaco para Goyo, que aun sintiéndose amparado en la energía buena de su Dios del toallón, miraba sin ver a través del vidrio con una sensación de tristeza a flor de piel. Aunque al menos ahora sentía un poco de alivio. Un alivio que había llegado de la mano de un elemento sorpresivo. Un superhéroe inesperado.
– ¿De dónde saliste vos, Paco? Te mandó Dios.
– ¿Sos muy creyente, Goyo?
– No, es una forma de decir, nada más. Siempre he sido más bien agnóstico, pero a partir de hoy voy a tener que replantearme la cuestión de la fe.
– Yo no creo en nada. Mucho menos en los hombres.
– Supongo que esta “pretemporada” en la camorra te debe haber vuelto aun más misántropo -reflexionó Goyo.
– Suponés bien. Pero ya lo era antes. Misántropo y nihilista.
– Un combo picante.
– Sí. Venimos de la nada, y hacia ella vamos. ¿Esto del medio? Qué sé yo. Hay que transitarlo como se pueda. Pero para mí carece de toda épica.
– Bueno… escapársele a la camorra tiene bastante de épico.
– Shhh -Paco miró hacia todos lados, temeroso, y bajó el volumen de la conversación. Ojo con lo que decimos. Todavía no estamos a salvo. Ni a palos.
– Sí, perdón. Es tan raro y extraño lo que me viene pasando desde que llegué a Europa que ya no sé si estoy soñando o estoy despierto.
– Tenés que estar más despierto que nunca, Goyo. Tenemos. Tampoco soy un agente de la KGB, preparado para sortear cualquier obstáculo.
Entre Nápoles y Verona hay una distancia aproximada de 530 kilómetros. Un trayecto que habitualmente un tren hace en cuatro horas y media. Es decir que a media tarde Paco -o como en realidad se llamase- y Goyo estarían en la ciudad atrapada en un meandro del río Adigio.
– En Verona… ¿Nos bajamos en alguna estación de la entrada, no? Digo, en las estaciones centrales por ahí es más peligroso -dedujo Goyo tratando de adelantarse a los planes que seguramente tenía el falso Paco.
– Al contrario. A la Camorra hay que hacerle contrainteligencia. A esta altura ya deben estar atrás nuestro. Y para eso no van a salir a perseguirnos desde Nápoli. Seguro alertaron a su gente en las ciudades más próximas. Y deben aplicar la misma lógica que aplicaste vos recién. Entonces, las primeras estaciones son las más peligrosas para nosotros. Tenemos que bajarnos en la central.
– ¿Y ahí no van a estar? -repreguntó Goyo.
– Sí, casi seguro que van a tener gente esperándonos ahí, pero en el amontonamiento tenemos que seguir sacándoles ventaja.
Goyo volvió a mirar la nada a través de la ventanilla del tren, ensayando un gesto reflexivo y pensante. No terminaba de procesar todo lo que venía ocurriéndole en las últimas semanas de su vida.
– ¿Tanto valemos para ellos que nos van a perseguir adonde sea? Eso es lo que todavía no termino de entender. ¿Tanto valemos?
– No valemos nada. Pero no pueden dejar pasar la oportunidad de bajarle a la tropa un mensaje ejemplificador. No se les puede escapar nadie. Es un signo de debilidad que no pueden darse el lujo de mostrar -explicó el falso Paco.
El cansancio físico empezó a hacer mella más rápidamente en el ideólogo del escape. El traqueteo del tren ejerció un efecto mecedor sobre el falso Paco, que sin buscarlo, se quedó dormido. Era hasta lógico. Tenía sobre sus hombros la responsabilidad de una maniobra peligrosa, muy arriesgada, que a pesar de haber comenzado de manera eficiente, aun no había terminado. Ni mucho menos. La Camorra napolitana -específicamente el clan Secondili- ya los sabía enemigos. Porque aun sin erigirse en “competencia”, esos dos jóvenes argentinos estaban poniendo en tela de juicio la seguridad de la organización. Implicaban una grieta de fragilidad. Sino operaban en consecuencia y procedían a un rápido y eficiente escarmiento de los “fugados”, la especie no tardaría en correrse entre las distintas capas de la estructura camorrista y pasaría a ser muy factible que otros “protegidos” se envalentonaran para seguir el mismo camino.
Goyo también estaba a punto de ser vencido por el cansancio, pero al ver a su compañero entregado por completo al sueño, prefirió esforzarse y mantener la vigilia. Era lo menos que podía hacer después de semejante “patriada” ideada, planificada y ejecutada por ese muchacho que según sus propias palabras, después de la fuga le contaría acerca de su procedencia. Hasta allí, lo único que le había develado era su pertenencia a alguna localidad o ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires. Ese dato apenas si achicaba un poco el espectro acerca de su origen.
– La provincia de Buenos Aires es bastante grande como para acertarle al lugar de donde viene este pibe. Encima los bonaerenses no tenemos ninguna tonada -pensó Goyo, mientras miraba al falso Paco profundamente dormido.
Pero la vigilia de Goyo también se vio derrotada. Al cabo de un par de horas de viaje, y cuando el tren estaba a mitad de camino entre Nápoles y Verona, sin darse cuenta siquiera, el pibe oriundo de Estación Roma se durmió, sin más trámite. Con la cabeza hacia adelante, en una pose que certificaba una dormitación involuntaria. El bullicio de algunos pasajeros que se paraban para bajarse en las primeras estaciones, sobresaltó al falso Paco, que se despertó repentinamente, y al advertir a su compañero dormido, lo zamarreó fuerte de su brazo derecho.
– Boludo… ¿nos dormimos?
Goyo se despertó asustado. Verona Porta Nuova, la estación central de la capital del Véneto, estaba a escasos minutos. Esos dos jóvenes, que imaginaron al emprender sus respectivos viajes por Europa, disfrutar la vista de ciudades como la que los recibía, ahora miraban con sorpresa medida, y en sus miradas anidaba una angustia extraña. Esos edificios antiguos, esas plazas frondosas en medio de la historia, esas calles tan pintorescas, los convocaban por igual a una pena creciente.
– Pero mirá Verona. Hubiera jurado que al conocerla me iba a emocionar, y ahora apenas si me genera una mínima curiosidad. Mirá allá, se ve la Arena. Sí, es linda, pero…
– Tranquilo Goyo. Adonde queremos volver también hay lindos paisajes. Yo ahora extraño caminar por la plaza de mi pueblo. Me chupa un huevo Verona, Nápoles, Roma, Italia y todo este país de mierda.
– O sea que sos de un pueblo. Como yo -dedujo Goyo.
– Sí. Pero no empieces con esas indagaciones. Concentrate que ahora tenemos que bajar y alejarnos lo más posible de la estación.
El hall central de Verona Porta Nuova estaba poblado de gente yendo y viniendo de los andenes. Aunque el revuelo era mucho menor al de la Napoli Centrale, y ni que hablar de la Términi, en Roma. El falso Paco bajó primero. Se puso unas gafas de sol y trató de auscultar en todas las direcciones posibles, tratando de detectar gente sospechosa. No divisó a nadie en actitud extraña, giró hacia atrás e indicó con un ademán a Goyo -que esperaba en el pasillo del tren- que se bajara.
– Parece que no hay nadie sospechoso -explicó el falso Paco.
– ¿Y cómo catalogás a esos dos tipos que están mirando para todos lados, mientras chequean alguna imagen en sus celulares? Esos dos de ahí -señaló Goyo con el mentón.
Eran dos hombres con gesto severo. Uno era alto y obeso, con cabello engominado. El otro era bastante más bajo, caminaba un paso adelante de su compañero, y parecía ejercer un cierto liderazgo en la dupla. Estaban a escasos diez metros de ellos, aunque con mucha gente deambulando en el medio.
– Seguime Goyo -indicó el falso Paco, y enfiló hacia la derecha, con paso decidido.
FIN DEL CAPÍTULO Nº12