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“El Viaje de Goyo Gandulla” – Capítulo 5: GOYO

(Tiempo aproximado de lectura: 18 minutos).

Dardo Gregorio Gandulla. Nacido el viernes 11 de febrero de 2000 en la habitación 216 del Hospital de Agudos San Heriberto de La Prosaica, en un parto atendido por el obstetra Salvador Mastrángelo. Un niño que pesó tres kilos con 456 gramos, y que tuvo como padrinos a Susana, hermana de Rosita, y al propio doctor Mastrángelo. Es que Coco no tenía muchos amigos a quienes confiarle tal padrinazgo, y se lo ofreció al propio médico, que aceptó complacido.

Por supuesto que acepto ser padrino de esta criatura. Conozco a su abuela Leticia de toda la vida, fuimos compañeros de secundaria y en la docencia también. Eso sí, quiero aclarar dos cosas: en primer lugar, tengo muchos ahijados y a veces no recuerdo bien sus cumpleaños y no me dan los tiempos para estar al corriente de cómo andan todos, y en segundo, no soy un buen padrino, es decir no inculco muy bien la fe cristiana. Pero si así y todo les parece bien, reitero mi aceptación.

Según contaban las malas lenguas pueblerinas, más que el compañerismo en el secundario y en la docencia, lo que unía especialmente a Leticia Scatolaro y el doctor Mastrángelo era un romance clandestino en épocas pasadas. Ella estaba separada de Elías, que vivía en el fondo de su casa, pero el ginecólogo y obstetra era un hombre casado y su matrimonio con la Arquitecta Silvia Frías Olivieri tenía una gran presencia en las altas esferas sociales de La Prosaica. Participaban del Rotary Club, integraban la comisión directiva del exclusivo Club Social, eran miembros de honor de la Asociación Cultural Tradición, Familia y Propiedad, y cumplían demás menesteres comunitarios que los encumbraban como personajes de la alta sociedad prosaiquina. Por esa notoriedad pública del doctor Mastrángelo, el supuesto romance con Leticia tuvo que enmarcarse en una situación de perfil muy discreto y clandestino.

Respecto del nombre del recién nacido, Rosita cumplió la promesa que en un momento de fastidiosa discusión le hiciera a su madre. Leticia se quejó de uno de los estiletazos verbales de su hija menor, y los denominó “dardos”. “Así le voy a poner a mi hijo si nace… Dardo“. Y cumplió. En cambio, el segundo nombre fue un pedido de Amanda, la madre de Coco, y se vinculaba con el santoral de ese día.

Hoy es San Gregorio, por el Papa Gregorio II, que según cuenta la historia fue un gran pontífice -pidió la abuela paterna.

¿Ah sí? ¿Y qué obra de su papado puede rescatarse? -preguntó con fina ironía la otra abuela.

No sé, Leticia, pero si querés mandamos la consulta por carta al Vaticano. Es un santo y punto. Y no me parece mucho pedir que el segundo nombre, o sea que no pedimos el primero, siga la misma tradición que el padre, que se llama Antelmo por el santo del día que nació.

Sí… no hay problemas -Leticia redobló su sorna. Mirá si no voy a estar de acuerdo con los nombres de mi nieto. El primer nombre tiene que ver con las contestaciones irónicas de mi hija, y el segundo, con un Papa que no conocen ni los curas. No hay problema, es un negocio redondo para mí.

Pero así como a su padre Antelmo David, el trato cotidiano y afectivo de sus familiares y conocidos lo convirtió tempranamente y para siempre en Coco, a Dardo Gregorio Gandulla no tardarían sus relaciones en simplificarlo con un apodo: Goyo, como a todos, o a la mayoría, de los Gregorios. Aunque tratándose de un niño, ese Goyo sería conminado a un diminutivo que revestiría connotaciones permanentes: Goyito.

Goyito Gandulla fue un niño sobreprotegido por partida doble, si se tienen en cuenta las dos ramas de su ascendencia. Por un lado, la corriente sobreprotectora de su abuela Leticia, su tía Susana, y por supuesto, su madre Rosita. Y por el otro, la vertiente gandullesca de la sobreprotección, encabezada claramente por Amanda, bien secundada por Pichi, y allá tercero, bastante menos efusivo en esa sobreprotección, su padre, Coco Gandulla, que sobreprotegía a su hijo pero con menos “marca a presión” que los otros sobreprotectores de la familia.

Desde muy pequeño Goyito era sometido a periódicos controles médicos con el pediatra de Roma, el doctor Washington Espárrago, un profesional uruguayo que fue a radicarse al pueblo recién recibido en la Facultad de Medicina de Rosario, justo tres años antes del nacimiento de Goyo.

Es un chico sano, Rosita. No tenés que traerlo a cada moco que se le cae de la nariz. Es lógico que se resfríe tres o cuatro veces al año… les pasa a todos los chicos, más cuando hace frío y van al jardín de infantes.

Sí, está bien, Washington… pero yo prefiero que lo veas vos. Sino después los fines de semana cae mi hermana en casa y empieza a opinar.

Ella tiene mucha experiencia, y es su madrina. Tenés que darle mucho valor a su opinión, ¿sabés lo que es una guardia médica en un hospital de Rosario? Pufff… me imagino los casos que debe haber atendido.

No me importa. Que lo sobreproteja como tía, no como médica. El pediatra del chico sos vos, y punto.

Más allá de alguna travesura menor, Goyito era un chico dócil y tranquilo. Muy curioso y propenso a la aventura, pero manso. Uno de sus máximos placeres era acompañar a su padre en los servicios de flete. Con rapidez se subía al asiento del acompañante de la Dodge y con jubilosa expresión en su rostro se aprestaba a vivir cada viaje como si fuera un safari al África. Coco le había adaptado un cinturón de seguridad de un auto usado al asiento y sin que se lo pidieran, Goyito se lo ataba cada vez que se subía.

Goyito, sentado, eh. No te arrodillés que sino el cinturón de seguridad no te agarra bien. Sentado, hijo.

Pero sentado no veo nada, Papi. Yo quiero ir mirando.

Esperá que te pongo un almohadón, entonces.

Con sus abuelos la relación era excelente. Tanto en casa de Leticia como en lo de Amanda y Pichi, Goyito encontraba actividades aptas para su distracción. Por el lado de Leticia, esas actividades incluían lecturas infantiles, pinturas y desafíos intelectuales como adivinanzas y trivias sacadas de la incipiente Internet. En casa de Pichi, también Goyito era convocado a la lectura, aunque un poco más volcada a lo histórico y político, a diferencia de los textos que le aportaba Leticia, más ligados a autores como Emilio Salgari, Mark Twain y Juan Ramón Jiménez. Pichi lo internaba en la bibliografía de José María Rosa, recibiendo por ello el reproche de Amanda.

Pichi… tiene seis años el nene. ¿Cómo le vas a hablar del GOU? Vos no tenés límite para la exageración.

Vos dejame a mí. Que se vaya acostumbrando a escuchar la historia de su país. A lo mejor ahora no entiende nada, pero algo siempre le va a a quedar. Demasiadas boludeces le hace leer la otra abuela, conmigo que aprenda quién fue el Che Guevara.

Leéme más de Perón, abuelo… -pedía Goyito.

Escucha… escuchá al pibe lo que quiere que le lea. Este me va a salir peronista, y militante. Nada que ver con el padre.

El paso de Goyito por la escuela primaria fue tranquilo y sin sobresalto alguno. Le tocó compartir el curso con niños mansos en su mayoría, niños que eran prácticamente calcados en carácter e intereses. Les gustaba jugar a la pelota, juntarse en los recreos a cambiar figuritas, escaparse en bicicleta al arroyo para tirar sus mojarreros y por las tardes jugar campeonatos de metegol en el Bar El Maple, ahora atendido por Daniel Tejera, hijo de Alfredo, fallecido en 1998.

Daniel… fiame un par de fichas al metegol… te pago el viernes que mi viejo cobra la quincena -le pidió una vez Fabián Di Natale, compañero de curso de Goyito, de alguna manera el líder de la barra.

Claro… o sea que yo dependo de que la fábrica pague la quincena para bancar los gastos del bar. Mirá qué bonito… ¿Y si la fábrica cierra… yo qué hago? ¿Tengo que cerrar también? Pregunto… si tengo que comprar un tocho, ¿la fábrica me lo fía?

Dale, Maplecito, son dos fichas de metegol, nada más. No te estoy pidiendo que me fiés una ronda de familiares de jamón y queso, che

Bué… acá tenés, tomá dos fichas. Pero el viernes te quiero en el palizómetro, poniendo estaba la gansa.

El Maple había cambiado de generación, no sólo en materia de propietario, sino también en cuanto a la clientela se refiere. Ahora el ambiente era mucho más juvenil que antaño, producto en parte del carisma especial de Daniel Tejera, un personaje tan pintoresco como su padre, pero con una impronta mucho más informal. Informalidad que había dado paso asimismo a una merma en las condiciones bromatológicas e higiénicas del local. Daniel no tenía las manías del orden y la limpieza que tenía su padre Alfredo. Y además, se había agregado una costumbre que tenía lugar los viernes a la noche, en realidad sábado bien entrada la madrugada: cuando raleaba la concurrencia, un grupo de conspicuos clientes que revestían además la calidad de amigos de Daniel, se juntaban en la cocina del bar a mirar películas pornográficas que traían desde Rosario algunos de los muchachos que estudiaban en la facultad.

Daniel… Daniel… -el cliente recién llegado al Maple se ayudaba además con aplausos sonoros a mano abierta.

¿Quién viene a romper las bolas ahora? -se quejó Daniel, que puso pausa a una producción condicionada de origen checoslovaco en VHS, para salir a atender al descolgado e intempestivo cliente.

Pensé que no había nadie -dijo el cliente. Se escuchaban unos quejidos, nada más. ¿Estabas solo?

No, estoy con un primo que es asmático.

Goyito Gandulla era un asiduo concurrente al Maple. Comenzó a ir acompañando a su padre, Coco, que entre fletes y mandados para Rosita solía parar en el tradicional reducto romeño. Al principio Goyito miraba sorprendido a aquella fauna reunida en el lugar, pero cuando fue haciéndose más grande, aprendió a contemplar ese aquelarre de personajes, y estudiarlos como sujetos sociológicos. Porque si algo tenía Goyito era poder de observación.

¿Qué anotás en esa libreta, Goyito? ¿Empezaste a levantar quiniela? Mirá que el Tordo Benedetti se va a chivar -le dijo Daniel Tejera, mientras Goyito anotaba en una libretita bordó algunos rasgos de los habitués del bar.

Anoto cosas, Dani… frases, ocurrencias. Me gusta escuchar a los que saben, a los mayores, a los que han vivido más que yo.

¿A los que saben? Para eso andate a una facultad. Acá no vas a encontrar a nadie que sepa. Acá podés encontrar borrachines.

No sólo se puede aprender de profesores, Dani. Yo creo que de toda persona se puede sacar algo. Por ejemplo de vos.

¿De mí? ¿Qué mierda podés sacarme a mí? La bicicleta… es lo único que tengo -reflexionó Daniel mientras apuraba una cerveza.

No me refiero a bienes. Me refiero a sacar otro tipo de cosas. Anécdotas, cuentos, salidas… vos no te das cuenta, pero tus ocurrencias encierran mucha sabiduría. Y por lo que me dice mi viejo, tu papá era igual.

Sí, el viejo era un sabio. Eso es cierto. Pero vos para aprender más cosas, haceme caso: andá a la facultad. ¿Ya pensaste que vas a estudiar?

Qué sé yo… me faltan dos años para terminar la secundaria. Ya veremos. Por ahora quiero disfrutar la vida.

¿Y novia no tenés? -curioseó Daniel.

En este momento no. Anduve con un par de pibas. Pero están en cualquiera. Mucho Instagram, Facebook… esas cosas. La caretean.

Sí… las pendejas están todo el día con el celular. Se rajan un pedo y lo ponen en el celular. Y los pendejos también, ojo. Yo no sé qué mierda tienen en la cabeza.

Capaz que eso… mierda -reflexionó Goyo.

El horizonte educacional de Goyito era un tópico de interés únicamente para sus abuelos. Ni Rosita ni Coco se preocupaban por eso. Mientras el “nene” estuviera bien de salud, lo que fuera hacer al terminar la secundaria en el Instituto Comercial “Jorge Luis Borges” de Roma, mucho no les interesaba. Coco no tenía en mente presionar a su hijo como lo había hecho Pichi con él, tratando de inducirlo al fútbol, a la música, al automovilismo y a varias cosas más, soñando con una vida de celebridad que él deseaba haber tenido en su juventud. Rosita vislumbraba que Goyito iba a acompañar a su padre en el servicio de fletes, pudiendo quedarse con el negocio cuando Coco decidiera retirarse. Pero Leticia, fiel a su costumbre, en el verano anterior a su graduación, empezó a horadar la piedra, presionando diariamente a su nieto.

¿Cómo que no sabés qué vas a estudiar después del secundario, Goyi? Este va a ser tu último año, tenés que tener en claro tu futuro. Dejame que yo le voy a decir a Cristina Romani que te haga el test vocacional.

¿No se jubiló Cristina?

Sí, pero si yo se lo pido te lo va a hacer. Como ella no hay nadie para los test de orientación vocacional.

Mirá, abuela. Te voy a decir la verdad. No sé si voy a seguir estudiando cuando termine el secundario.

¿Qué decís? -se sorprendió Leticia.

A lo mejor después, dentro de unos años. Pero primero me gustaría viajar un poco. Tengo algunos ahorros y quisiera tomarme un tiempo para conocer otros… lugares.

¿Y tus padres saben esto?

No. Y por favor… no se lo digas. Dejame que yo voy a ir preparando el terreno para decírselos.

Tus padres viven en una nube de pedo, Goyo. Para tu mamá no hay otra cosa que coser. Y para tu viejo lo único que existe son los fletes. Pero igual te adoran, y si les decís que vas a viajar, les agarra un infarto.

Por eso te digo. Dejame que lo maneje yo.

Goyo era distinto a sus padres. Si bien no anidaba en él ningún delirio de grandeza, no tenía tan corto su horizonte. Para él la vida era una aventura a transitar con espíritu curioso. Además, tenía por costumbre mirar documentales sobre la vida en otros lugares del mundo, y a pesar que no era muy devoto del cine de ficción, una película lo había marcado especialmente. La vio una tarde de domingo lluvioso y tanto la historia como la música rondaron en su cabeza por varios días.

La película se llama “Into the Wild”, está dirigida por Sean Penn y cuenta la historia real de Cristopher Johnson McCandless, un joven californiano que se hacía llamar a sí mismo como Alexander Supertramp. A cargo del papel protagónico está el actor Emile Hirsch, interpretando a un joven de clase media, criado en las afueras de Virginia por un padre técnico de la NASA y su madre secretaria. Tenía una hermana de nombre Carine a la que estaba unido de manera especial, ya que a ambos les tocaba presenciar cotidianas discusiones de sus padres. Durante la secundaria Cristopher se destacó por su voluntarismo y capacidad de liderazgo, y cuando todo estaba dado para que lo esperara un futuro promisorio en aquello que quisiera encarar, decidió dejar su familia y empezar a viajar por todo el territorio de los Estados Unidos. Empleándose a veces en algunos lugares para recaudar fondos y seguir solventando su viaje, la mayor parte a base de autostop, la nomenclatura anglosajona del argentinismo “hacer dedo”. Su objetivo final era instalarse en Alaska. La película es una road movie ambientada con una extraordinaria banda de sonido creada e interpretada por Eddie Vedder, y tuvo mucho éxito de taquilla. La historia -tanto la real como la de ficción- no termina de la mejor manera, pero inspiró a muchos jóvenes a seguir el camino de Alexander Supertramp. No fue específicamente el caso de Goyito Gandulla, que lejos estaba de soñar con llegar hasta Alaska. Pero lo que le hizo click al ver la película fue esa decisión, esa voluntad, esa disciplina del protagonista para dejar su comodidad -y su vida chata- y largarse al camino. Más que con un objetivo final -en el caso de Goyito- con una meta inmediata: echarse a andar, y de esa manera mejorarse en el camino. Crecer, evolucionar, en definitiva… vivir.

Bar “El Maple”, en Estación Roma, propiedad de Alfredo Tejera, luego heredado por su hijo Daniel.

¿Hablaste con tus padres, Goyi? -preguntó Leticia mientras merendaban juntos como casi todas las tardes.

Todavía no.

Pero faltan tres meses para que terminen las clases. ¿Cuándo pensás hacerlo? ¿No te preguntaron todavía qué vas a hacer?

Sí, pero fue más por curiosidad que por imposición.

¿Y qué les dijiste?

Que me anoté en el Profesorado de Historia.

Ah… mentiste -dedujo la abuela.

No, me anoté en serio. Pero no pienso ni empezar. A fines de enero me voy. Ya saqué pasaje y todo.

¿Qué? -se alarmó aún más Leticia. ¿Adónde?

A España.

En la península ibérica estaban radicados hacía algún tiempo unos amigos de Goyo: el Petaca Navarro y la Oveja Bertolotti. Eran dos ex compañeros de la primaria que habían emigrado junto a sus padres a la zona de Valencia. Sus padres eran religiosos evangélicos, pastores itinerantes que predicaban por todo el mundo, pero hacían base en un lugar fijo, en este caso Valencia, donde ambos residían con sus respectivas madres. Goyito Gandulla se contactó con ellos y acordó que lo aguantarían unos meses hasta que consiguiera alguna manera de ganarse la vida, juntar unos pesos y seguir su periplo por el viejo mundo. Un periplo que no tenía muy en claro pero era lo que menos le importaba. Él quería conocer otros países, otras ciudades, otras costumbres.

Con los ahorros que le habían facilitado sus abuelos a lo largo de su infancia y adolescencia, los pagos por flete que le hacía su padre Coco, algún “mango” que escamoteaba ahorrándose las fotocopias escolares -tomaba muy bien apuntes en clase y pocas veces necesitaba comprar los que le daban los profesores-, y la parte que le correspondió en el reparto de lo recaudado en las actividades que su promoción organizó para el viaje de fin de curso -que él no hizo-, consiguió el dinero necesario para comprar el pasaje a Madrid. Ahora venía la parte más complicada. Hablarlo con sus padres. Para hacerlo eligió un almuerzo de domingo, consistente en un asado de Coco, saboreado a la sombra de los árboles del patio.

¿Querés otro chorizo, Goyo? -ofreció Pichi.

No, están riquísimos pero no quiero más.

¿Una morcillita?

Tampoco. Lo que quiero es hablar con ustedes -dijo mirándolos a ambos a los ojos, aunque sus padres no se percataron enseguida de la adustez de su tono.

¿De qué? -preguntó Rosita mientras forcejeaba con un chinchulín.

Voy a hacer un viaje.

Bárbaro… me parece bien -asintió Rosa. Como viaje de fin de curso, que no quisiste hacer. ¿Y adónde te vas? ¿Bariloche, Carlos Paz?

No. Y no es como viaje de estudios. Es otra clase de viajes.

Explicate mejor -lo conminó su madre.

Me voy a España.

¿Qué? ¿A España? -preguntó extrañado Coco, que frenó su marcha desde la parrilla a la mesa portando una bandeja con costilla y marucha.

Sí, a España. A Valencia. Bah, primero a Madrid y de ahí a Valencia. Ya hablé con Petaca y la Oveja y me esperan ahí.

Luego de un breve silencio, Coco apoyó la fuente de asado en la mesa, se sentó y reflexionó respecto a lo expuesto por su hijo.

Ah… o sea que te vas a pasar unas vacaciones con ellos. Y después te volvés. ¿Qué te vas… un par de meses?

No, Papi. Me voy a recorrer Europa. Mínimo un año. O dos, todavía no lo sé. Depende como me vaya.

El silencio del domingo al mediodía era solo matizado por los pájaros, algún ladrido de perro barrial extemporáneo, algún bocinazo perdido, y el chorro de soda que Coco le puso al vaso de vino tinto mientras trataban -él y Rosita- de recomponer el ánimo sobresaltado por la sorpresa.

¿Vos nos estás jodiendo, no es cierto? -balbuceó Rosita.

No, mami. No estoy jodiendo. Me voy de viaje. Junté la plata para los pasajes, y es más… ya los compré.

¿Y así nos tenemos que enterar? -reprochó entre incipientes lágrimas su madre. ¿No podías haberlo charlado con más anticipación?

O sea que nos tirás el hecho consumado -agregó Coco a la queja materna. Comiendo un asado, lo más tranquilos, nos tirás esa bomba.

¿Y qué querés que hiciera, papi? Si yo les preguntaba qué opinaban al respecto, ¿qué hubieran dicho? Sí, Goyo… andá tranquilo, no hay ningún problema. Como si fuera que me voy quince días a San Clemente.

El silencio volvió a interponerse en el diálogo entre hijo futuro emigrante y padres en inminente desconsuelo.

¿Y? ¿Qué me hubieran dicho? -reiteró Goyo la pregunta.

No sé, pero hubiera sido lo más justo de tu parte -opinó Rosita. Por lo menos nos dabas la oportunidad de oponernos. Ahora así, con los pasajes comprados, ¿qué vamos a decirte? ¿Que estamos en desacuerdo?, pero ya tenés los pasajes. Nos viniste con el hecho consumado. La verdad… -en la voz de Rosita empezaba a mezclarse el llanto-, nunca lo hubiera esperado de vos.

Tranquilizate, Rosi, calmate. Vamos a conversarlo mejor -terció Coco. A ver Goyo… ¿por qué querés hacer ese viaje?

Porque es mi sueño. Desde hace mucho.

¿Y para qué? -seguía interrogando Coco, mientras secaba las lágrimas de su esposa. Tranquilizate, Rosi.

Para conocer otros lugares, otras culturas, otra gente… para crecer como ser humano. Para… para… -Goyo no encontraba la expresión adecuada, quizá tratando de no encontrar una que pudiera herir a sus padres.

Para no ser como nosotros… decilo, Goyo, decilo -reflexionó en un mar de llanto Rosita. Te da vergüenza ser como nosotros, no querés esta vida de pueblo, de gente sencilla, de trabajo… tenés delirios de grandeza. Siempre fuiste así, como tu abuelo Pichi y como tu tía Susana. Para englobar a los dos lados de tu sangre. No querés vivir en esta mediocridad, en esta apatía.

No, mamá… no es tan así. A mí Roma me gusta, me gusta compartir momentos con ustedes, acompañarlo a papi en el flete, juntarme con mis amigos, pasar las tardes en el Maple. Pero ustedes tienen que entenderme. Si no lo hago ahora… ¿cuándo lo voy a hacer? No tengo hijos, no tengo ni novia siquiera. Tienen que entenderme. Soy joven, y hoy la vida es distinta a cuando eran jóvenes ustedes. Aparte ahora se puede estar comunicados diariamente. No es que me voy y no van a saber nada de mí. Hoy se hace una videollamada enseguida.

Sí, claro… con una videollamada me voy a quedar tranquila. Con una videollamada te voy a poder abrazar, besar, tocarte

Pero… Goyo… ¿vos no estás contento con ayudarme en el flete? El día de mañana yo me retiro y te lo dejo a vos.

Goyo miró a su padre con un gesto de ternura. Sabía que era una pregunta honesta, que buscaba antes que nada reafirmarse a sí mismo. Su madre lo captó al instante, y contestó la pregunta de Coco.

Ay, Coco… sos un alma buena. Pero pensá un poquito. Tu hijo tiene ilusiones. Ilusiones en serio. ¿Te parece que un flete puede ser la ilusión de un muchacho joven? Igual que si tuviéramos una hija mujer y yo le dijera que le dejo el taller de costura. Esos son sueños de vuelo bajo. O mejor dicho, no son sueños. Son migajas de la vida. Yo nunca quise un destino gris y aburrido para vos, Goyo. Siempre quisimos con tu padre que estudies, que progreses, que seas un profesional, que seas mejor que nosotros. ¿Qué cosa más puede querer un padre que su hijo lo supere? Pero cerca nuestro, Goyo. Hay universidades en ciudades cercanas, podemos verte los fines de semana. ¿Sabés lo que vamos a extrañarte? Mirá la pregunta que hacés, Coco. Si tu hijo no está contento con acompañarte en el flete. Claro que no, Coco.

Que me lo conteste él, Rosi -pidió Coco. ¿No te hace feliz el flete, Goyo? Contestámelo vos, dale, animate.

Papá… servime otra costilla por favor.

Te la sirvo si me contestás. Aunque me duela lo quiero escuchar de tu boca. Dale, desembuchá, pibe.

El flete no me hace feliz ni infeliz. Es un flete, no es una mina, papá. El flete es tu vida pero no es la mía, y no tiene porqué serla. ¿Acaso vos no me contabas cómo te hinchaba los kinotos hacer cada una de las cosas que el abuelo Pichi quería que hicieras? Sino era atajar en el baby, era correr en karting… hasta tocar la trompeta.

La respuesta de Goyo quedó retumbando en el aire del patio. Coco le sirvió una costilla a su hijo, se bebió de un solo tiro el vaso de vino tinto, y acarició la cabeza de Rosita, que se secaba las lágrimas con una servilleta mientras colgaba los cubiertos sobre el plato. Una leve brisa soplaba como tratando de limpiar la mala energía residual de aquella charla de sobremesa en la que Goyo Gandulla le informó a sus padres que se iba de viaje. Y esa era una decisión tomada. No cabían objeciones. El pasaje aéreo estaba comprado, y en Valencia lo esperaban Petaca y la Oveja.

¿Y allá que vas a hacer? Además de conocer, digo. Si te sale un buen trabajo… ¿podés llegar a radicarte definitivamente en España? -preguntó Rosita con la angustia aun instalada en su voz.

No es mi idea, mamá. No es mi idea. Pero tampoco descarto nada. Me voy a vivir. A ver lo que pasa. A conocer. A experimentar.

Rajás de acá. Ponelo en limpio que es mejor, hijo -sugirió su madre. Vos lo que querés es rajar de acá. No lo disfraces.

No se trata de rajar de acá. Vos lo tomás todo personal. Parece que Roma sos vos, es papi, son los abuelos. Y no es tan así

Y claro que es así. Roma somos nosotros. ¿Sino qué mierda es Roma… un puñado de manzanas, casas, gente gris, gente chata, gente sin horizonte, borrachines de pueblo, chacareros miserables que venden la soja para comprar departamentos en Rosario, una calle asfaltada más, una plaza con juegos nuevos? No, Roma somos nosotros, Goyo. Roma somos nosotros. Y sos vos, también. Aunque te duela. Y aunque te duela que te lo diga, te lo digo: tenés vergüenza de nosotros.

Bueno, Rosi. Tampoco lo hagas sentir mal al pibe -pidió Coco.

Las últimas semanas de Goyo en Roma fueron un concierto desafinado y ecléctico de reproches encubiertos, indirectas varias, recomendaciones sinceras y abrazos intempestivos al paso de las distintas dependencias hogareñas.

Mamá… no me la hagas más difícil. No me voy a la guerra -suplicaba Goyo ante un abrazo desde la espalda de su madre mientras armaba la valija.

¿Ni abrazarte puedo?

Claro que podés, pero ahorrátelos todos para el día que me vaya. Falta una semana todavía.

Dejalo, Rosi -recomendaba Coco, mate en mano. Tiene razón.

Coco había entrado en un terreno hipotético que no era del todo descabellado, pensado desde su propia mente pueblerina. El chico -Goyo- iba a extrañar bastante rápido, e iba a pegar la vuelta a casa.

Vas a ver que no aguanta mucho fuera de casa, Rosi, acordate lo que te digo -le decía a su esposa por lo bajo, mientras Goyo acomodaba sus cosas e iba tachando en una lista que había confeccionado en la misma libretita donde apuntaba anécdotas, frases y salidas escuchadas en el Maple.

No sé, Coco. Lo veo muy decidido. Y la verdad, no se lo reprocho. Ya me di cuenta que la tristeza que siento es una tristeza egoísta.

¿Qué decís? Vos nunca fuiste egoísta, Rosi. Si siempre le diste todo lo que quería. ¿Vos egoísta?

No me entendés, Coco. La parte egoísta mía es la que no quiere que se vaya. Si pienso con la parte generosa, tendría que estar contenta.

¿Contenta por qué? -preguntó Coco, intrigado.

Contenta de tener un hijo con agallas para dejar esta chatura, esta nada misma que es este pueblo. Contenta de que mi hijo haga lo que tiene que hacer: cumplir sus sueños. Ir en busca de sus ilusiones. Si yo no lo hice, si nosotros no lo hicimos… ¿por qué cortarle las alas? ¿Por qué coartar sus quimeras?

Vos sos bárbara, Rosi. Un montón de las palabras que dijiste no las entendí pero seguro quieren decir cosas lindas.

Rosita esbozó una sonrisa tierna, y aun a pesar de su tristeza, se permitió un gesto de cariño con su esposo, ingenuo pero bondadoso.

Goyo… mirá que la despedida central es acá en el Maple -le advirtió Daniel Tejera. Yo no sé si los pajeros esos de tus compañeros te hacen otras, pero la más importante es acá. No me vas a andar con agachadas.

No, Dani, quedate tranquilo. Es más, a los pibes les dije que la fecha de la despedida que me hagan ellos está supeditada a la que me hagan acá. Cuando vos definas la fecha, yo les doy la posible fecha a ellos.

Ah, bueno. Mejor así. Ya le dije al Gordo Visera de San Nicolás que se venga con un grupo folclórico de allá, para que actúen esa noche.

Ah, va a ser completa la cosa. ¿Te parece que es para tanto que despidan a un simple romeño como yo? -se subestimó Goyo.

No te hagás el pobrecito. Sabés que de los pibes que vienen al bar sos de los que más quiero. Y no te digo el número uno para que no te agrandés. Eso sí: escribime, mirá que mi hija me puso WhatsApp en el celular.

¿No me digás? Qué buena noticia. Olvidate que te voy a escribir y a mandar videos. ¿Algún lugar en especial que te guste conocer aunque sea virtualmente?

La zona roja de Amsterdam -se sinceró Tejera.

Jajaja… pero no sé si voy a llegar a Amsterdam -aclaró Goyo.

No me importa. Vos me preguntaste qué zona me gustaría conocer y yo te contesté. Un puterío… no va a ser un museo de ciencias naturales.

Las despedidas fueron cuatro, en total: la de sus compañeros de colegio, las de sus amigos de pesca, la de su familia y la mejor de todas, la despedida en el Maple. En las tres restantes reinó un ambiente demasiado nostálgico, sensiblero y emotivo que a Goyo le resultó, aunque sincero, bastante incómodo. Pero en el Maple todo fue música, recitados, brindis y filosofía de bar. Esa que Goyo recopilaba en su libretita bordó, a modo de aguafertes pueblerinas.

Quiero brindar por mi amigo Goyito, que pasado mañana se va para España. Un muchacho que se crió en este bar y que ahora se va tras sus sueños. Y le quiero pedir especialmente a mi amigo Juan Carlos Visera que diga unas palabras en esta ocasión tan especial.

Brindo por Goyo… a quien si bien no conozco tanto como para considerarlo mi amigo, estoy seguro que si hace acuse de recibo de sus intrínsecas ilusiones, es porque responde de manera genuina y sincera al mandato de sus convicciones. Salud.

¿Qué mierda quiso decir? -preguntó Calchaquí da Silva, un pintoresco habitué del Maple.

Que ojalá le vaya lindo -sintetizó Daniel, desatando la carcajada general.

FIN DEL CAPÍTULO Nº5

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