– Buen día. ¿Vive usted aquí?
El Coronel Pedro Dinas había permanecido apenas dos años en el Regimiento de Murcia, pero a juzgar por su tono castizo parecía haber vivido allí toda su vida. Sin embargo, había nacido en Caseros y luego de la mencionada estadía en España para capacitarse militarmente, estaba de regreso en tierras de la Nación Argentina. Cumplía funciones en la sociedad mixta creada por el gobierno de Julio Argentino Roca que tenía a su cargo la construcción de los ramales ferroviarios.
– Sí -contestó el joven que estaba sentado en uno de los rieles, mordiendo un pastito entre sus dientes, con gesto cansino.
– ¿Aquella joven es algo suyo? -preguntó el Coronel, sin bajarse de su brioso caballo, señalando hacia adentro de la construcción lindante con las flamantes vías del Ferrocarril Belgrano.
– Sí, es mi hermana. Se llama Lucía -dijo el joven sin voltear la vista, adelantándose a una hipotética nueva pregunta del militar, que venía acompañado de otros dos militares de menor grado, también a caballo.
A partir de esa tarde, el Coronel Dinas pasaría una vez por semana por aquel diminuto punto en el mapa ferroviario argentino. Con la excusa de supervisar las obras, el militar visitaría a Lucía Farenga, de 16 años, hija del matrimonio compuesto por Juana Scarone y Alcides Farenga, propietarios del almacén de ramos generales “Casa de Doña Juana”, una referencia comercial en medio de un vasto e inhabitado territorio, ubicado en el norte de la provincia de Buenos Aires, casi en el límite con Santa Fe.
– Ese hombre nunca dejará a su familia para casarse con Lucía -refunfuñaba Juana mientras acomodaba la mercadería recién llegada.
– Mujer… no sabemos si tiene familia. Y si la tiene, habrá de dejarla, te lo aseguro. Basta con fijarse cómo mira a nuestra hija -deducía Alcides.
– Estoy seguro que está casado, y no me extrañaría que su esposa sea una dama de abolengo. Una hija de hacendados o algo por el estilo.
– Cuánta imaginación. Sería mejor que no te impacientes, Juana. Pensá en el progreso que representaría para la niña casarse con un militar tan importante. Un progreso para Lucía y por supuesto, también para nosotros.
Ambos tenían parte de razón. El Coronel Pedro Dinas -un hombre de porte señorial y andar patricio- tenía 36 años y, como imaginaba Juana, estaba casado con Margarita Sotelo de Sasía, hija de uno de los más grandes terratenientes bonaerenses. Pero, como a su vez pensaba Alcides, el militar estaba profundamente encandilado por el encanto juvenil de Lucía, una joven alegre y sensible que esperaba cada encuentro con el Coronel con renovadas expectativas.
– A propósito, Coronel… nos enteramos que ya le han puesto nombre a la estación siguiente. Ingeniero Rotondi, en honor a uno de los profesionales que diseñó el sistema ferroviario, según me han dicho -comentó Alcides sirviéndole una copa de licor al militar, quien se aprestaba a degustarla, masajeando con los dedos su denso bigote, mientras miraba la inmensidad de la llanura pampeana por la ventana del almacén. Su gesto era pensativo y relajado, a la vez que parecía encaminarse a una epifanía.
– Efectivamente, don Alcides.
– ¿Quién decide esos nombres, Coronel?
– Depende del caso. Por ejemplo, esa denominación la decidió un colega que coordina parte del ramal. Por ende, me han pedido a mí que defina un nombre para ésta. Debo hacerlo con cierta premura, por cierto.
– ¿Tiene ya alguna idea? -curioseó Alcides.
– Aun no. Pero no soy partidario de designar las estaciones con nombres propios. Mucho menos nombres y apellidos de personas que jamás habrán pisado ni pisarán estos remotos lugares de nuestra generosa geografía.
– ¿Y si no es con nombres propios, a qué piensa hacer referencia en este caso? Le pregunto por curiosidad, nada más. No vaya a pensar usted que quiero inducirlo a algún nombre en especial.
– Faltaba más, don Alcides. Justamente estaba pensando en ello mientras observaba el paisaje de estas tierras.
– Bueno… tanto paisaje acá no hay. Campo y cielo. Y no mucho más. Apenas algún arroyito a las perdidas…
– Aquí el paisaje va más allá de la geografía, estimado Alcides. En estas tierras me he maravillado yo con otro tipo de paisajes. Por ejemplo, la belleza de su hija, y sabe usted que lo digo con el mayor de los respetos.
– Por supuesto, Coronel -se ruborizó Alcides. Pero… ¿tiene pensado ponerle el nombre de nuestra hija a esta estación?
– No exactamente.
A partir del 2 de febrero de 1884, la estación del ferrocarril que se erigiera al lado del almacén de ramos generales de la familia Farenga, pasaría a llamarse Estación Amor, una idea del Coronel Pedro Dinas, justificada a su turno en un simbólico y muy poco concurrido acto oficial. El mismo contó con el descubrimiento del cartel respectivo -momento inmortalizado por un fotógrafo traído especialmente por Dinas-, un pequeño discurso del militar y un copetín posterior.
– Bajo el generoso sol de estas llanuras, y envueltos en el cálido abrigo de la brisa pampeana, dejo inaugurada de manera oficial esta estación ferroviaria, que de ahora en más llevará el nombre de Estación Amor, haciendo alusión a ese sentimiento tan noble y movilizador de las más virtuosas energías humanas, que sobrevuela en forma de grácil mariposa por estos fértiles campos.
Un tibio aplauso coronó sus palabras. Estaban presentes, además de los integrantes de la familia Farenga, los dos laderos habituales del Coronel Dinas, algunos peones rurales de la zona, y un par de propietarios de fincas aledañas, que luego del discurso del oficial presente, se miraron con un gesto mezcla de sorpresa y desaprobación. La denominación, inmortalizada con cartel y todo, desde el primer momento generó una creciente inquina de los lugareños, a excepción -claro está- de los Farenga. Lucía se mostró sorprendida gratamente en un principio, pero luego pasaría a sentirse definitivamente emocionada, al recibir en la intimidad la explicación de su amante.
– Pensaba ponerle Estación Lucía, pero es que tu despiertas en mí un sentimiento tan puro, noble y desbordante, que en ti percibo sintetizado el verdadero amor. Nombrar a este paraje como Amor, es lo mismo que ponerle tu nombre, amada Lucía.
– Ay, Pedro… qué cosas tan hermosas dices…
La realidad era que el Coronel Dinas no quería dejar huellas tan explícitas de sus amores clandestinos. Sucede que estaba siendo motivo de una doble pesquisa: por un lado, sus superiores dudaban cada vez más de la rendición de los gastos que mensualmente debía presentar, como le correspondía hacerlo a cada encargado de ramal. Por el otro, su esposa tenía el presentimiento que su marido la engañaba con más de una mujer. En efecto, el romance de Pedro Dinas con Lucía Farenga no era el único de sus deslices matrimoniales: en varios de los parajes y pueblos que debía recorrer se había granjeado alguna simpatía amorosa, y su esposa Margarita, que en principio sospechaba en base a pura intuición femenina, incrementó sus dudas a partir de un diálogo que escuchó a hurtadillas, una tarde en su estancia. Mientras alimentaban sus caballos a la espera del Coronel, sus soldados a cargo departían sobre las andanzas de cierto donjuan que no podía ser otro que su superior inmediato. Margarita justo pasaba por detrás de la caballeriza, y de su cercana presencia no pudieron percatarse los oficiales.
– Ya quisiera yo tener la suerte del jefe -dijo uno de los soldados.
– ¿Hablás de casarte con alguien de buena posición económica? -conjeturó el restante.
– No. Lo digo por su suerte en el amor. Una suerte que lo espera en cada estación que nos toca recorrer.
– Shhh… -su compañero miró hacia todos lados, tratando de comprobar si había alguien cerca que pudiera haberlo escuchado. Hablá bajo que nos pueden oír.
Acorralado por partida doble, Dinas terminó huyendo sin dejar rastro. Con el tiempo se supo que estaba radicado en Lima, Perú, donde había formado pareja -otra vez- con la hija de un hacendado muy poderoso, y disfrutaba de una vida llena de tertulias, veladas artísticas y pantagruélicas fiestas de una sociedad que también supo conquistar en base a su estilo seductor, tanto en materia amatoria como social. Mientras tanto, su huida había dejado varios corazones rotos: el de su esposa Margarita, el de Lucía Farenga, y el de varias amantes más.
– Lucía, a ver si cambiás esa cara y dejás de llorar por ese miserable del Coronel. Por lo menos vení a ayudarnos en el almacén, que cada vez tenemos más clientes. Está viniendo mucha gente a radicarse a esta zona, ya vas a encontrar algún hombre decente que te haga feliz de veras, no como ese desgraciado, que además de mal hombre ha demostrado ser un bandido, ladrón de poca monta.
– ¿Y vos qué sabés por qué tuvo que irse? ¿Y si tuvo que huir por amenazas injustas, de gente que lo envidiaba? -argumentaba la joven entre sollozos.
– Pero no me hagás reír, Lucía. ¿Por qué no te escribió una carta al menos, eh? Ya que tanto te quería podría haberte avisado que “los hombres malos que lo envidiaban lo estaban amenazando y como no quería poner en riesgo tu vida y la de tu familia debía huir hacia confines remotos” -cerró Juana de manera irónica.
– Dejala tranquila a la chica, Juana. Ya se le va a pasar -pedía Alcides a su esposa con tono paternal.
– Vos mejor ni hablés. Cuando yo te avisé que no me gustaba nada el Coronel ese, vos me decías que debíamos pensar en el futuro de nuestra hija. Ahí lo tenés al futuro de tu hija: no se quiere levantar de la cama ni para comer.
A los pocos meses de la huida de Pedro Dinas, otro funcionario fue enviado al ramal del Ferrocarril Belgrano que pasaba por Estación Amor. Un hombre de distinta edad a la del Coronel Dinas, pero además de distinto porte, distinto carácter, y sobre todo, distinta percepción de los sentimientos.
– Buen día… ¿usted es Alcides Farenga? -preguntó con tono medido y mirada asertiva el recién llegado.
– Exacto, soy yo. Usted debe ser el nuevo encargado de ramal, supongo -respondió Alcides, secándose las manos detrás del mostrador.
– Así es, Sargento Melitón Benítez, a sus órdenes. Sargento de la policía, claro está. El uniforme no me deja mentir.
Benítez era un hombre de estatura tirando a baja, contextura robusta, calvicie incipiente, bigote y barba renegridos, mirada hosca y andar seguro. Era un funcionario incapaz de distraerse con menester alguno que no tuviera que ver con el cumplimiento de sus funciones específicas. Una de sus primeras medidas fue la de modificar el nombre de la estación. Nadie le había dado esa directiva, pero él tomó la decisión apenas se enteró del motivo que llevó a la denominación existente.
– Usted sabrá disculpar, don Farenga. Me he enterado de las andanzas de mi antecesor en el cargo, y según pude saber la denominación de la estación está relacionada con un tema que atañe a su hija. Quisiera que no lo tome a mal, pero he pedido autorización a mis superiores para renombrar este lugar con una denominación un poco más seria. Quiero decir… no me parece atinado el nombre -argumentó el Sargento Benítez.
– Faltaba más, Sargento. Es más, estoy de acuerdo con su decisión. Hace menos de un año que el Coronel Dinas… bueno, usted me entiende… -titubeó Alcides.
– Lo entiendo perfectamente, buen hombre.
– … y aun escucho algunos comentarios hirientes respecto de ese tema. “Deberían cambiarle el nombre… ahora es la Estación Desamor”… y chascarrillos por el estilo que uno deja pasar, pero que lastiman el ánimo de mi hija y también de mi esposa.
– Quédese tranquilo, Farenga. La semana que viene ya tendrá otro nombre este lugar, que dicho sea de paso en cualquier momento va a tener que ser declarado como localidad, ya que está habitado por más gente que una humilde estación del ferrocarrril. Según me han dicho, los alrededores han crecido mucho en poco tiempo.
– Sí, efectivamente, Sargento. Pero qué descuido el mío. Le sirvo una copa. ¿Qué se le ofrece?
– Faltaba más, estimado. Con un vaso de agua es suficiente. Estoy apurado.
– ¿No quiere comer algo? -ofreció Farenga.
– No, no. Yo estoy bien, pero… ¿puede ser algo para mi ayudante?
– Por supuesto. Hoy tenemos puchero.
– Perfecto, pero con una condición: se lo pago.
– De ninguna manera, Sargento.
– Entonces no, deje. No traiga nada -cerró Benítez e inmediatamente pegó media vuelta y salió del almacén.
El nuevo encargado de ramal quería diferenciarse bien de su antecesor. Y en tal sentido se esmeraba tratando, en primer lugar, de no sacar ventajas económicas de ninguna naturaleza, y, en segundo, buscando no mezclarse en amorío clandestino alguno. Respecto del nombre de la estación, la respuesta de las autoridades que, telégrafo mediante, recibió oportunamente el Sargento Melitón Benítez, rezaba de manera textual: “Autorizado cambio de nombre STOP No se destinarán nuevos fondos a tal fin STOP Modificar cartel respetando tipografía STOP”.
Ante las nuevas directivas, Benítez resolvió la cuestión con su estilo simplista y efectivo. Utilizando las mismas letras que obraban en el cartel original, instruyó al operario a cargo para que, formón mediante, alterara el orden de las letras. Por eso, a partir del 14 de septiembre de 1884, la estación ferroviaria sita en el norte bonaerense, casi en el límite con Santa Fe, pasaría a denominarse Estación Roma.
– ¿Y si alguien pregunta el porqué de Roma? -consultó Farenga, intrigado.
– En homenaje al Imperio Romano -respondió Benítez.
– ¿De Oriente u Occidente? -inquiró Juana, con inocultable impertinencia, lo que le valió una furiosa mirada de su esposo.
– De los dos -contestó secamente el funcionario.
A pesar del sostenido crecimiento edilicio y poblacional del lugar, Estación Roma recibió el estatus de “localidad” recién en 1902. A través del decreto 215/02 del Gobernador Marcelino Ugarte, pasó a integrar las localidades pertenecientes al partido de Coronel Domínguez. Antes de ello, en 1894 -a los fines de agregar una vía terrestre de acceso al lugar- se abrió un camino que unía Estación Roma con La Prosaica, ciudad cabecera del municipio, distante 36 kilómetros.
En 1908 Estación Roma fue epicentro de un censo extraoficial. La particular y visionaria tarea estuvo a cargo de doña Juana Scarone de Farenga, que llevó a cabo el relevamiento poblacional con la ayuda de sus hijos Lucía y Jacinto. El motivo de tal emprendimiento fue adjuntar la cantidad de habitantes a la nota mediante la cual solicitaba la instalación de una escuela y un dispensario.
– ¿Y… cuánto dio el recuento final? -consultó intrigado Alcides.
– 106 personas -respondió, desanimada, Juana.
– Es una buena cantidad, mamá -opinó Lucía.
– No nos alcanza… Me parece que voy a tener que agregar unos cincuenta o sesenta. De última si vienen a contarlos les digo que sumé a los vecinos de los campos cercanos. Que además también van a venir a atenderse en el dispensario y van a mandar a sus hijos a la escuela que estamos pidiendo.
– ¿Fraguar los datos? ¿Y si esa idea tratás de esbozarla sin la presencia de tus hijos? ¿Qué clase de ejemplo les estás dando, Juana? -reprochó Alcides.
– El ejemplo de una persona que lucha por conseguir cosas para el pueblo. No estoy diciendo que voy a mentir. Estoy diciendo que voy a exagerar.
– Bué… no veo la diferencia -cerró Farenga.
Más tarde, el primer censo oficial que pasaría por Estación Roma sería el de 1914, ordenado por el entonces Presidente Roque Sáenz Peña. En el mismo, la cantidad de habitantes de la localidad no había crecido mucho desde el censo informal encarado por Juana Scarone: apenas si después de aquellos 106 habitantes, ahora se había alcanzado la suma oficial de 123. Sucede que luego del empuje inicial, posterior a la inauguración de la estación ferroviaria, el crecimiento poblacional de Estación Roma no logró mantenerse. Muchos motivos para que sucediera lo contrario no había, de allí la inquietud de doña Juana al solicitar un centro de salud y un establecimiento educativo: ella consideraba -con muy buen criterio- que con un dispensario y una escuela, el pueblo seguramente iba a convocar a nuevos habitantes.
El 12 de agosto de 1915 fue un día de júbilo para la población de Estación Roma. Después de más de un centenar de cartas enviadas por Juana Farenga a la Gobernación, llegó al fin la noticia oficial: una escuela y un centro sanitario de atención primaria se instalarían en la localidad. Para ello resultó clave la “patriada” que se jugó Juana en oportunidad de una visita oficial del Gobernador Marcelino Ugarte a la ciudad de Pergamino, apenas a cincuenta kilómetros de Estación Roma.
– Gobernador… Gobernador… -se filtró Juana entre la custodia oficial, que un poco no pudo y otro poco no quiso detenerla. Vine en persona porque me parece que usted no lee mis cartas, o sus empleados no se las hacen leer.
– Por favor, señora… no moleste al Gobernador -trató de detenerla un funcionario que integraba la comitiva.
– Déjela, Delmiro… déjela. Sí, señora… la escucho -se abrió gentilmente al diálogo Marcelino Ugarte, antes de ingresar al edificio del correo a inaugurarse ese día en Pergamino.
– Soy una vecina de Estación Roma, un pueblo perteneciente al Partido de Coronel Domínguez… es una localidad muy pequeña pero habitada con gente de trabajo. Queremos que nos manden un centro de salud, porque apenas si viene un médico una vez a la semana al pueblo, y sobre todo, necesitamos una escuela para nuestros niños, que deben recorrer muchos kilómetros diarios para concurrir a La Prosaica. Por favor, señor Gobernador, yo sé que usted es un hombre de bien.
– Delmiro… tome nota del pedido de la dama, y yo le aseguro, señora -dijo el Gobernador mirando fijamente a los ojos a doña Juana-, que en breve vuestro pueblo tendrá su centro de salud y su escuela. Palabra de honor…
Su esposo Alcides, en el momento del abordaje de Juana al Gobernador, tuvo un primer arrebato de desesperación e incluso corrió un par de metros detrás de ella. Pero luego, al ver cómo la mujer lograba concitar la amena atención del ilustre visitante, sintió una profunda admiración.
– Realmente sos una mujer valiente, Juana. Lo que has conseguido es histórico. Siento un gran orgullo de tenerte como esposa, pero además, de saberte una mujer que piensa en sus vecinos. Has conseguido más que ninguna autoridad oficial.
– Gracias, querido Alcides -lo abrazaba Juana, emocionada.
Luego de la escuela y el centro de salud, otro hito trascendente en la vida institucional de Estación Roma fue la creación de la primera cooperativa agrícola. La misma se creó en 1918, y su primer presidente fue Claudio Orión, un pequeño productor agropecuario a quien lo que le faltaba de erudición -apenas sabía leer y escribir de manera muy rudimentaria- lo suplía con entusiasmo, tesón y voluntad.
En cuanto a autoridades políticas, los pueblos y localidades que no eran cabeceras de partido recién pasaron a considerarse como “delegaciones municipales”, a partir de 1958. Previamente a ello, Estación Roma tenía una suerte de comisión de vecinos que se encargaba de las tareas comunes. Esa comisión estaba integrada por los habitantes más importantes de la localidad, y regida más por las buenas prácticas institucionales que por reglamentación alguna. Si bien se encontraba dentro de la jurisdicción de Coronel Domínguez -cuya autoridad máxima era el Intendente-, los funcionarios municipales no aportaban mucho por el lugar, siendo los propios vecinos quienes habitualmente tenían que peregrinar hasta La Prosaica para tratar de encontrar soluciones a sus problemas. Esa comisión de vecinos comenzó a sesionar de manera informal en 1919, y tuvo como primera autoridad a Juana Scarone de Farenga, que además de buena madre y esposa, era una vecina solidaria, respetada y querida por casi todos -siempre hay alguna excepción, aun en las comunidades más pequeñas. Por entonces, doña Juana tenía 75 años, había enviudado recientemente, y sus dos hijos le habían dado ya siete nietos y dos bisnietos. Su hijo Jacinto era ahora el que llevaba adelante el negocio familiar, aquel almacén de ramos generales que de ser administrado por padres e hijos, contaba ya con siete empleados, y sucursales en dos pueblos vecinos: Villa Moreno y Arroyo del Cantor.
– Siendo las 20 horas con 35 minutos, reunidos los presentes en el Salón de Reuniones de la Cooperativa Agrícola de Estación Roma, se procederá a elegir las autoridades que han de presidir esta honorable comisión por el lapso de un año, contado a partir de las cero hora de hoy, 25 de abril de 1922, hasta las cero hora del día…
– Onofre… ¿y si nos ahorramos toda su perorata burocrática? Vamos al grano que se hace tarde y mi mujer me espera con la cena. Si total vamos a elegir a doña Juana como presidenta -interrumpió un vecino a Onofre Bertolotti, esmerado secretario de actas que no dejaba pasar oportunidad para hacer gala de su puntillosidad y precisión.
– Claaaaro, claro… a los bifes, Onofre -exclamaron otros de los allí reunidos.
El liderazgo de doña Juana era natural e indiscutido. Y no se basaba en otra cosa que no fuera su capacidad y sus modos para tratar a los vecinos. Mujer de carácter decidido y emprendedor, luego de aquel antecedente histórico de su abordaje al Gobernador Marcelino Ugarte en Pergamino, consolidó con el transcurso de los años venideros el respeto de sus pares. Los habitantes de Estación Roma sabían que en Juana Farenga podían confiar y a ella podían acudir en busca de ayuda o en pos de una palabra de orientación que les allanara algún camino. Doña Juana Scarone de Farenga fue un faro que guió a varias generaciones de “romeños”, gentilicio con el que se empezó a conocer a los vecinos de Estación Roma en los albores del siglo XX. En un principio se les decía “romanos”, pero la propia Juana se encargó de dejarle en claro a un visitante, allá por 1908, que el gentilicio correcto no era ese. El hombre había hecho un alto en el camino y mientras apuraba una caña en el almacén, se le ocurrió indagar al respecto.
– ¿Cómo se les dice a los lugareños… romanos, no?
– No señor. No somos “romanos”. Eso será en Roma, capital de Italia, país del que han venido muchos de nuestros antepasados, incluso vecinos que actualmente viven en estos pagos.
– ¿Y entonces cómo se les dice? -preguntó aquel visitante.
– Eeeeh… romeños. Así nos llamamos.
– ¿Y eso a partir de cuándo? -preguntó con inocencia Alcides, que limpiaba la máquina de café.
– A partir de ahora -sentenció la mujer.
La historia de Estación Roma se fue escribiendo con sus avances en materia de evolución urbana, sus avatares en materia institucional, su desarrollo edilicio, sus eventos sociales y deportivos y sus vaivenes socioeconómicos, los cuales no fueron otros que los mismos que atravesó el país en cada una de sus etapas históricas. Y también impactarían en el pueblo aquellos sucesos de índole mundial que, por su trascendencia, alcanzaron con sus coletazos a toda la humanidad, en especial los conflictos bélicos y otros procesos inmigratorios originados en Europa.
– Doña Juana… nos gustaría mucho que pronuncie algunas palabras en la inauguración de mañana -le solicitó Filomena De Rossi, una de las primeras madres italianas que huyeron con sus familias de la Primera Guerra Mundial y se afincaron en las geografías pampeanas de la Argentina.
– Por supuesto que lo haré, querida Filomena. Será un gran acontecimiento. No todos los días se inaugura un salón como el de ustedes.
Juana hacía referencia al salón de actos de la Sociedad Italiana “Fratelli Lontani da Casa” (hermanos lejos de casa), primera asociación de inmigrantes fundada en Estación Roma (año 1923), a la cual le seguirían la Sociedad Española Casa de Austria (1926, luego rebautizada como “Héroes de la República” en 1939) y el Centro Vasco Euskalerría (1942). Esas y otras instituciones -como la propia Cooperativa Agrícola, los clubes Sportivo Estación Roma, Progreso y Defensores de Belgrano, la Biblioteca Mariano Moreno, la Sociedad de Fomento La Romeña, etcétera- fueron marcando el pulso de la vida social de esa pequeña localidad que de aquellos 123 habitantes censados por Juana y sus hijos en 1914, pasaría a 1.296 en el censo poblacional de 1960, para prácticamente estancarse de allí en adelante.
El incremento mayor se produjo en las décadas del cuarenta y cincuenta, cuando al influjo del proceso de industrialización impulsado por el peronismo, llegaron a Estación Roma muchos obreros con sus familias procedentes del interior del país. Esos obreros venían a incorporarse a las fábricas cercanas, como las incipientes metalúrgicas ubicadas en La Prosaica. Aquellos provincianos que migraron de la explotación rural en las haciendas del norte, centro y sur de la Argentina, buscaban una vida más digna, y la encontrarían en ciudades y pueblos del interior bonaerense, como así también en el sur de Santa Fe. Tucumanos, sanjuaninos, correntinos, entrerrianos, cordobeses, mendocinos, rionegrinos y hasta trabajadores de la remota provincia de Jujuy, traerían consigo también sus raíces culturales, que jamás abandonarían, y que compartirían con los romeños. Zambas, chacareras, cuecas y demás danzas, ritmos y costumbres resonarían en la pampa húmeda, ahora con el añadido de la nostalgia provinciana.
El 26 de junio de 1926 fue un día triste para Estación Roma. Cuando nada hacía preveerlo en lo inmediato, ya que amén de lógicos achaques gozaba de buena salud, fallecía doña Juana Scarone de Farenga.
– ¿Algo más Juanita? -le preguntó Beatriz Paternó, la mujer de Fulgencio Sacchi, verdulero del barrio.
– Nada más, Betty. Si me olvido de algo después paso más tarde. Ahora tengo una reunión en el Centro Vasco. Te dejo la bolsa con las cosas… ¿puede ser?
– Pero por supuesto, Juanita. Andá tranquila, nomás. ¿Qué están por organizar los vascos? Seguro te van a manguear…
– No, quieren que les dé una mano con los permisos municipales. Están por hacer un encuentro de vascos acá, con torneos de mus y no sé qué más.
Al cabo de dos cuadras que Juana caminó desde la verdulería hasta el Centro Vasco -distante cinco-, empezó a sentir un cansancio raro. Tenía 82 años pero acostumbraba a ir caminando a todos lados. El pueblo no era tan grande y además a ella le gustaba caminar. Se sentó en el umbral de la puerta de un vecino -Irineo Gandulla, un panadero italiano que había llegado al pueblo a principios de siglo -, y se propuso descansar un momento. Justo llegaba a casa el hijo del panadero.
– ¿Se siente bien doña Juana? -preguntó el muchacho.
– Sí, Pichi. Me cansé un poco pero ya estoy bien. Ayudame a levantarme, querido -solicitó la mujer.
Al incorporarse, se desvaneció y cayó sentada nuevamente, pero esta vez inconsciente. Ya no se despertaría más. A pesar de las tareas médicas, murió en el Centro de Salud que ella misma había conseguido para el pueblo, aquel día que abordó al Gobernador Marcelino Ugarte, en un acto en Pergamino.
Ese niño que la encontró sentada en el umbral de su casa, Américo Gandulla, alias “Pichi”, más de treinta años después sería el primer delegado municipal de Estación Roma, designado por el entonces Intendente Municipal de Coronel Domínguez, Ingeniero Néstor David Ponce. Corría el año 1958 y comenzaba a implementarse el Decreto Ley 6.769 promulgado por el entonces gobernador de facto, el general de brigada Emilio Augusto Bonnecarrére, normativa que organizaba las municipalidades bonaerenses, y establecía las delegaciones municipales como organismo estatal a cargo de la conducción política de las localidades que no eran cabecera de partido.
– A partir de hoy Estación Roma será un ejemplo a seguir por todas las delegaciones municipales vecinas. Pondremos en marcha un plan de obras públicas entre las que se contarán el pavimento, el alumbrado público, el arbolado urbano, un saneamiento integral que evitará que nos inundemos cuando caen dos gotas, y además un polideportivo para que nuestros jóvenes y niños puedan encontrar en la práctica activa de los distintos deportes un estímulo a seguir en pos de mejorar sus aptitudes físicas y humanas -fueron algunas de sus palabras el día de su asunción.
Casi ninguna de esas promesas pudieron ser cumplidas. El pavimento llegaría a Estación Roma recién en 2011, cuando el Intendente Municipal de Coronel Domínguez, Contador José Carniglia, puso en marcha una gestión centrada en una fuerte inversión de obra pública, nunca antes vista. El alumbrado público se fue mejorando muy lentamente con el correr de las administraciones municipales, pero en los cuatro años de gestión que le tocaron a “Pichi” Gandulla, apenas si cambió las lámparas de la avenida principal, denominada Boulevard San Martín, hasta que en septiembre de 1926 se le impusiera el nombre de Avenida Juana Scarone de Farenga. El arbolado urbano nunca estuvo entre las prioridades de autoridad alguna en La Prosaica, hasta que en 1995 se llevó a cabo un programa de arbolización, pero a través de las escuelas de la ciudad. El saneamiento llegaría en 1985, con el regreso de la democracia. Por iniciativa del entonces intendente Raúl Mozer, se entubaron los desagües a cielo abierto de Estación Roma, haciéndolos llegar en primer lugar a un zanjón ubicado a las afueras del pueblo, y desde allí canalizados hasta el Arroyo del Medio, distante tres kilómetros. Lo único que pudo cumplir Américo Gandulla, aunque a medias, fue su promesa de Polideportivo. Gracias a su gestión, el hacendado Doroteo Buenaventura Pizzurica donó dos hectáreas de su estancia para emplazar allí el centro deportivo municipal. Pero claro, tamaño gesto de desprendimiento terrateniente tenía su explicación: esas hectáreas eran inundables. Recién en 1985, con la tierra del zanjón de desagüe se pudo rellenar el terreno, que por otra parte se vio favorecido por las obras hidráulicas y dejó de inundarse. El Polideportivo fue inaugurado en 1987, y fue bautizado con el nombre de “Américo Gandulla”, que participó emocionado del corte de cintas, invitado por las autoridades de entonces.
– Amalia Gumersinda López… ¿quieres tú por esposo a Américo Dalmacio Gandulla? -preguntó el párroco Pedro Vallori, un mallorquí muy pintoresco que había llegado un año antes a la Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, de Estación Roma.
– Sí, quiero -contestó la dócil muchacha que encandiló a Pichi Gandulla en una de las famosas Romerías Populares de la localidad.
Con una gran inclinación por la lectura, sobre todo de autores clásicos, Pichi Gandulla se caracterizó siempre por un prolífico vocabulario, una acendrada erudición en temas de política doméstica e internacional, y un manejo del discurso realmente encomiable. Todas esas virtudes no eran acompañadas por su capacidad de acción, terreno en el que no lograba destacarse. De allí que, a pesar de sus intenciones, no fuera reelecto como Delegado Municipal, pasando en 1962 a desempeñarse como responsable del área fumigaciones en la Municipalidad de Coronel Domínguez, viajando diariamente a La Prosaica para cumplir sus funciones. Del matrimonio con Amanda López nacería un solo hijo, en el año 1962. En ese hijo pondría Pichi Gandulla todas sus esperanzas. Lo que no había podido ser él, lo conseguiría ese niño, para el que soñaba un futuro grandioso.
– ¿Con qué nombre me decís que lo anote? ¿Estás segura, Amanda?
FIN DEL CAPÍTULO Nº1