Un ciudadano norteamericano ingresa a Cuba con un arma poderosa. Lo hace en la década del 70, y luego repite periódicamente esa experiencia en las décadas siguientes. Hasta ingresa con esa misma arma al avión que lleva a Fidel Castro en 1979 a Nueva York, para la reunión de las Naciones Unidas. Es más, empuña el arma ante el propio líder revolucionario cubano, con quien entablará una relación particular de allí en adelante. Y esa relación será similar a la que establecerá con varias personas de la isla, a quienes visitará periódicamente en sus domicilios. Y en todos los casos pondrá en uso su arma poderosa.
A esta altura conviene describir el arma, dejando de lado el módico misterio: se trata de una cámara filmadora. Que irá variando en modelos, modernizándose al cabo de los años. Pero será en esencia la misma: un arma registradora de lugares, hechos, personas, situaciones y sobre todo, del paso del tiempo.
Se trata del documental “Cuba and the cameraman”, disponible en Netflix desde noviembre del año pasado. Una creación a la que Jon Alpert le puso el sello personal que lo llevó a ser uno de los documentalistas más importantes del mundo, con nominación al Oscar incluida. Desde su primera vez en La Habana, allá por mediados de los setenta, hasta la última, sucedida días antes de la muerte de Fidel, Alpert registró las distintas etapas de la historia cubana, arrancando con la euforia revolucionaria sostenida por la ayuda soviética, pasando luego por el desconcierto y las urgencias ocasionadas por la caída del Muro de Berlín, el fomento del turismo como principal fuente de ingresos, y otras situaciones históricas que marcaron el devenir de la isla, en el que se destaca el tratamiento del denominado Éxodo del Mariel. Todo ese recorrido lo hace a través del seguimiento de tres familias; la de los hermanos Borrego (simpáticos y pintorescos dueños de una pequeña finca con sembrados y animales), Caridad, la niña que filmó por primera vez en la calle a los 9 años (y luego sigue su historia y la de sus hijos) y Luis Amores, un desempleado que después de estar 4 años preso encuentra su modo de vida en el mercado negro de la construcción. La historia de estas tres familias va dando un panorama quizá aleatorio pero que intenta resumir los avatares de la realidad socio económica de Cuba, y que incluye una serie de encuentros al paso nada menos que con el propio Fidel. Se pueden observar imágenes verdaderamente reveladoras, con diálogos muy jugosos a los que el líder cubano se prestó con su particular histrionismo y profundidad dialéctica.
El documental cumple con creces el propósito del género: testimoniar la realidad. Después, cada espectador podrá moldear su opinión. Pero en ningún momento de las dos horas que dura el documental queda flotando el más mínimo atisbo panfletario. En ningún sentido: ni a favor ni en contra de la Revolución Cubana. Los testimonios están ahí, las caras están ahí, las imágenes hablan por sí mismas. Será entonces la realidad la que tome partido. Así pues, en algunos fragmentos parecerá que la elección de los casos pretende dirigir la opinión de los espectadores hacia un punto de vista crítico, pero al mismo tiempo la admiración del propio Alpert por Fidel equilibrará el amperímetro. El documental documenta, aunque parezca un simple juego de palabras. Y muestra a Cuba con sus pasiones, sus carencias, sus logros y sus contradicciones. Por momentos la desnuda, como cuando muestra las reacciones dispares de los cubanos ante la posibilidad del éxodo en el Puerto de Mariel, allá por abril y octubre de 1980.
Para destacar el seguimiento de los hermanos Borrego –tres hombres y una dama-, con los cuales no sólo el cameraman sino también los espectadores terminan encariñándose, y cuya historia muestra en carne viva las contradicciones de la Revolución.
El documental de Jon Alpert es una especie de Boyhood documental (N de la R: película de Richard Linklater que sigue la vida de los personajes durante 12 años, habiéndose filmado en tiempo real), en el que entran 40 años de historia cubana, y en el que el paso del tiempo va maquillando naturalmente a los protagonistas y a la escenografía. Esos 40 años se ven en las calles, en los edificios, en las caras de los cubanos (incluido Fidel) y en la cara del propio cameraman. Vale la pena sentarse a contemplar ese paso del tiempo, y analizar por un lado la dignidad y el coraje de un país que se enfrentó heroicamente a un injusto bloqueo, y por otro lado advertir algún grado de tozudez evidente. Quienes han viajado a la isla pueden tener más elementos a mano para sumar en el análisis. Pero quienes tienen todos los elementos para hacerlo, son los propios cubanos. El documental es sólo una muy buena aproximación.
Pablo Rozadilla