Habían pasado 308 días de la obra cumbre del fútbol mundial, cuando Diego Maradona puso la vara tan alta que jamás podrá ser alcanzada por futbolista alguno. 308 días desde que el mundo observara atónito aquella carrera inolvidable en el Azteca, llena de habilidad y precisión, pero también de resonancia social y simbolismo. 308 días después, es decir el 26 de abril de 1987, Maradona demostraba en el Estadio San Paolo (hoy rebautizado justicieramente en su nombre), que continuaba inmerso en el período de mayor plenitud futbolística de su trayectoria (en realidad, un período que arrancó el 20 de octubre de 1976 y terminó el 27 de octubre de 1997).
En los tramos finales de la Serie A temporada 1986/87, el Nápoli peleaba palmo a palmo el scudetto con uno de los poderosos del norte: la Juventus. Y ese 26 de abril recibía en su estadio a otro de esos equipos acostumbrados a ganar todo lo que se disputara: el Milan, un mes antes adquirido por Silvio Berlusconi, y dirigido técnicamente entonces por Fabio Capello. El “rossonero” puso en cancha a Giuilio Nuciari: Fillipo Galli, Franco Baresi, Paolo Maldini y Agostino Di Bartolomei (Daniele Massaro): Andrea Marzo, Alberigo Evani, Ray Wilkins y Roberto Donadoni (Francesco Zanoncelli): Mark Hateley y Pietro Paolo Virdis. Por el lado del Nápoli, el entrenador Ottavio Bianchi alistó un once integrado por Claudio Garella: Moreno Ferrario, Francesco Romano, Alessandro Rénica y Ciro Ferrara: Fernando De Nápoli, Giuseppe Bruscolotti (Luciano Sola), Salvatore Bagni y Diego Maradona: Andrea Carnevale y Bruno Giordano (Luigi Caffarelli). El árbitro del partido fue Rosario Lo Bello.
Corrían 33 minutos de la primera etapa cuando Bruno Giordano envía un centro preciso para que el ariete Andrea Carnevale vulnere la valla rossonera por primera vez en la tarde, con un certero cabezazo. Y diez minutos más tarde sobrevendría una verdadera joya del fútbol pero también de la física humana. Pocas veces se han visto, en un lapso tan breve, tantas manifestaciones virtuosas en el movimiento no ya de un atleta, sino también de cualquier artista, malabarista, equilibrista, bailarín clásico o representante del oficio u arte que fuere.
Bruno Giordano vuelve a controlar el balón por el sector izquierdo del ataque napolitano. Cuando levanta su cabeza, ve como Diego Maradona le marca el pase al vacío, por detrás de la línea defensiva del Milan. Ahí pone la pelota Giordano con un preciso pase picado, con un toque casi billarístico parecido al “massé”, propinándole un efecto tal al balón para que al rebotar en el piso, el mismo se frene favoreciendo la posesión de su compañero. A pesar de la precisión de Giordano, no hacía falta ningún truco para favorecer a Maradona. El Diez hizo todo en el aire: la controló en su empeine zurdo, sin que aun cayera la pelota al piso gambeteó la salida de Nuciari, y desde un ángulo casi imposible, con muy poco recorrido para su pierna izquierda, empujó el balón a la red, haciendo estériles los esfuerzos de dos defensores que pasaron como rayos a ras del piso, sin poder evitar aquella obra maestra.
Fueron dos segundos desde que la pelota cae como imantada en la zurda de Diego, y termina “durmiendo entre los piolines” de la red rossonera. Una pirueta mágica, plena de destreza física, plasticidad, equilibrio, talento y por si fuera poco, precisión. Una jugada que hubieran aplaudido Isaac Newton y Mikhail Baryshnikov, Albert Einstein y Rudolph Nureyev, Galileo Galilei y Phillipe Petit (el funambulista francés que cruzó por un cable desde una Torre Gemela a la otra, en 1974). Y como si la proeza artística y futbolística fuera poco, ese gol aseguró una victoria clave y decisiva por 2 a 1-luego descontaría Pietro Paolo Virdis-, para que dos fechas más tarde el Nápoli fuera campéon del Calcio por primera vez en su historia. Nada más, y nada menos.
Aquel del 26 de abril de 1987 fue quizá uno de los mejores goles en la carrera de Maradona. Por factura técnica, por instancia competitiva y por la jerarquía del rival. Ese Milan poderoso al que Diego vulneró tantas veces en la red y en el resultado.
El cierre musical se lo dejamos al propio Diego, acompañando a Pimpinela en el tema “Querida amiga” (que si bien por su letra está dedicado a la madre, por su título tranquilamente podría ser un homenaje a la pelota).